El último viaje de quien en vida fue Quetzalcóatl Rangel Sánchez fue en una camioneta del IMSS, del DF a Villahermosa: la misma ruta que hacía cada Navidad.
En el velorio, el ataúd blanco estuvo abierto: el cuerpo fue cubierto por una playera blanca con las caras de la marca Marvin & Quetzal.
Al entierro, la mañana del 15 de septiembre en el pequeño cementerio Recinto Memorial, asistieron Marvin y muchos amigos de infancia. Unas mil personas lo despidieron. Juan, papá de Quetzalcóatl, colocó una grabadora junto al ataúd. A un volumen muy alto puso desde salsa hasta techno francés. «Su cara era de una paz espiritual tremenda -me dice su padre-. Él hizo la vida que yo quise hacer».
-¿Qué le pasó a su hijo, señor? -es lo último que le pregunto.
-No sé. No sé… -un nudo atrapa su voz. Apago la grabadora: lo tocó ligeramente por la espalda y guardo silencio.
En el sepulcro de Quetzal hay crisantemos y girasoles que su mamá le lleva cada semana. Sobre la lápida hay una placa dorada en memoria de su marca. En un pedazo de pasto frente a la tumba, ha sido clavado un Mickey Mouse de madera que, cuando pega el viento, mueve las patas. Su tumba aún no tiene vecinos.
-¿Entonces fue difícil tu relación con él? -le pregunto a Citlali, su hermana.
-Nunca le dije que lo amaba -me dice llorando esta joven mujer que tiene los rasgos de su hermano: labios gruesos, cejas pobladas, cara redonda-. Ya de grandes, cuando se iba la luz, para que no me diera miedo me agarraba la mano y se ponía a cantarme canciones del Rey León.