Yo iba en la secundaria antes de que el siglo pasado muriera. Los lunes muy temprano vendían los abonos de boletos del Metro, eran tiras inmensas con tantos tickets como días tiene el mes. De esta manera te ahorrabas una feria porque te hacían un descuento que evoco buenazo. Tengo esta imagen en mi cabeza: la fila afuera del Metro es inmensa, le da la vuelta a estación Chabacano. Fila compuesta por gente humilde, menesterosos, vagabundos, gente que viene del campo, muchos estudiantes. Era una situación linda. Te llevabas tu fajo de “Un Viaje” y tenías que administrarlos con sabiduría. El Metro en aquel entonces hasta inspiraba literatura, ¿qué aspirante a escritor no tiene un cuento que se desarrolle bajo el reloj de una estación? Los boletos costaban un peso, aquello era por sí mismo una ficción. Esto de los abonos dejó de existir un día de la noche a la mañana. Entre el primer cliente -—penas abrían la taquilla— y el último, la mujer detrás de la ventana pasaba de estar adormilada a estar completamente maquillada, sin dejar desatendido el negocio. Siempre quise escribir un cuento de esto.
A partir del próximo año podrían desaparecer las taquilleras en las estaciones, pues los boletos ahora se adquirirán en una máquina similar a las del Metrobus y más bien recargarás una tarjeta que además sirve para usar otros medios de diligencia capitalina. Adiós a las taquilleras. Lo primero que uno piensa es: chale, las van a dejar sin trabajo. Las autoridades comentan que no, que serán reasignadas. Yo me quedo pensando. No está mal que dejen de existir taquilleras en las estaciones del Metro. Esta imagen de la mujer encerrada en un cubículo abyecto en contacto con torrecitas de monedas nunca dejó de serme, entre otras cosas, poco higiénica para ellas. ¿A qué olerán las manos de estas damas? La respuesta es sencilla: a moneda pasada por demasiadas manos. ¿Con qué se quitarán dicho aroma? Ahí están todo el día, ajá, en cubículos abyectos probablemente mal ventilados, un encierro engorroso, siempre iluminados como en un mundo aparte. Con el baño ahí al lado, los muros tristes al fondo. Los de La Panamericana entrando cada tanto con sus armas y malos modos. Detrás de un vidrio descascarado y enfrentándose a una procesión de caras que mayormente ni las gracias dan. Está bien que no existan ya las taquilleras en las estaciones del metro. Esa imagen, simbólicamente, algo tenía de anacrónico. Ojalá que sí las reubiquen, esto es importante.
Y habrá quienes con melancolía las recordemos, oficio extraviado para siempre. Uno más en esta ciudad que ya quiere entrar al siglo 21.
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