En algún momento vi a un Santa Claus distante, saludando, en un lote de metal que me hizo relacionar por primera vez la Navidad con la felicidad. Traerían regalos.
Aunque no recuerdo a los Reyes Magos, sé que era la Alameda. Alguna vez recibi una carta, letra y puño de mi madre, con disculpas por traerme ropa en vez de lo que pedí. La decepción fue cercana a aquellas veces que, por miedo, "se te cae la sangre al piso" (Una expresión impactante: que la sangre se caiga al piso, que te desmayes. En fin).
Los Reyes Magos tenían mayor capacidad de carga, lo asumía. Pero parecían menos prósperos que el gordo de rojo. Con él era un festín, una verdadera alegría de compra. Los tres monarcas atinaban con lo aburrido, lo necesario, lo "urgente": calcetines, calzones, cinturones, suéteres, chamarras… Un espanto.
Y yo sólo quería dormir.