“Camarena quiere hablar contigo”, oí por mi celular, y esas palabras cambiaron mi vida. Fotógrafo de Chilango, Pepe Castillo me avisó hace 12 años que me buscaba un periodista al que yo asociaba al cosmos de nuestro oficio, remoto universo donde se tomaban decisiones directivas.
A Camarena lo conocía poco. Cuando yo escribía en el periódico Metro los lances de Lízmark o las llaves de Pierroth Jr. que cubría en la Arena Coliseo, cerca de mi lugar un extravagante personaje caminaba gallardo con alguno de sus corbatines coloridos. En la marcha de ortodoxas corbatas de Grupo Reforma en 1998, ahí iba él, uno de los jefes, con sus pintorescos moñitos. “Qué valor”, pensaba con mi corbata clásica de Suburbia.
Ese hombre me recibió años después en su oficinita de Chilango. En realidad, lo hizo una montaña de revistas, diarios, apuntes, marcadores, libros, hojas, post-its, todo anárquico, revuelto: la desastrosa covacha de un pensador. Atrás de ese caos, el flaco Salvador Camarena se alcanzaba a ver junto a su gran póster del revolucionario Sandino, su héroe (imagino).
Ojos trasnochados, discurso escrupuloso, me invitó a su revista, desde hacía tres años constructora de una proeza: que los chilangos nos valoráramos. Las páginas rescataban la creatividad, el humor, la identidad, el carácter y la inteligencia de esta ciudad. Basta de creer que solo éramos peseros, basura, changarros y mentadas.
Salvador ya no usaba corbatines, sus rarezas eran otras: llegaba a la editorial de madrugada, con la capital a oscuras, y a veces trabajaba muy serio en su escritorio con botas ecuestres, a las que embutía el pantalón pues ahí cerca montaba a su caballo Duque. Quizá algún día entró a laborar con fuete, aunque su método no era la fuerza. “Dale cosas para leer, que Aníbal aprenda qué es un storytelling”, pidió a Felipe Soto, su mano derecha, genio editor, apenas entré como reportero. Recibí un tabique de copias de reportajes de The New Yorker y revistas gringas que desconocía. Alucinantes, mezclaban géneros para relatar historias con profundidad y ritmo cinematográfico.
En un pasillo caluroso repleto de todo lo imaginable y 3 millones de cosas más, me instalé en los cuatro metros cuadrados que compartía con Felipe, Jossette, Ínger y Marco, equipo minúsculo que —junto a Pepe, Theda y Alex, responsables de la imagen de la publicación— me enseñó que el periodismo es una acción colectiva. Ayudaban, proponían, dudaban, pensaban, discutían, opinaban, criticaban, reían, analizaban, para dar vida a una revista aguda y divertida.
Chilango era una tierra agrícola por el febril esfuerzo colaborativo y, a la vez, un laboratorio de neuronas revolucionadas.
Maestro persistente, Felipe me regaló montones de lecciones que hasta esta tarde lucho por seguir: construye tu texto con escenas al mismo tiempo ajustadas a la realidad y llenas de emoción; a una historia la conforman múltiples personajes y mientras accedas a más, ganará en agilidad y rigor; con los inicios sorprende e inquieta y con los finales, sacude.
En 2007, al año de haber entrado a Chilango, nació mi hija y mi querido Atlante fue campeón. Y no era todo: respaldado por el torrente de ideas que en la revista circulaban, una historia que escribí ganó el Premio Nacional de Periodismo: Chilango cerró así mi hermosa trilogía de alegrías.
Hoy recuerdo una mañana en que Salvador nos encerró en un aula, molesto porque algo no tenía la excelencia que pretendía. Y entonces nos dio un precepto que es mi tesoro: “Son periodistas: su misión es encontrar gente extraordinaria en lugares extraordinarios viviendo cosas extraordinarias”. A 15 años de su nacimiento, Chilango lo sigue haciendo.
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Las opiniones expresadas por nuestros nuestros columnistas reflejan el punto de vista del autor, que no necesariamente coincide con la línea editorial ni la postura de Chilango.