Hay noches que sólo cobran sentido por la música. Pienso eso mientras veo a Zumi Rosow gritarle al micrófono y dejarse caer sobre sus rodillas, empapada en sudor: cierra sus ojos —los aprieta como dos puños— mientras rasga su voz en un verso (“does he hold you like I hold you?”) que no, no tiene nada de increíble, nada de nuevo; es sólo un verso adolescente más (“will he ever bow down and die?”), algo sobre amor o sobre la posibilidad de morir ahora mismo.
Pero Zumi se contonea en el escenario, aprieta sus ojos con furia y a su grito lo envuelve el rasgueo desesperado de dos guitarras, el golpeteo primitivo de los tambores y, de pronto, por alguna razón, todo cobra sentido.
¿Te acuerdas? Fue hace más de 10 años cuando descubrimos a los Black Lips. Ninguno de nosotros tenía más de 20, la Ciudad de México era todavía el Distrito Federal y la fiebre de conciertos y festivales de música aún no reventaba como ahora.
Solíamos colarnos a las fiestas y a las tocadas sin boleto, robar cerveza de la barra, mentar madres del mundo; los Black Lips, estas guitarras rancias, ese punk que ya en esos días nos sonaba a nostalgia y a cerveza caliente, encabezaban siempre nuestras fiestas y borracheras, nuestra rabiosa inocencia.
Aquí estamos otra vez, escuchando a Cole Alexander y a Jack Hines cantar otra de esas canciones lúgubres y salvajes (“Oh Katrina why you gotta be mean? You broke my heart way down in New Orleans”), reconociendo las pistas del nuevo disco y es cierto: en el Salón Covadonga hay camisas floreadas por todos lados, blusas de diseñador, lentes de pasta de carey, bigotes engominados, muchachas que presumen tatuajes de los Thundercats y maquillaje a lo Siouxie; además de la publicidad luminosa, enorme e invasiva y ese tendedero cutre donde cuelgan playeras con el logo de una marca: todo eso que aprendimos a odiar minuciosamente.
Pero también hay pupilas dilatadas y vasos de cerveza volando por los aires, viejos amigos que aparecen de pronto y el bajo de Jared Swilley que comienza a acelerarse (“lick butter goes with keef, into the cocoa leaf”). Por eso algunos bailan y saltan como epilépticos al centro de la pista, cada vez más, hasta que comienzan a chocar entre sí en un tímido slam que, poco a poco, se extiende por todo el salón hasta recordarnos que nada de eso importa, que estamos aquí por otras razones.
Porque la música puede darle sentido a cualquier noche. Zumi Rosow sigue desgañitándose en el suelo, preguntándonos si alguien más nos abrazaría con tanta fuerza, si alguien más podría morir así por nosotros. Algo en su voz, algo en su manera de empuñar el micrófono y deshacerse la garganta, nos hace entender que lo dice en serio.