Caminando, Abarca llega a las 5 pm al Womans Club, un chippendale de la Roma. Ha dejado en casa su Harley-Davidson y la Hummer H3.

—¿Y la moto?

—Otro secuestro ya no. Me piden mujeres, y con eso no juego.

—¿Hablas en serio?

—Llevo dos, y eso me piden de rescate.

El antro, tapizado de cuadros de strippers, está en penumbras. Subimos a un salón alfombrado en azul. Frente a la pista hay varios sofás: me hacen recordar los que Natalie Portman (Alice) y Clive Owen (Larry) usan en el privado de un table-dance en la película Closer.

Van llegando las “chicas Abarca”: casi todas de gafas oscuras, pants o jeans ceñidos. Lo besan y abrazan, se cuelgan de su cuello; elogian su corte de pelo, su loción. Él responde afectuoso, pero sexualmente distante. De pronto, Rubén y ellas entran al mismo camerino. Aunque dudo, me animo a abrir la puerta: varias mujeres en ropa interior, cambiándose, con los senos descubiertos, sacándose las medias, rodean y escuchan atentas a Rubén, que les habla de negocios. El manager se expresa y mueve seguro, como si estuviera dando cátedra a un grupo de alumnas. «Estoy en la cumbre —me dice—: no tengo competencia.»

—¿Te gustan las mujeres? —insisto bromeando.

—No estoy ciego. La debilidad es la misma en todos: la mujer.

CERVEZA EN MANO

La vida de noche hirió muy pronto su talento. «Salía en la prensa, la tv y la radio. Me creí más de lo que era: los medios me echaron a perder», dice. El ESTO lo llegó a definir como «el Maradona de México». «Desde esa nota ya no quise hacer nada —admite—: ¿qué podían enseñarme? Entrenaban quienes no sabían jugar, y yo lo sabía todo.»

Para cuando estuvo en Atlante, en el 86, Abarca había perdido la brújula. Los jugadores que consulté —pidieron el anonimato— me dijeron lo mismo: a Rubén le ganó el desmadre. Un día llegó al entrenar con traje, lentes oscuros y «cerveza en mano». Llegar sin escalas de la fiesta le costó una suspensión. «Hablaba de más —dice un miembro de ese equipo— y los cuates sin vena para bromas se lo sonaron. El futbol se la cobró.»

—¿Cómo era como jugador? —pregunto a Jesús Rico, otro ex atlantista.

—Quería ser líder pero prefería la pachanga. Ahí está el resultado: trabajando de noche con pura vieja.

Rubén, sin embargo, atribuye su ocaso al técnico Reinoso. «Nunca más jugué un partido completo y mi lugar lo ocuparon [Alberto] Brailowsky y [Nilton Pinheiro] “Batata”. De Reinoso guardo malos recuerdos», admite. Pero Reinoso dibuja otra realidad: «Rubén era un tipazo con grandes facultades pero no se cuidó: era galanzote, le gustaban las mujeres.»

A los 28 años, colgó los tacos y optó por otras piernas, delicadas. Para abastecerse de mujeres usó a los promotores de futbol, que le abrieron la puerta a su nuevo negocio.

LA DIVA MÁS GRANDE

En la sesión de fotos, ordena a un muchacho traer yakimeshi y botellas de agua para sus chicas. Actúa como un padre protector. El celular de Rubén suena con “Animal Instinct”, de The Cranberries. Le habla una mujer a la que llama “mamita”. Al rato, suena de nuevo: a esta le dice “mi reina”.

«¿Cómo conocieron a Rubén?», pregunto a nueve chicas que hablan de fiestas y ropa. «Una amiga me lo presentó», exclaman en coro y se ríen, como si dieran correctamente una respuesta ensayada.

—A mí me lo presentó Cynthia —añade Norma, de diminuto vestido rojo, maquillándose con las piernas cruzadas.

—Y a mí, mi prima —responde Giesilane, brasileña de apenas 20 años y espesa cabellera negra.

El propietario del centro nocturno La Envidia, Ernesto Cortés, un muy buen cliente de Abarca, llega al Womans Club a visitar a su amigo. «Lo conozco desde hace 20 años —dice—: Rubén sabe desenvolverse en cualquier ambiente de negocios: lo mismo con políticos, religiosos o borrachos.»

—¿Políticos y… religiosos? —pregunto a Rubén.

—Se está perdiendo el prejuicio contra las chicas exóticas. Por su bien, prefiero no darte nombres de los políticos y religiosos.

Los fotógrafos preguntan: «¿Listos todos?»

Rubén aparece, negro de arriba abajo, con pantalón y saco cruzado. Deja al descubierto sus múltiples collares y una sonrisa perpetua que dedica por igual a todos y todo lo que a su alrededor ocurre.

«¡Ya llegó la diva más grande de la noche!», grita Marcela Jurado, una de las modelos, observando a su patrón.