Desde la calle parece cualquier panadería. Pero en lugar de conchas, orejas y bolillos, hay panqués de varios tamaños y colores, pan al vapor y trenzas de pan rellenas de carne. En vez de refrescos y jugos nacionales, hay un refrigerador con pequeñas latas y botellas con jugos de uva y coco. Tras el mostrador hay mesas, sillas y sofás de distintos estilos: una cafetería improvisada.
Sofía (Keun-a) Park, la esposa del dueño, es una joven de cabello guinda con un look adolescente, que supervisa y atiende el mostrador. Entiende bien pero habla poco español. Me mira con un aire de extrañeza, como si todo lo que no conoce de su nuevo país le causara un poco de gracia. Necesito mostrarle la revista antes de que considere responder a mis preguntas. «¡Starabocs!», dice sorprendida. Una publicidad la convence. Entre risas y frases incomprensibles para mí, acepta darme la entrevista.
Mario, o Whachon Lee, estableció su negocio Historia de Panaderías hace cuatro años en la Zona Rosa y le ha ido mejor que en los dos años que pasó en Argentina, de donde salió por la crisis económica. Además de sus clientes coreanos, chinos y japone-ses llegan en busca de productos similares a los de sus países. Los mexicanos también compran su pan con mayor frecuencia. Les gusta la textura suave que deja la harina importada con la que preparan las piezas. 70% de los ingredientes son coreanos; algunos comprados en supermercados especializados, otros los mandan traer por paquetería.
«Todo fresco del día, todo natural, no químicos», presume Mario, bajo una gorra negra con marcas de harina. Siempre ha sido panadero. Aprendió en «fábricas de pan en Corea», donde, según cuenta, a la menor sospecha de un ingrediente pasado, el gobierno clausura una semana. «Por eso mucho cuidado», dice con sutil temor. A su cargo hay cuatro meseros y siete ayudantes de cocina, todos mexicanos. Se comunican en español precario y a señas. Cuando Mario no entiende algo, se lo repiten más alto, como si fuera sordo. Pero está satisfecho con ellos y no teme que le pase lo mismo que con un ex empleado paisano que, tras aprender los secretos del oficio, abrió otra panadería coreana a pocas cuadras.
Los sábados la cocina empieza a trabajar a las cuatro de la mañana; es el día en que la gente a compra más pan. Casi todos los fines de semana preparan pasteles para bodas y para fiestas tradicionales como la del «Cheotdol», el primer cumpleaños, una de las celebraciones más importantes en la vida de un coreano, que se festeja con un banquete en un salón de eventos. Como las bodas, son eventos sociales sobrios y de corta duración, donde los invitados acostumbran llevar regalos o dinero y no quedarse mucho tiempo después de comer.
No sabe cuándo, pero Mario quiere volver a su país. Y no desea trabajar en otra panadería. Su sueño es regresar a Corea con suficiente dinero para no tener que ver harina ni batir masa nunca más.