¿Es posible querer un chingo a alguien y al mismo tiempo tener ganas de catapultarlo con una resortera gigante hasta un estado vecino? La respuesta es sí y la prueba más contundente son nuestros hermanos.
Los queremos pero en algún momento llegamos a aborrecerlos. Si fuiste hermano menor, seguro te habrás sentido identificado con alguna de estas situaciones:
Nos pasaban su ropa
Ya fuera porque nuestros carnales crecieran como la maleza (a lo puro wey) o porque de plano la situación económica en casa no fuera de lo más favorable, casi siempre terminábamos heredando prendas de los hermanos mayores. Lo peor es que a veces traían estampados de cosas que ni nos gustaban pero teníamos que usar “porque todavía estaban buenas”. Así andábamos por la vida con playeras de Los Picapiedra cuando nosotros queríamos una de los Thundercats. Además nos la dejaban desde que todavía nos quedaba grande para que se aprovecharan más tiempo y parecíamos botargas miniatura.
Siempre nos tocaba ser Luigi
Si tu hermano mayor no te relegó a ser Luigi mientras él se quedaba con la gloria de ser Mario, no tuviste infancia. Los carnales, aprovechando su poderío y que casi siempre eran más diestros jugando, nos dejaban siempre el control B del Nintendo y nos teníamos que conformar con ser algún personaje secundario. Si jugábamos Street Fighter, siempre nos teníamos que conformar con ser el Ryu de colores porque el blanco siempre era nuestro carnal mayor. Y claro, siempre nos tocaba el round dos en las maquinitas, y si nos iban ganando, nos quitaban para no perder la pelea.
Se reservaban la exclusividad de hacernos bullying
Los hermanos mayores se pintaban solos para hacernos sufrir y para ello empleaban sofisticados métodos que iban desde la manita de puerco hasta ponernos apodos manchados que muchas veces nos acompañaron toda la vida. Nos hacían cerillito, calzón chino, nos pateaban el balón en plena cara y se retorcían de la risa cuando nos poníamos a berrear como cuinos en matadero. Pero aguas con que alguien más se metiera con nosotros, porque se convertían en nuestros protectores y nos defendían de quien fuera. Ellos tenían el monopolio de nuestro sufrimiento, ¿a poco no?
Acaparaban la tele
No sólo se apañaban el control de la consola, también les encantaba arranarse frente a la tele y no había poder humano que los moviera de ahí. Les importaba un reverendo sorbete que nosotros quisiéramos ver Los Caballeros del Zodiaco o Dragon Ball, si ocurría que algo que les gustaba pasaba a la misma hora, nos quedábamos frustrados y con los ojos llorosos. No se apiadaban de nosotros aunque suplicáramos o intentáramos sobornarlos haciendo las tareas que a ellos les tocaban. Simplemente aprovechaban su fuerza de hermano mayor y nosotros nos teníamos que resignar.
¡Shot adelante!
Continuando con la lista de abusos (¿a poco no es bien bonito desahogar los traumas?) los brothers mayores siempre querían irse en el asiento de adelante haciéndola de copiloto. A nosotros nos ninguneaban y nos mandaban atrás, donde dicho sea de paso se sienten más gachos los topes y los baches. Ah, pero eso sí: cuando llegábamos a casa y alguien tenía que abrir la puerta para estacionar el coche, ¿quién iba? Pues obvio: nosotros. Móndrigos aprovechados.
Éramos los IBM
Desde morritos nos entrenaban para ser la generación IBM de la familia: “y veme a traer esto”, “y veme a traer lo otro”. Así es como nosotros siempre íbamos por las tortillas, a la verdulería (porque se acabó el tomate para hacer la salsa) o porque había que entregar algo con la comadre y los demás no tenían tiempo. No importaba que estuviéramos bien mocos y fuéramos más vulnerables a los robachicos, a nosotros siempre nos tocaba la labor de office boy.
Se enteraban de quién nos gustaba y amenazaban con revelar el secreto
Nada nos aterraba tanto como que se supiera que alguien nos gustaba y el chisme se esparciera más rápido que el desgraciado ébola. Quién sabe si los hermanos tenían un sexto sentido para saber quién nos gustaba o si de plano hurgaban nuestras cosas hasta enterarse de nuestros amores secretos, el caso es que terminaban enterándose y nos amenazaban con contarle a medio mundo que andábamos cacheteando las banquetas por alguien. Para comprar su silencio nos ofrecíamos de esclavos temporales o aplicábamos la misma y amenazábamos con revelar algún secreto cochinón o vergonzoso para nivelar la situación.
“Aguántate, dale por su lado y se va a cansar”
Cuando nos hartábamos de tanta ojetada por parte de nuestros brothers, recurríamos a la autoridad suprema de casa. Todavía con la lágrima en el ojo y el moco medio salido, les decíamos que nos habían hecho alguna maldad pero en lugar de que los regañaran, nos decían “aguántate, si no le haces caso se va a cansar”. Y así pasaron los años y la mugre ladilla jamás se cansó, sólo fue perfeccionando sus técnicas de tortura como el peor de los judiciales.
Eran nuestros héroes secretos
A lo mejor podrían ser molestos, castrosos, aprovechados y maloras, pero también tenían sus cosas buenas. Se aliaban con nosotros contra el escuadrón papá/mamá (los grandes) y formábamos bloques estratégicos con ellos cuando se trataba de persuadir a “los grandes”. Muchas veces admirábamos algo de ellos como su manera de jugar futbol o básquet o hasta cómo se veían y les llegamos a copiar poquito el look, pero nunca se los dijimos porque nuestro honor estaba en juego.
Estas fueron sólo algunas cosas que los que fuimos hermanos menores tuvimos que pasar, aunque una cosa sí hay que aceptar: sin nuestros hermanos, nuestra infancia no hubiera sido la misma. Compartan esta nota como quien no quiere la cosa con sus hermanos mayores, para que vean las cosas desde nuestro lado.