“¿Ya viste esta foto?” me dijo un amigo por inbox. Apenas la vi y una sensación me latigueó la espina dorsal. En ella se veían un hombre de edad madura y a una mujer, sentados frente a frente, charlando en un lugar público. Junto al hombre se veía el cartel “escucho historias de amor gratis”. Y de inmediato me dieron unas ganas tremendas de intentarlo. Había visto en diferentes puntos de la ciudad personas ofreciendo abrazos gratis pero, ¿escuchar sus historias de amor? Eso iba algunos pasos más allá.
Lo primero que hice fue comprar dos banquitos plegables que fueran cómodos. Los encontré más baratos de lo que esperaba, lo que me comprobó que cuando hay buenas intenciones, el universo se alinea para que las cosas fluyan. Lo siguiente fue comprar un pizarrón para poner el letrero. Tomé mi fiel paraguas amarillo por aquello del clima delirante del DF y me lancé al Palacio de Bellas Artes a iniciar el experimento.
Día 1: “¿Y de verdad es gratis?”
Puse mis banquitos, mi pizarrón, abrí mi paraguas y me senté a esperar. Corrían los minutos y nadie se acercaba. La gente pasaba, algunos me veían con curiosidad, otros con recelo, algunos más leían el letrero en voz alta o tomaban fotos. Comenzaba a sentirme ridículo. En una ciudad como ésta, donde todo es correr, cuidarse la espalda, donde nada es gratis, ¿por qué sentarte frente a un tipo con tatuajes a contarle tu historia de amor?
Minutos después, una chica se acercó. Me preguntó si podía sentarse a contarme algo. Le dije que sí. “¿Y de verdad es gratis, o eres como esos que dan rosas y luego te las cobran?”. Le contesté que no iba a cobrarle nada, sólo tenía que cumplir una condición: ser totalmente honesta consigo misma y regalarme unas palabras al final de la charla, para lo que puse una libretita en sus manos y una pluma. Me contó su historia y sus ojos se llenaron de lágrimas. Entonces entendí la magia de sentirse escuchado, sin temor a juicios, exorcizando un trozo de dolor del alma, ahí donde se enquistan los miedos y las pesadillas.
Me escribió en la libreta su nombre y sus agradecimientos. Se secó los ojos, nos abrazamos sinceramente. Le enseñé a hacerlo de forma correcta: “hay que abrazarse del lado izquierdo, así se alinean los corazones”. Después de ella llegó el turno de un chico. Luego otra chica. Siguieron un señor, una señora, un poeta joven y un fugitivo del norte de la república que vino al DF para evadirse, para olvidar. Ahí estuve hasta que anocheció, escuchando como un confesor laico, de ésos que no te ponen a rezar padres nuestros ni te absuelven a través de aves marías.
Día 2: Los policías no saben de amor
El siguiente fin de semana repetí la operación en el mismo lugar. Apenas instalé mis asientos plegables, un par de policías se acercaron. “Joven, no puede estar aquí, no se permite el comercio ambulante”, dijo uno de ellos. “No estoy vendiendo nada. Escucho historias de amor y es gratis, ¿ve?” le dije, mostrándole el mensaje de mi pizarrón. “Eso dice ahí, pero seguro cobras algo”. “No, de veras no cobro nada. Es más, ¿usted no tiene una historia de amor que me quiera contar?”. Se rió nervioso. Lo desarmé. “Anímate, pareja”, le dijo su compañero. “Cuéntale que andas sufriendo por tu picador”. Se recompuso, queriendo recuperar su autoridad vulnerada. “Nada más hágase a la orilla, es que está muy al centro y es un lugar muy importante, está obstruyendo el paso de la gente”.
Me recorrí hacia las jardineras y escuché las tres primeras historias de amor del día: un chico malabarista que perdió al amor de su vida por no controlar sus celos; una chica que sacó del clóset a una de sus amigas y se enamoraron; y un chico que después de muchos años, logró conquistar a la chava que lo traía volando en la prepa y ahora se asumía como el hombre más feliz del mundo. A pesar de que ya estaba en las jardineras, los policías volvieron. “Joven, que no puede estar aquí. No es cosa de nosotros. Está haciendo algo ilegal, nada nos dice que no va a hacer mal uso de la información que está recolectando. O se va o llamamos a la patrulla”. Fue entonces que constaté que la policía entiende muy poco de amor.
El monumento a la Revolución
Un poco triste por la actitud policiaca recogí mis chivas. Me metí a un restaurante a comer pero lo que me llevaba a la boca no me sabía. ¿En qué les afectaba a los azules que un tipo escuchara historias de amor? Decidí que no me iba a rendir, pagué y me dirigí a uno de mis lugares favoritos de la ciudad: el Monumento a la Revolución. Ahí donde la gente se baña en la fuente sin ningún pudor, donde amigos ríen, donde los niños andan medio encuerados temblando de frío, ahí seguro habría historias de amor. No me equivoqué.
Escuché relatos hasta que anocheció. Confesión tras confesión, me fui llenando de vivencias que nunca hubiese imaginado. La fuente se pintó de colores, mi espíritu también. Había fila para contarme sus confidencias. El último hombre de la noche fue tal vez el más especial. “Veo a mi hijo cada quince días. Es el día más perfecto y yo soy feliz. Pero los demás no me significan nada, apenas y los puedo soportar. Gracias por escucharme. Ya nadie hace nada gratis por los demás, menos escuchar”. Lloró. Me ayudó a recoger el changarro, le agradecí la complicidad y la confianza. Nos despedimos y cada quien tomó su rumbo.
Regresé a casa con el corazón hecho una maraña de emociones. Subí las escaleras de mi edificio haciendo malabares entre la mochila, mi paraguas amarillo, los dos banquitos y el pizarrón. Dos días me bastaron para entender que la gente necesita con urgencia ser escuchada, que a pesar de vivir en una ciudad enorme, no hay peor soledad que la de las multitudes. Desde aquella noche decidí que, así como uno se hace algunas horas libres para ver a los amigos entrañables, yo haría un huequito en mi agenda para salir a las calles a escuchar historias de amor.