OCESA lanzó en 2004 el Desafío Corona. La nueva modalidad prometía ser espectacular: los stock cars estaban formados por una estructura de tubos para evitar compactarse en una volcadura. Las pistas serían óvalos, con largas curvas y rectas propicias para alcanzar hasta 240 km/h, una velocidad a la que los mexicanos no estaban habituados. Y el roce entre autos sería constante.

En realidad, el serial importaba la tradición norteamericana de la National Association for Stock Car Auto Racing (NASCAR), que precia a la rudeza sobre la técnica.

Slim Domit dio la orden: Pardo dejaba Telmex y pasaba a competir con Telcel, su otro equipo. Carlos tomó el cambio con gusto. Aprendería a manejar un stock car como los que conducía su ídolo, Jeff Gordon —tetracampeón de la NASCAR Cup Series—, y existían visos del serial como un buen negocio. Desde entonces, el cuidado de su imagen era un tema. Delgado, lentes de sol, gorra de patrocinador, patillas en pico, afeitado al ras. Impecable siempre, en las presentaciones de pilotos colocaba una mano atrás de la espalda y con la otra saludaba al público.

Apenas a la cuarta fecha, el auto del piloto Marcelo Núñez recibió un impacto de Rafael Vallina en el Autódromo de Monterrey. Con violencia brutal el auto se estrelló en el muro de contención a 180 km/h. El joven conductor resultó con un pulmón perforado, varias hemorragias internas y fractura de pelvis, cadera y rodilla.
En la siguiente fecha, en el Autódromo Marcos Magaña de Durango, Carlos fue primer lugar. Dedicó su triunfo a “Mayeyo”, para entonces muy grave en terapia intensiva. Su colega, apenas un año menor que él, murió la madrugada siguiente.

Un año más tarde, Carlos y Rubén volvieron a la pista en la que su compañero falleció. Al rato, durante un alto en pits, a Rubén le explotó bajo los pies el extinguidor del auto. Desangrado de las extremidades, debió ser atendido e internado de urgencia.

Rubén interrumpe la entrevista y se levanta el pantalón para que vea las cicatrices de ocho cirugías. Una franja de piel recorre su pantorrilla y continúa en el empeine. El daño derivó en un riesgo de gangrena. «Fue muy duro para Carlos, lo veía sufrir y estuvo toda la semana conmigo», recuerda.

Conmovido por lo ocurrido a “Mayeyo” y su propio hermano, Carlos ya sabía que en los stock cars la posibilidad de accidentes graves no era remota.

UN JUSTO PILOTO

«Carlos era raro, muy profesional y muy callado. No aguantaba bromas», dice su amigo Germán Quiroga, hoy uno de los punteros del campeonato. «Era inteligente y muy callado», considera Rafael Martínez, uno de sus grandes adversarios. «Era muy serio. Nunca se metía en problemas, nunca hablaba de más», indica Diego Ortega, su compañero de escudería en 2004.

Quizá hay una razón de fondo para que Carlos fuera así. Hace 12 años, su madre, atacada por una artritis reumatoide, empezó a tener graves problemas motrices. Con el paso de los años quedó postrada en una silla de ruedas. «Se hizo muy responsable porque su mamá estaba enferma y yo era el único que jalaba el carro», explica su papá.

En las pistas, también tenía fama de reservado. Aunque aguerrido, sólo dio golpes cuando fue inevitable.
Cerca del final de una competencia, el 31 de mayo pasado en San Luis Potosí, Carlos iba primero. Lo seguía Quiroga, de quien sintió una presencia amenazante. En lugar de cerrarse para obligarlo a frenar, Carlos lo dejó pasar. Acabó en quinto. «Él tenía derecho (a frenar), pero no lo hizo. Yo lo hubiera hecho», admitió su amigo Quiroga.
Tras el deceso en Amozoc, recojo entre pilotos una percepción: Carlos era muy considerado incluso en momentos críticos. ¿Es eso real? Rogelio López, máximo ganador de NASCAR México, dice que en una curva peligrosa «se distinguen los niños de los hombres. Y aquí sólo Carlos y yo somos hombres.» Y su hermano matiza: «Carlos no era una blanca palomita, pero le gustaba ganar sin trampas, limpio.»

Lo cierto era que no rara vez daba consejos a pilotos que un rato más tarde lo iban a enfrentar. En alguna ocasión, Rubén le dijo que esa actitud era incomprensible. Carlos le contestó: «Que me gane por su talento. Si tengo una competencia más dura, mejor.»
—¿Qué consejo importante te dio? —pregunto a Diego Ortega, piloto al que Carlos dio lecciones.
—Si disfrutas, los resultados van a venir.
Pardo guardaba, además, una premisa: nunca enfocar la vista en el auto de enfrente. Sí, en cambio, crear una visión panorámica para detectar baches y dominar tu posición respecto a los demás. Ese tipo de perspectiva —sostenía— es la mejor manera de prevenir accidentes.

NUNCA SE VA AVENTAR

De lacio pelo castaño y mirada dulce, Ana Cecilia Muñoz-Ledo, esposa de Carlos, me recibe en el Yak Sports Book del Hipódromo, donde acaba de anunciar la creación del Fideicomiso Carlos Pardo.
Carlos la conoció cuando ella estudiaba Mercadotecnia y él Ingeniería Industrial en la Anáhuac del Norte. Aunque por cuatro años sólo fueron amigos, a ella él le encantaba. «Pero como era muy tímido —me cuenta Ana con una serenidad sorprendente—, yo decía: nunca se va a aventar.» Sin embargo, a fines de los noventa la invitó a la graduación de su hermano. A partir de ahí salieron un par de meses.
«Carlos se decidió e inició el romance», dice esta mujer de voz baja que sonríe al recordar los buenos momentos.
Con un lustro de novios, se casaron el 7 de febrero de 2004. Luciana nació 26 meses después.
«Desde que se convirtió en papá —me comenta su amigo Germán—, el humor de Carlos mejoró.»
Ana y Carlos sumaban ya 11 años juntos.