La
cola de caballo debía ser alta, restirada, ni uno solo de los cabellos castaños
podía quedar fuera de lugar; las tablas de la falda escolar debían estar
marcadas con precisión absoluta. Mientras la servidumbre arreglaba a la pequeña
de cinco años, la madre de Lizette exigía que la pequeña luciera impecable y
destacara sobre sus compañeritas de colegio, para causar envidias y provocar
elogios de quien se acercara a ella en su primer día de clases en el Colegio
Oxford. «Eres una Farah; a todos debes caerles bien», le repetía una y otra
vez su madre, Lidia Farah Morales, la mujer de Bechara Naim Farah, un
inmigrante libanés que dirigía con buenos resultados su negocio de pieles
finas, Confecciones Farah.
Aún antes de nacer, la vida
de Lizette parecía telenovela.
Como muchos libaneses de principios de los setenta, su padre, Bechara Farah,
salió de su país en 1973, cuando la relación entre el estado de Israel y los
países árabes se recrudeció y en Líbano hubo masacres que por años devastaron a la población. La
guerra cobraba fuerza, y la cruda situación política y económica alcanzó los
negocios de Bechara, quien, entre disturbios y discriminación religiosa,
intentó mantener el nivel de vida al que estaba acostumbrado. Viajó en busca de
un lugar para establecerse y recuperar el capital perdido. Uno de esos viajes
lo llevó a París. Ahí conoció a Lidia, una joven mexicana de ascendencia
libanesa, quien vacacionaba con su familia. Meses después, Bechara cruzó el
Atlántico. A 12,380km de su tierra, Bechara comenzó de nuevo, lejos de la
guerra.
Poco
más de un año después de la boda, el jueves 13 de noviembre de 1975, nació
Lizette, la primogénita de los Farah, en el seno de una familia cuya empresa de
pieles finas adquiría relevancia dentro de la comunidad libanesa. Lizette
creció bajo el cuidado de sus padres, con todas las atenciones y educada en
buenos colegios: una chica típica de su clase social.
En
el Colegio Oxford conoció a sus mejores
amigas. A 28 años de distancia, su grupo es recordado como las «Niñas
Oxford». Aquellas niñas, quienes prometieron estar unidas por siempre,
destacaban entre el resto de las alumnas y se volvieron el centro de atención
en la escuela. Paola Sánchez y Amanda de la Rosa, guapas, extrovertidas y
sociables, contrastaban con la personalidad de Lizette, quien parecía el
contrapeso necesario para darle simetría a su grupo. Durante toda la secundaria
y la preparatoria la primogénita de los Farah jugó el papel de la amiga de las
muchachas bonitas: tímida y un poco retraída, con ligero sobrepeso. A
diferencia de otras compañeras, nunca iba a las pijamadas es casa de sus
amigas. «Tenía muchas conocidas pero era más bien reservada. No platicaba casi
nada de su vida privada y era muy selecta con sus amistades; no se juntaba con
cualquiera. Tampoco era que nadie la pelara: era popular, pero no muy abierta.
Su única amiga cercana era yo. A mí me contaba todo. Yo era su mejor amiga»,
narra Amanda de la Rosa, quien tuvo una amistad de 25 años con Lizette, y
cuya personalidad abierta opacaba
a la niña Farah. De alborotados rizos, Amanda era líder, y sus ocurrencias
-según cuenta ella misma-, llegaron al punto de llevar al salón de clases un
oso negro que tenía como mascota en el jardín de su casa de San Ángel.
De
la personalidad de Lizette de niña, Amanda recuerda una anécdota: A los doce años, la pequeña Farah perdió
sus lentes en el salón de clases. Tras indagar, culpó a su compañera de banca,
la propia Amanda. Pero no dejó las cosas ahí: hizo que todo el salón se fuera
contra su «mejor amiga», a quien todas dejaron de dirigir la palabra durante
varios días. Finalmente los lentes aparecieron, en el fondo de la papelera de
Lizette, quien apenada, escribió una carta para su amiga, disculpándose:
«Amandiux, siento mucho lo que pasó en el salón, espero que me perdones. Porque
aunque me paguen no regreso con la bolita. Una pelota de pinpon rompió un
cristal, pero ni Kinkon (sic) romperá nuestra amistad».
Años más tarde,
Amanda de la Rosa se haría popular bajo el sobrenombre de «La China», y sería
presentada ante los medios de comunicación como la amiga más cercana de
Lizette, su compañera e incluso fue sospechosa de la muerte de Paulette, la
segunda hija de Farah, por haber dormido en la cama de la pequeña mientras ella
estaba desaparecida. Se demostró la falsedad de todas estas acusaciones y ella
dio entrevistas a varios medios. En una de ellas, Amanda de la Rosa dijo que no podía meter las manos al
fuego por Lizette en el incidente
en el que falleció Paulette Farah.