Bajo la penumbra de la sala para 440 personas, ante la gran pantalla y en una de estas butacas de cine antiguo, Tommie Smith y John Carlos, los atletas olímpicos que bajaron la cabeza y alzaron el puño enguantado en el podio de México 68, quizá vieron una película. Su saludo Black Power fue una silenciosa protesta contra el racismo en Estados Unidos que emocionó al planeta, pero es posible que en el Cine Villa Olímpica sólo pusieran los ojos en Bonnie and Clyde –cinta recién estrenada sobre unos sensuales novios atracadores– con una misión simple: pasar el rato.
Tenían derecho, igual que los demás atletas del mundo a los que el gobierno mexicano construyó hace medio siglo la Villa Olímpica, unidad residencial deportiva del Pedregal de San Ángel que incluía un cine hoy vivo con asientos impecables, una vieja marquesina y una barra para palomitas que ha sido cubierta con carteles de clásicos como Peluquero de Señoras.
Sus funciones gratuitas de miércoles a domingo resultan temerarias. Son tan raras que viajas a otra dimensión. Un día, por ejemplo, pasan la cinta colombiana Pura Sangre sobre traficantes de ese rojo líquido calentito, otro nos espantará el terror brasileño de As Nupcias de Drácula, o recibiremos el exótico humor australiano de Lieutenant Jangles.
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No es factor si a la sala entra una o 400 personas, dice la mente misteriosa que idea la programación, Diego Robleda: “Nos la jugamos con una cinematografía distinta y sin salida en México: no todo es Hollywood. Si pasáramos lo mismo que Cinemex traicionaríamos nuestro proyecto: el riesgo. Y lo que la gente ve aquí causa alegrías”.
Hoy causa alegrías, pero antes a-ler-gias. El público de Tlalpan que por décadas entró a gozar estrenos históricos como Melody (de 1971, con música de Bee Gees) o Parque Jurásico (1993), un día vio su cine vuelto templo. La Iglesia del Tercer Día lo ocupó, acondicionó para ceremonias y lo volvió su quinta sede nacional. Hubo periodicazos irritados: “Queremos saber cuál fue el instrumento jurídico mediante el cual se enajenó este espacio público y a cambio de qué se realizó”, se quejó en La Jornada algún cinéfilo. Al año y medio la alcaldía Tlalpan lo recuperó.
Un centenar de trabajadores restauró plafón, pisos, muros. Y en una bodega Jorge Fernández, director de la sala, halló vestigios de cine ancestral: tres proyectores de 16mm, Kodak y Kalart Víctor, que con unos pesos volverían a funcionar.
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En una repleta función de La Delgada Línea Amarilla reabrió en 2016 y desde entonces, con alianzas con festivales como Macabro o Segundas Vueltas, no para. Y ojo: “La gente puede traer comida, mientras se lleven su basura que se pasen pepitas, Boings, lo que quieran –dice Diego-. Es parte de la experiencia”. O sea, en este cine vecino del conjunto arqueológico cuicuilca El Palacio se disfruta hasta con el paladar, como los viejos tiempos de los que recuperó una reliquia: la matiné de domingo. “Tendremos buen camino si nos ocupan las infancias –confía el programador–. Y si sueño, me gustaría un proyector 35mm: esta sala se presta para la nostalgia”.
¿Cuál es su amenaza? La indiferencia. No es raro que Diego entre a cabina, apague las luces y proyecte en una sala con uno o dos espectadores. “Falta difusión, quiero que vengan viajeros de Metrobús, habitantes de Villa Olímpica. Si inicia la función y hay alguien, uno al menos, me tranquilizo”.
- ¿Y si no?–, le pregunto.
- Me desconcierto pero pienso: nos vamos a recuperar a la siguiente función–, aclara.
Esa filosofía necesita la vida (y también los pequeños cines).
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