El pasado 12 de julio atestiguamos, gracias a varios videos captados con celulares, cómo una parte del nuevo centro comercial Artz Pedregal se derrumbó. No hubo heridos solo porque la estructura fue desalojada cuando comenzó a crujir. Una sección de uno de los malls más fresas de la ciudad, en el cual se invirtieron aproximadamente 5 mil millones de pesos, y que aloja tiendas de las marcas más lujosas, se vino abajo sin explicación. El desplome volvió a encender los temas inmobiliarios que nos han indignado últimamente: rapacidad de constructoras, complicidad de autoridades, escasez de agua, nulo respeto por la opinión de las asociaciones vecinales y, principalmente, la exagerada aparición de centros comerciales en la actual década. Pero, al menos en este último punto, ¿no cargamos los ciudadanos con una parte de la responsabilidad?
Dos semanas y media después del desplome en Artz Pedregal, el Inegi publicó su más reciente edición del Módulo sobre eventos culturales (Modecult), un estudio que revela los hábitos de consumo de cultura entre las personas mayores de edad de las principales ciudades en México. De 2016 —cuando se realizó la encuesta por primera vez— a 2018, se redujo 6% la asistencia a eventos culturales. El 41.9% de la población urbana en el país no acudió a un solo evento cultural en 12 meses, y eso que el estudio incluía asistir al cine. Tres cuartas partes de los encuestados no vieron una obra de teatro en ese mismo periodo. No hay datos comparables sobre asistencia a malls, pero basta saber que vivimos en el país de Latinoamérica donde más nuevos centros comerciales se construyen. Tan solo en la zona metropolitana de la Ciudad de México hay ya más de seis millones de metros cuadrados de espacio en plazas comerciales.
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Pero esto tal vez no ocurriría, o al menos no a este ritmo, si nosotros, los habitantes, optáramos por otras alternativas de esparcimiento. Vivimos en una ciudad con más de 170 museos, con una oferta cultural extraordinaria, con hermosos barrios para caminar, como Coyoacán, San Ángel o el Centro Histórico, pero preferimos encerrarnos en moles gigantes que tienen los mismos cines, las mismas tiendas y los mismos restaurantes. La monotonía de nuestro tiempo libre es también culpable de la configuración de la ciudad. Si los centros comerciales han proliferado de esta manera es porque hay una clase media que ve en ellos un espacio seguro e interesante para realizar una actividad que le genera satisfacción: comprar.
Es cierto que los espacios verdes escasean en la ciudad, pero debemos aprovecharlos para evitar que sean destinados a más construcciones. Cómo olvidar que en 2010 se intentó levantar un edificio en el Parque Hundido. El Parque Bicentenario, quizá la mejor obra pública en la ciudad durante el sexenio de Felipe Calderón, dejó de ser administrado por Semarnat, y por los próximos 25 años será un privado el encargado de gestionar el lugar. La empresa ya ha dicho que rentará el espacio para eventos y se encargará de vender alimentos para hacerlo sustentable. ¿No debería esto ser pagado con nuestros impuestos?
Si la vida a la cual aspiramos consiste en comprar un departamento en un edificio nuevo, con un auto en la cochera, para ir en él de compras cada fin de semana a la plaza comercial de moda, cada día tendremos menos parques o sitios culturales, como el Foro Shakespeare —que dejará de ser un espacio para el teatro y se convertirá en un edificio habitacional—, y tendremos más “patios”, “paseos” y “oasis” de concreto y cristal.
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