Pese a la mala suerte de La Máquina, comentaristas, goleadores, trabajadores y aficionados, todos coinciden: el Estadio Azul merece una despedida digna.
El estadio de la colonia Ciudad de los Deportes fue como un diván para los aficionados del Cruz Azul. Cada semestre y desde hace dos décadas, se dieron cita aquí para conjurar sus traumas e intentar convencerse a sí mismos: “esta temporada es la buena”, rezan casi sabiendo que es en vano. El equipo cementero vive de glorias pasadas ocurridas, casi todas, hace casi cinco décadas. Pero todo eso importa poco: el corazón celeste puede más que cualquier razón.
En los altavoces de este lugar nunca sonó “We Are The Champions” como melodía de victoria. Desde su inauguración en 1946, ningún equipo de futbol que haya jugado de local salió campeón del Estadio Azul. Ni uno solo.
Esta tarde, 3 de marzo de 2018, Luis Franco surte de cerveza a los espectadores sedientos de victoria. Lleva 48 años con este trabajo. Dice que prefiere trabajar los domingos en la Plaza México, pues ahí la gente no se marcha a medio evento. Dice también que las limpias que le han hecho al césped y a las tribunas para conjurar cualquier maldición o brujería no han servido para nada. Y quizás sea cierto: hoy el Azul perderá 1-0 contra los Gallos Blancos de Querétaro. Los fanáticos celestes apilan más vasos de cerveza que triunfos de su equipo durante su campaña de despedida.
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La condena ha llegado hasta un extremo. Después del sábado 21 de abril —cuando la Máquina Cementera libra su último partido— el estadio de futbol más antiguo de Ciudad de México entrará en la cuenta regresiva para desaparecer. En espera de su demolición —que dará pie a una plaza comercial, tal como sucedió con el Toreo de Cuatro Caminos— el recinto se ocupará para otros espectáculos deportivos y algunos conciertos, pero nunca más será la casa del Cruz Azul, de la Máquina.
El combustible de la Máquina
En el Salón de la Fama del Cruz Azul, dentro de sus instalaciones en La Noria, Xochimilco, existe el Muro de los Celestes: un repaso por los apellidos de todas las plantillas que portaron los colores celestes hasta la fecha. Desde su último campeonato conseguido en 1997, el Cruz Azul ha contratado refuerzos como nadie: más de 250 jugadores y contando.
Cambiar de piernas a media temporada ha generado cierta tolerancia entre los parroquianos del Azul: una buena dosis de desesperación y esperanza, esa que parece ser la gasolina que alimenta los motores del equipo. Nunca es suficiente para un equipo que comienza cada torneo con la presión de un motor sobrecalentado.
La selección mexicana comparte un destino similar al del Cruz Azul: siempre se espera más de ellos de lo que realmente sucede. En Balón dividido, Juan Villoro asegura que como muchas veces nuestros héroes van a dar al abismo, preferimos seguirlos de lejos. Por muchos momentos, el nivel de pertenencia del aficionado cementero se limita al tormento como combustible de vida y razón de perseverancia.
Hoy, los aficionados del Azul saben cómo reaccionar cuando le meten gol a su equipo: usan los abanicos que reparten en los accesos a la tribuna para protegerse del agua tibia que cae desde el cielo. La decepción constante los tiene bien entrenados. Hace todavía no mucho tiempo, ninguna tormenta impedía que los aficionados se movieran de sus asientos; hoy las banderas ya no ondean, los conejos de peluche apenas y se venden. Las playeras del “Superman” Marín están cada vez más descoloridas por la indiferencia. Es cada vez más difícil ver el Estadio Azul a butacas llenas. La Máquina ha perdido potencia.
La despedida del Estadio Azul
Christian Martinoli se caracteriza por narrar y comentar partidos de manera frontal. Sin autocensuras. Por más de 15 años —2000-2016— fue testigo de la maldición; su voz rápida, ligeramente aguda, narró los partidos del Azul y señaló sus vicios sin temor.
Hoy es viernes por la noche. Estamos sentados en un restaurante muy cerca de TV Azteca —su sede de trabajo— y Martinoli recuerda los viejos tiempos, cuando él no era todavía un comentarista tan reconocido y de su casa en la calle Patricio Sáenz podía llegar caminando al Estadio Azul. Entonces los partidos contra el América eran tan apasionantes que él tenía que dirigirse a la unidad de transmisión hasta con tres horas de anticipación para no cruzarse con los hinchas de las águilas que se amotinaban en las escaleras del Suburbia Insurgentes. Pocos partidos acumulaban tanto raiting.
Escucharlo hablar es revivir historias del Cruz Azul contemporáneo una temporada tras otra. Pese al cansancio acumulado de todo un día de trabajo, su voz es vertiginosa. Recuerda cómo Jorge Campos fue campeón con el equipo —gracias al penal que provocó una patada del portero Ángel Comizzo a Carlos Hermosillo— pero jugó un solo partido de local.
El rival era el América. Se disputaba la última jornada del campeonato:
—El Conejo Pérez le cede la portería y Campos se come un disparo de Leo Rodríguez. Pierden con ese gol —narra entre bocados de ensalada y sorbos de agua mineral—. Al final, Campos espera un regaño en los vestidores: perder con el mayor rival en casa es imperdonable. Pero el director técnico, Luis Fernando Tena, está festejando: con ese marcador evitaban al América en la Liguilla. En la final de 1997 terminan con el campeonato: 17 años después de su último título. Un solo campeonato en 38 años. Esta anécdota marca lo que es hoy el Cruz Azul: un equipo timorato que celebra no verse la cara con uno de sus cocos en cuartos de final.
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Martinoli solía transmitir los partidos de la Máquina desde el palco número 5, siempre inclinado hacia la portería norte del estadio, entre el área grande y el segundo cuarto de la cancha. Su afición por el Toluca está cantada pero, después de todos esos años de goles gritados como propios, Martinoli nunca se encariñó con el Cruz Azul: «Me es difícil localizar algo positivo después de sus resultados», remata.
Su crítica era tan franca que, en algún momento —cuenta—, la directiva del equipo marcó al canal para solicitar que no acudiera más a los partidos: atribuían las derrotas del Azul a su mala voluntad.
Pese a todo, a Martinoli le apena que el estadio tenga que marcharse. El comentarista solía atenderse en un consultorio dental ubicado en el séptimo piso de la calle de Indiana, en uno de esos edificios que se asoman a la cancha del inmueble. Todavía hoy le recuerda al Wrigley Field de Chicago, un recinto rodeado de viviendas, construcciones de varios pisos y décadas de maldición acumuladas.
Un ambiente fúnebre
La policía capitalina monta un operativo de seguridad como si se alistara para recibir una horda de hooligans. La máxima preocupación es la barra Sangre Azul: los aficionados cementeros con síntomas argentinos que, alicaídos y disminuidos, tienen prohibida la entrada y no parecen representar hoy una amenaza. Hoy sólo quieren cantar. Hace tiempo que el Cruz Azul dejó de ser un equipo combativo para convertirse en un equipo familiar donde padres e hijos se reúnen para llorar. «Somos los que somos», dice un aficionado a minutos de comenzar el penúltimo partido antes del adiós.
Cada partido que la máquina juega en el Azul, el rugido tremebundo de una locomotora intenta animar a sus once jugadores en el césped: surge de un mecanismo que combina cornetas y baterías de carro, operado sin falta por Gabino Gutiérrez, miembro de uno de las porras más añejas del Cruz Azul. Se supone que ese sonido sea un estruendo capaz de asustar al rival pero esta tarde, 7 de abril, el ritmo reumático de la máquina cementera no alcanza a cubrir el ambiente de funeral que se respira en la contienda contra Los Lobos BUAP.
A las faldas del estadio la verbena parece más animada que en su interior. En Las Cebollas, los taqueros surten a un ritmo bien engranado; forrados de playeras del azul bien ajustadas por el sudor que arrebata la plancha. La caguama es el refresco de las masas y Jaime Lozano —un jugador de buenas tardes con el Azul— se toma selfies con aficionados de buena memoria.
La colonia Ciudad de los Deportes también presume del Villamelón: taquería donde cruzazulinos y aficionados taurinos estallan sus alegrías en un taco campechano costeño y ahogan sus penas en aceite de longaniza. Las cruzadas cementeras por tierras argentinas y la cantidad de pamperos que pasaron por el equipo nos acostumbraron a los choripanes ubicados entre la puerta 13 y la fachada de la Plaza México que se encuentra con la calle de Carolina. La vendimia se mudará a otros estadios de la ciudad; varios vecinos por fin descansarán del tumulto y las calles cerradas.
Todos los jueves un mercado sobre ruedas toma casi la mitad del contorno del Estadio Azul. Camiones y redilas se amotinan de Maximino Ávila Camacho a Holbein. Las lonas color rosa de los puestos se imponen ante el blanquiazul desgastado de los muros que apenas se asoman. Aquí, la playera del Cruz Azul cada vez se vende más barata: «Ya se va de aquí», dice uno de los vendedores.
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En una nota esquinera publicada en El Universal, en febrero de 1946, se presumía el diseño de la Ciudad de los Deportes como «la realización del sueño de todo mexicano que desearía ver en este país los monumentos más grandiosos por su belleza y utilidad». Se trataba de un complejo con presunciones de progreso que fantaseó con transformar una zona de viejas haciendas y fábricas ladrilleras en un velódromo, en un parque olímpico y, por supuesto, en la Plaza México. Hoy, la colonia Ciudad de los Deportes no rebasa las 25 manzanas de extensión.
En su momento, Miguel Ángel Mancera ofreció terrenos en Iztapalapa para construir desde cero una nueva fortaleza celeste. En redes sociales, corrieron bromas para inocentes que contaban que su nueva casa sería la Magdalena Mixhuca, en el terreno donde suele montarse el Circo Atayde. Los vecinos se opusieron a la construcción de un nuevo estadio cerca del Velódromo por cuestiones de caos vial. Se pensó también en Lechería y el Parque Ecológico Cuitláhuac. Se habló de techar y modernizar sus cimientos. Al final, Guillermo Álvarez y la directiva cementera decidieron que Cruz Azul hiciera maletas con rumbo al Estadio Azteca.
El último goleador
Basta escribir “aficionados del Cruz Azul llorando” en Youtube para ver más de 12 mil reacciones de impotencia. Si Homero Simpson puso de moda el ‘hacer un Homero’ como forma de triunfo a pesar de la idiotez, Cruz Azul forjó el término cruzazulear como representación del fracaso insólito. Las supersticiones ofrecen las explicaciones fáciles: por más que intenten pisar la cancha con el pie derecho, los azules siempre saltan al juego por el túnel izquierdo del estadio. No queda más que encomendarse al Niño Dios con la playera del equipo recostado a la entrada de los vestidores.
La mala suerte del equipo también puede ser vista como un símbolo de hospitalidad: el Estadio Azul hace sentir a los equipos visitantes en confianza, como invitados de lujo, con la victoria casi asegurada. Pero no siempre fue así.
—Enfrentar al Cruz Azul en su cancha era realmente jodido: un equipo que asfixiaba a sus rivales y los metía en su portería. Hubo tardes en las que el rival se encontraba con la fortuna del empate. Una lástima que no se registren más esos vértigos en su cancha porque es un equipo que lo tiene todo.
Quien habla es Emmanuel “Tito” Villa: el último campeón de goleo celeste. 12 de los 17 goles de su título de goleo en el Apertura 2009 fueron en este estadio. Aunque acaba de anunciar su retiro a mediados de abril de este 2018, luego de finalizar temporada con el Celaya, dice que le apena la situación del Estadio Azul donde transcurrieron varias de sus mejores tardes.
Muchas veces, desde la ventanilla de un avión que comenzaba a aterrizar en la ciudad, le maravilló la estampa del Estadio Azul vista desde las alturas. Pero ni las alturas ni la gloria de los campeonatos ganados, ni los casi 70 goles que anotó como celeste, evitaron su expulsión del cielo azul.
—La nostalgia se adquiere desde el día que partes de un lugar —dice Tito vía telefónica, con su acento argentino bien marcado, su voz rápida—. Cuando adoptas y te acostumbras a una casa. Cuando como jugador visitante vuelves a un estadio, recuerdas todos esos lindos momentos. Me acuerdo de esas escaleras interminables que te llevaban a los vestidores. Yo ahora imagino a los aficionados más jóvenes que han pasado buena parte de su vida en el Estadio Azul. Porque los jugadores estamos de pasada, pero la gente siempre está. Ellos son los que sufren, los que gozan, los que sufren más.
El Estadio Azul se prepara ya para su larga despedida. Tal vez algún día regresen los años legendarios que inspiraron al cronista Ángel Fernández a bautizar al equipo que nació en una cementera de Hidalgo como la Máquina Celeste. Mientras tanto, los aficionados celestes añoran una casa propia al tiempo que festejan campeonatos en la PlayStation, en espera de que el maleficio que cae sobre ellos por fin se rompa.
La caída del telón
Los miembros de la barra Sangre Azul corean un cántico a ritmo de lambada. La puerta 7 mira por última vez cómo sus hijos convocan un título que les ha sido prohibido. Esperarán en otro lado. Hoy, 21 de abril, el Estadio Azul se despide del futbol, contagiado de una manifestación de pañuelos blancos que ondean por cada rincón de las gradas, como si compartiera suelo con su hermana Plaza México.
Entre la multitud camina Felipe de Jesús, el único vendedor de merengues del estadio. Probará suerte en otras arenas, tal como los vendedores de chicharrones que circulan entre filas. La voz del estadio se despide bajo los recuerdos de los jugadores que dejaron huella en el campo. La plantilla cementera trota una vuelta olímpica que no corona a ningún campeón. El último rastro de los aficionados en este estadio serán las colillas de cigarro y el confeti azul, blanco y rojo de un festejo con señas de tristeza y posibilidades de redención en otro templo.
Don Rodolfo, el jardinero del estadio, regresará a trabajar el día siguiente. Trazará la anchura de un campo de futbol americano. Las líneas del área grande del partido de hoy se desvanecerán el domingo entre las yardas y rótulos de los equipos que se disputarán otro trofeo: el Tazón México. El domingo 22, “Another one bites the dust” sonará entre las gradas, como sentencia de lo que le espera al inmueble.
María de Jesús Real García Figueroa, cronista oficial de la delegación Benito Juárez, recuerda que parte de la película Juventud sin Dios (1962) se filmó en el en el estadio más viejo de la delegación Benito Juárez. Se trata de una cinta que narra la hazañas del Padre Lambert J. Dehner como entrenador en jefe de los burros blancos del Politécnico Nacional. Buen chance para recordar que el primer partido oficial de la Ciudad de los Deportes se luchó entre Pumas de la UNAM y Aguiluchos del Heroico Colegio Militar.
Polvo somos. Del Estadio Azul quedará poco. Sus gradas sucumbirán ante un nuevo espacio de consumo masivo en una de las cuatro delegaciones capitalinas con mayor cantidad de centros comerciales. Quedará la memoria. Los goles y las lágrimas que hoy corren por los rostros de los aficionados.