Si llegaras a tener una discapacidad, una enfermedad grave o crónica, o cuando seas mayor, ¿quién quieres que te cuide?
La mayoría contesta que quiere estar al cuidado de un ser querido. No queremos que cualquiera nos cambie la ropa, nos alimente, nos haga curaciones, nos acompañe en la noche. El nivel de intimidad es enorme, y nos parecen cruciales la privacidad y el cuidado de la dignidad también. Pero recibir cuidados de calidad implica –para quien los proporciona– inversión de tiempo, espacio mental y emocional suficientes, capacidad económica o la posibilidad de ser remunerada la actividad porque, si no, sabemos que son probables los escenarios del cansancio, el hartazgo, la negligencia y hasta el maltrato. Y pensar en todo esto no es fácil.
No queremos vernos en ninguno de los extremos: cuidar o recibir cuidados en definitiva es un tema delicado; es motivo de peleas familiares, de posturas individuales que pueden ser leídas como egoístas o al contrario heroicas. Turnarse para atender a un pariente enfermo, o asumir el cuidado de las personas dependientes, y conciliar esto con la vida laboral es aún más difícil. Podría apelarse al derecho a no cuidar pero esto es muy mal visto, muy mal. O no, depende.
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Un hombre puede argumentar con mayor facilidad que trabaja, que regresa cansado de su jornada, que su aportación es económica, que no sabe cuidar, que lo haría mal. Una mujer en México, en América Latina, en cualquier parte del mundo, no. Ella, al contrario –se asume– sabe hacerlo, debe estar dispuesta y disponible para ello porque de lo contrario es una desentendida, más aún si se trata de sus hijas e hijos.
Hubo que esperar a los años ochenta del siglo XX para que la filosofía erradicara definitivamente al cuidado del ámbito moral y dejara de definirlo como una característica intrínseca del sexo femenino. Carol Gilligan, filósofa, feminista, fue quien definió los cuidados como una actividad realizable por cualquier ser humano, por más obvio que ahora parezca. Y aún así los cuidados se asignan a las mujeres, y hay contextos en los que estas actividades son las que las empoderan y les dan un estatus social.
Además, cuidar no sólo es una actividad sino que es un trabajo que, ya establecimos, es de tiempo completo aunque le falten horas al día para hacerlo. Asegurar el bienestar de las personas –su alimentación, su higiene, su salud, su desarrollo– requiere fuerza física y conocimientos, recursos materiales y simbólicos, experiencia, como en cualquier otro trabajo. Todas y todos lo valoramos, al menos cuando nos toca realizarlo, pero no hay consenso en la remuneración que debería corresponderle. Más exactamente, se considera que el cuidado es un trabajo que debería ser gratificante para quien lo realiza, y que por lo tanto debería ser gratuito. Y cuando hay que pagar por estas actividades, se las paga mal. Se prefiere regatear las tarifas de las personas cuidadoras antes que los precios de los medicamentos. Se considera más un “abuso” el que la cuidadora quiera cobrar horas extras, que tenerla cuidando más de ocho horas seguidas. Se ha argumentado, en foros públicos, en dictámenes de jurisprudencia, que esta actividad no debería ser considerada como un trabajo formal debido a que la naturaleza del trabajo de cuidados es “especial”.
Podría decirse que mientras los cuidados son apreciados por la gran mayoría, el trabajo de cuidados casi nunca es valorado en su justa dimensión. Es un trabajo invisible. La manera como este se distribuye es en la forma de una extensa y compleja red de mujeres (en su enorme mayoría) que se reparten la gran tarea de sostener al conjunto social.
Oxfam México presentó el pasado 9 de junio el informe Sostener la vida. Las redes de cuidado en México. En este se expone cómo se configuran dichas redes de mujeres que se encargan, se sustituyen y se apoyan en el cuidado de los hogares mexicanos. Por cada mujer que debe cuidar un hogar, hay otra que la sustituye en el suyo. Por cada mujer que tiene una ocupación distinta al cuidado, hay otra que la reemplaza en esta labor. Son abuelas, sobrinas, hermanas, cuñadas, empleadas de confianza, vecinas las que se aseguran que todos los demás puedan trabajar sin preocuparse de llenar la despensa, lavar, curar a enfermos, cuidar a menores y mayores.
El INEGI calcula que el valor económico de los cuidados es de 6.4 billones de pesos en 2020. 6.4 billones de pesos es el subsidio de todas estas mujeres a la economía nacional. Ese es el equivalente a precios de mercado de los cuidados, monetariamente, y con las tarifas que ya sabemos (como los bajos salarios promedio de las trabajadoras del hogar).
Cuando el mercado toma en manos el asunto, la oferta de cuidados se vuelve al contrario incosteable para una gran parte de la población. Allí la hipocresía con la que valoramos el cuidado: si es directo es gratuito, si es privado es carísimo pero mal pagado.
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El Estado mexicano ofrece también servicios de cuidados, pero no es ningún secreto que no hay suficientes guarderías, casas de retiro, centros para personas con discapacidad, y que estos servicios no llegan a toda la población. El informe además revela que la población acude a ellos cuando ya enfrenta una crisis de cuidados, cuando “no hay de otra”. De nuevo, no sólo es porque se desconfía de la calidad de los servicios, el costo que implica acceder a estos, y la asimetría entre su oferta y demanda, sino que hay una genuina resistencia cultural y simbólica a descargar a las mujeres de esta labor.
Así que Oxfam México acompañó su participación académica, en la Conferencia Latinoamericana y del Caribe de Ciencias Sociales (CLACSO), de actividades artísticas orientadas a sensibilizar a las personas asistentes en lo que a cuidados se refiere.
Si llegaras a tener una discapacidad, una enfermedad grave o crónica, o cuando seas mayor, ¿quién quieres que te cuide?, fue la pregunta que se hizo a quienes visitaron “La feria de las alianzas en el trabajo” en CLACSO 2022, en Ciudad Universitaria al iniciar el mes de junio. Juliana y Carla Faesler y La Máquina de Teatro estuvieron a cargo de la producción, montaje y actuación de esta propuesta de arte participativo que confrontó a su audiencia con escenarios sencillos de cuidado: tener que caminar en un piso blanco recién trapeado, hacer una cama en tiempo cronometrado, y con preguntas igualmente sencillas como ¿quién hizo tu cama cuando eras niño/a? Y quienes participaron salieron conmovidas y conmovidos. Algunas personas incluso enojadas. No es para menos. Puede que tengamos conciencia de los cuidados que hemos recibido, pero que nos resulten invisibles las personas que nos han cuidado. Pensar en los cuidados nos obliga a pensar en quien los realiza.
El estereotipo de la persona cuidadora no remunerada (“la señora”, “la suegra”, “la mamá”, “el mandilón”) es uno ambivalente e injusto. Si su entrega es incondicional, es “luchona” o es invisible. Si, al contrario, pide reconocimiento y apoyo, “se queja”. Cuántas veces no nos hemos topado con el arquetipo del ama de casa “enojona”, “quejumbrosa”, “amargada” que lo único que reclama es algo de tiempo para sí y el respeto de su trabajo. Nuestra cultura castiga de esta manera la visibilización del trabajo de cuidados: la califica como “quejido” cuando es incómoda, o la enarbola como virtud de sólo algunas personas. El cambio cultural por lo tanto radica en lograr que el cuidado sea una actividad visible, valorada y compartida.
Todas y todos tenemos derecho a ser cuidados y a cuidar –con dignidad, con recursos, con una red de apoyo que sea visible, institucional, que involucre a centros de trabajo y empresas, y que no descanse injustamente en personas cuyos derechos violamos a diario al delegarles la tarea de cuidarnos a costa de su tiempo libre, su desarrollo profesional y personal– sólo que, para lograrlo, debemos entrarle parejo y entender que la verdadera revolución será solidaria o no será.