Uno de los alumnos de Mario me confía algo que su maestro le contó un día de noviembre de 2003: varios hombres a bordo de un Ford Galaxy blanco pasaron a su lado y le dijeron: «Te vamos a matar.»
Mario previó que algo iba a pasar; no sabía cuándo. La gente lo veía nervioso.
En su departamento de Santiago Miltepec, una colonia austera bajo unos cerros, se dedicó a ver caricaturas. Avelino Gutiérrez, amigo argentino que vivió con Mario en sus últimos días, lo recuerda viendo Tom y Jerry en la televisión, preocupado y agarrándose la cabeza por agudos dolores.
«Marito era un muchacho muy alegre, pero se volvió otro días antes de que lo mataran», me cuenta Avelino en un café de Neuquén, a donde volvió lleno de miedo cinco días después del deceso.
Al ver así a su amigo, Avelino lo encaró. Mario adujo que el radiólogo Serrano Almudí, papá de su alumno, le había detectado una «arteria tapada de la cabeza». «Cuando Mario murió se lo pregunté (a Serrano) y me comentó que ni siquiera lo había atendido», dice Avelino.