Un bar cutre es más divertido que uno fresa. Siempre —o casi—. Esta afirmación está llena de prejuicios y adjetivos vagos, lo sé, pero es una forma fácil de describirlo. Es difícil definir qué es lo que hace que un bar cutre sea cutre (y un bar fresa, fresa), pero lo sabes cuando estás ahí y lo confirmas cuando llega la cuenta.
Si me preguntan en qué bar he pasado las mejores noches de mi vida, quizá diré que en El Río de la Plata, en el Centro, cuando la cerveza costaba once pesos y la rockola, cinco. Durante por lo menos una década fue la opción uno cada vez que alguien preguntaba: “¿A dónde vamos?”. Al principio porque era para lo que alcanzaba (borrachera barata, un clásico de la adolescencia). Después porque era lo que nos gustaba: botana abundante, ambiente encendido, rockola, música en vivo (a veces cantaba una señora que tocaba el teclado y otras era una banda que hacía covers de clásicos), servicio rápido, tortas decentes y, por supuesto, cerveza barata. Nos acalorábamos rapidísimo porque siempre estaba abarrotado (ya dije: ¡cerveza barata!). Había que llegar temprano porque si no, teníamos que esperar a que se desocupara una mesa y “convencer” al cadenero de que nos dejara pasar antes. Es feo, siempre está sucio —el piso es un eterna superficie densa y pegajosa— e ir al baño es un verdadero sufrimiento —era muy probable que te encuentres a alguien cogiendo o drogándose—. Este es el tipo de bar cutre que amo: barato, divertido, gloriosamente una porquería.
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Ya no necesito ir a un bar cutre solo porque me ofrece alcohol por poco dinero, pero la mayoría de las noches lo prefiero. Lo confirmé hace poco, cuando, después de unas horas en el nuevo Gin Gin de la Roma, nos fuimos a Mestizo para quitarnos la sensación de que nos asaltaron en el bar fresa (Gin Gin): cuenta carísima, cocteles dos tres, música malona, ambiente aburrido… (inserte emoji de eye roll). En cambio, en Mestizo la fiesta era nuestra. En serio, a las 4 de la mañana los necios desvelados que quedábamos nos hicimos amiguitos y controlamos la música y el baile a nuestro placer. Los tragos baratos, los dueños enfiestaron con nosotros, el calor se encerró y alguien cogió en el baño… pura diversión, nuestro bar nos respalda.
Hay distintos tipos —y niveles— de bares cutre. Los que son más tipo cantina/pulquería —como El Río de la Plata, su hermanito El Otro Río, La Malquerida, las chelerías ahora extintas de Regina…—, a los que vas a escuchar música y bailar —tipo UTA, La Cañita, Cingaro, Mestizo…—. Hay otros super hardcore en la Tabacalera, el Centro, la Doctores o la Guerrero donde encuentras de todo y no bonito —digamos, santería, sangre, golpes—. En esta ciudad, la ciudad que vive en un constante vaivén entre modernidad y decadencia, nada nunca es demasiado, nada nunca sorprende.
Es verdad, hay riesgo, en los bares cutres todo puede pasar: manoseos sin querer, ropa quemada por cigarrillos, tragos derramados, robos, insultos, pleitos, golpes, drogas en exceso, acoso y cosas peores. Los niveles de riesgo son muchos y lo sabemos los que decidimos salir de la seguridad de la cama para ir por un trago: la escena nocturna no solo es lo bonito de ser joven y feliz. Pero, por lo general, los recuerdos de una noche en un bar cutre son positivos, por eso seguimos yendo.
¿Qué hace a un bar cutre, cutre? Es barato, no necesitas ir bien vestido y te sientes cómodo, hay buena música —a veces la puedes elegir tú— y la gente siempre está dispuesta a hacer migas porque, al final: la fiesta somos todos.
¿Por qué lo amo? Puedo cantar a todo volumen “De donde vengo yo, la cosa no es fácil pero igual sobrevivimos” sin que nadie me vea mal, bailar hasta que me duela todo el cuerpo, emborracharme sin sentir que me robaron la cartera y porque en la madrugada, bajo la oscuridad, sobre el suelo pegajoso y junto al sudor del otro, todos somos iguales: jóvenes y no tan jóvenes, bugas y no tan bugas, artistas, estafadores, modelos… Y porque a veces necesito un poquito de riesgo.
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