Había visto a Martha Domínguez, compañera de su hermana en el Colegio Oxford, cuando ella era «la niña bien, la aplicadita de la escuela».
—¿Y luego?
—La volví a ver cuando mi hermana cumplió quince años y allí, casi casi, dije: «con esta niña me caso».
El noviazgo se prolongó un lustro. Se casó con 23 años, dos más que ella. A los nueve meses y tres días de la boda nació Manuel, cirujano plástico del Hospital Ángeles del Pedregal. Después vinieron Javier, arquitecto; Enrique, directivo del Banco Santander Mexicano y Jorge, abogado y socio del reconocido buffet González Calvillo.
El matrimonio Mondragón Domínguez, que acaba de celebrar sus Bodas de Oro, tiene ya una docena de nietos. «La esposa del doctor es una especie de primera dama —dice Miguel Bustos, amigo de Mondragón desde hace 35 años—: le gustan las obras sociales». Administradora de empresas, Martha ha sido parte de varios grupos de Damas Voluntarias, como el de la Cruz Roja.
Los 22 miembros de la familia Mondragón (abuelos, hijos, nueras y nietos) han decidido vivir juntos en un mismo condominio cerca de CU (le va a los Pumas), con los dos perros labrador del secretario y un ave exótica con toda la pinta de una guacamaya.
No tienen capacidad
Mondragón aceptó ir a una exhibición en Las Águilas de un conocido de su padre que había sufrido en carne propia los ataques aliados en Osaka. Su nombre: Nobuyoshi Murata, gerente de exportación de los Laboratorios Takeda de México. Ese 31 de enero de 1959, el japonés de 27 años haría una demostración para inaugurar el club de la Asociación Mexicano-Japonesa de un arte marcial desconocido para los mexicanos: el karate. Al concluir el evento, Manuel —entonces estudiante de medicina de 23 años— y otros dos asistentes, Carlos Vila y Juan Jorge Farías, se acercaron a pedir a aquel cinta negra que les enseñara su disciplina. El sensei no aceptó, pese a que los jóvenes insistieron durante tres meses. El maestro les explicaba que, si bien con el tiempo aprenderían la técnica, los mexicanos no podrían integrar al deporte lo que los karatecas llaman Dō, un complejo cuerpo de conocimientos y tradiciones éticas. «Se comportó como samurai —recuerda Mondragón—. Decía: “No, ustedes no tienen capacidad de entender eso”».
Tras los ruegos, al borde del hartazgo, Murata aceptó.
El ingeniero Mondragón brindó a su hijo y a una decena de jóvenes más un departamento de su propiedad en la calle Nuevo León, en la Condesa, para que fuese su espacio de entrenamiento. «Mondragón (hijo) dio facilidades económicas para traer el karate al país», dice el profesor Ángel Márquez, miembro de aquel grupo y fundador de Toyama México Karate-Do, hoy un imperio de enseñanza de ese arte marcial en México, Estados Unidos y Bolivia. La iniciativa de Mondragón y sus amigos se convirtió pronto en una exitosa escuela. y el deporte empezó a practicarse en las grandes ciudades. Mondragón y sus socios decidieron que los interesados en entrar a la escuela presentaran un certificado de no antecedentes penales, para luego someterse a exámenes psicológicos. «Todo ello para que nadie lo empleara mal», dice el sensei Miguel Bustos, también miembro de ese grupo. «Elegíamos profesionistas con cultura y buenos contactos que no usarían el karate para dañar», añade su amigo Farías.
Para reglamentar las prácticas, crearon la Federación Mexicana de Karate-Do y Artes Marciales Afines A.C. (Femeka). «Queríamos federar nuestro arte marcial porque cada quien lo manejaba como quería», añade Márquez. El nuevo reglamento defendido por Mondragón incluía una norma controvertida: el karate quedaba prohibido para mujeres y niños. «Yo no estaba de acuerdo con eso», advierte Márquez.
Mondragón creció como karateca en dos técnicas: Shito-ryu, que enfatiza la defensa personal, y Shotokan, que recurre a la fuerza más que al virtuosismo en los movimientos. «Con un golpe te tumba», precisa Bustos. El propio Mondragón, cinta negra séptimo dan, reconoce sus aptitudes: «El karate me dio mucha reciedumbre». Pero los golpes y el desgaste se la han cobrado: suma media docena de operaciones en las piernas, la nariz, las rodillas y las manos, en las que ahora, durante la entrevista, me detengo: al moverlas, queda al descubierto otra señal de una cierta hombría que disfruta ostentar: un enorme y brillante reloj dorado de gruesa carátula.