La caravana migrante partió hace unas semanas de Chiapas hacia Estados Unidos. 165 niños migrantes en la CDMX intentan descansar antes de seguir el viaje
«Ya hice figuras de papel. ¿Te gusta el dibujo que estoy iluminando? Es de Monster Inc. Mira mi cara: ¡Soy un león!», dice emocionado Joel, un niño hondureño que viaja con su mamá con rumbo a Tijuana. Es uno de los 165 niños migrantes en la CDMX que integran en este momento el Viacrucis Migrante 2018 y que pernoctan desde el lunes 9 de abril en la Estancia del Peregrino, a un par de cuadras de la Basílica de Guadalupe.
Detrás del maquillaje de felino que cubre su rostro, Joel olvida que, igual que otros 708 guatemaltecos, salvadoreños, nicaragüenses y hondureños que conforman la caravana, él ha tenido que huir de un país donde reinan la violencia y la pobreza.
No ha sido un camino fácil: el cansancio, el hambre, el crimen organizado y hasta el abuso de las autoridades mexicanas se interponen entre ellos y el sueño americano. Por eso, los niños migrantes en la CDMX intentan recuperar un poco de inocencia. Hace dos años que David, un niño salvadoreño de 8 años que viaja con su tía, intentó llegar a los Estados Unidos, donde lo esperan sus papás. En cuanto entraron a México, fueron detenidos y llevados a un centro de detención para inmigrantes en Tapachula.
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«Fui con mi tía a una cárcel –le dice otro niño a una de las talleristas–. Tenía alambre con picos y barrotes. No me gustaba la comida, sabía feo; sí comía, pero nada más un día. Luego en la noche no y en la mañana, tampoco».
Seis mesas fijas de cemento del área de comedor están llenas de papel de colores, brillantina, hojas con trazos que definen a personajes de caricatura listos para ser iluminados, lápices de colores, limpiapipas de tonos encendidos que se convierten en flores luego de torcerlos por aquí y por allá. En la entrada de los dormitorios, dos bucaneros saltan sobre un barco pirata inflable: el derecho a jugar y a imaginarse distintos se apodera de ellos.
De acuerdo con declaraciones ofrecidas por Irineo Mújica, director de la organización Pueblos sin Fronteras y coordinador del Viacrucis Migrante, aproximadamente 300 menores, de entre un mes y 12 años de edad, iniciaron el viaje el 26 de marzo desde Tapachula, Chiapas. En menos de tres semanas, las familias se han dispersado, algo que suele ocurrir en el paso de los migrantes por México, pero que ahora se ha agravado debido a las amenazas lanzadas por Donald Trump de armar el cruce fronterizo. Muchos desisten, muchos deciden esperar un poco más de tiempo en los albergues para migrantes, para recuperar fuerzas. Por eso, de los 300 niños que salieron de Chiapas, de acuerdo a los datos de la delegación Gustavo A. Madero, sólo 165 niños migrantes dormían en la Estancia del Peregrino la semana pasada.
«Hay juegos didácticos, hay atención psicológica, toda la atención la están haciendo a través de juegos –comenta Arturo Salas, administrador de la Estancia del Peregrino–. Así, algunas dependencias del gobierno central, como Sederec (Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades) o Iasis (Instituto de Asistencia en Integración Social), se coordinan con la delegación para ofrecer alimentos, atención psicológica y servicios de salud a los niños migrantes en la CDMX».
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«¡El diablito! ¡El mundo! ¡El sol!». Julia Hernández Romero, responsable de uno de los centros familiares del DIF Ciudad de México, va de un lado a otro. A veces canta las cartas del juego, en otras ocasiones pone actividades a los niños que llegan. «¡Lotería!», dice tímidamente un muchacho, su voz apenas se escucha entre la veintena de adolescentes y niños que juegan. «¡Él es el ganador! Démosle un aplauso. A los demás, como perdieron, les toca bailar». Los jugadores ríen. Se miran entre sí, apenados: «Tú que dices que sabes perrear», bromea un joven de unos 15 años con otro. «Qué baile, que baile», gritan a coro los niños. Nadie baila, todos ríen.
«En las actividades se refleja la personalidad y los estragos de lo que están viviendo en este momento –cuenta Julia Hernández Romero,
–. Algunos niños son muy aprensivos, otros llegan demasiado retraídos. Si nosotros detectamos en las actividades lúdicas alguna situación en específico con los niños, que sea sobresaliente del resto, pedimos a la psicóloga que se acerque con él o con ella y platique con ellos y con su familia».
Dominic, un niño que se mostraba introvertido en extremo, se acerca para hacer una petición: «¿Me dejas tomar una foto con tu cámara?». Le doy el aparato y se lo cuelgo al cuello. Le enseño qué botones apretar. Me hace un retrato, también dispara a otro de sus compañeros de juegos. Su timidez desaparece. Cuenta que se levantó temprano para ir a los talleres y jugar más tiempo. «Voy con mi mamá a casa de mi tía, en Estados Unidos».
Quizá algún día Dominic sepa que él y los otros 165 niños migrantes en la CDMX son parte de 28 millones de niños en todo el mundo que también han sido víctimas de desplazamiento forzoso a causa de la violencia y la guerra. Por lo pronto, aunque él todavía no lo ve así, se aferra con todas sus fuerzas a su derecho a ser niño, a jugar, a imaginar que es un pirata o un goleador estrella.