Verónica, alumna de la Universidad Anáhuac, escuchó una noche de 2006 el pedido de Renato, su novio: «Ven a mi departamento.»
Dudó en aceptar. Aún era virgen. Renato dio razones: «Te quiero, no hay nada nada de malo en querer hacerte el amor.»
Al rato, la chica de 20 años entraba a ese departamento, en Interlomas. Deleitándose en besos, él le mostró un frasco ámbar. «Es para que nos sintamos mejor, huele el vaporcito.»
El primer efecto fue que su nuca hervía. Después una taquicardia y, por último, el adormecimiento en la vagina. «Por eso no sentí dolor cuando me penetró», recuerda Verónica, una chica de ojos claros que apoya los pies en el taburete de su sala, frente al Parque México.
Esa noche, la estudiante hizo el amor por primera vez en su vida con el cuerpo anestesiado.
A los dos meses, su novio le pidió volver a inhalar. Ella lo hizo. Al minuto, mareada, sintió una fuerte presión en el pecho. Ahogada, sin poder respirar, perdió la conciencia.
Cuando Renato llamó a una ambulancia, Verónica ya se convulsionaba. Comenzó a darle respiración boca a boca.
Ese 5 de diciembre de 2006, los paramédicos entraron al departamento 25 minutos después. Pálida y con los labios azules, fue subida a una ambulancia. Ahí, Verónica recibió inyecciones de morfina y aspiró oxígeno con una mascarilla. Las descargas eléctricas con un desfibrilador le hicieron saltar el pecho. Tensos, agitados, los médicos intentaban normalizar su ritmo cardiaco.
En terapia intensiva, recibió vía intravenosa una dosis de heparina, una sustancia para evitar la coágulación de la sangre.
«Sólo sé que desperté en el Hospital ABC», me dice Verónica.
El doctor la dio de alta dos días después. Le ordenó reposo, una dieta estricta y, desde luego, alejarse de los inhalantes.
«Cuando estás enamorada nadie te baja de la nube —añade—. Y a mí me valió.» Verónica y su hermana decidieron no avisar lo sucedido a sus padres.
Los tres meses siguientes la vida recuperó su curso. Pero un jueves por la tarde, haciendo maletas para viajar a Barcelona, Verónica sufrió un agudo dolor en el vientre. Caída en el piso, experimentó una horrible sensación a la izquierda del pecho, que hoy describe como la de un cúter rebanándole el corazón. Sin fuerza para tomar el teléfono permaneció en el piso media hora, hasta que llegó Mariagna, su hermana y roommate. Otra vez, ambulancia, inyecciones, hospital. «Si ella no hubiera llegado estaría muerta», dice Verónica. El parte médico fue implacable: “infarto”. Nuevamente.
—¿Dónde compraste los poppers? — preguntó Verónica, aún convaleciente, a su novio.
—Me los consiguen unos amigos —respondió él.
Ahora, al despertar cada mañana, Verónica aún siente punzadas en el pecho.
—¿Qué fue de Renato? —le pregunto.
—Me cortó antes de mandarlo al diablo. Mejor así. Le devolví todas sus cosas. Excepto un “rush” (popper). Lo guardo para ver qué tonta fui.
LIMPIA CD’S
En su oficina de la colonia Florida, el químico farmacéutico Agustín Velasco Reed acerca el frasco a sus bifocales. Lo gira, pone de cabeza, agita a contraluz. «Lo he visto antes», dice frunciendo sus cejas como agujas plateadas. Arranca la etiqueta y lee una leyenda coronada por un rayo, y junto a éste un superhéroe amarillo de gran capa roja: «Rush, liquid incense.» En mayúsculas, el papel advierte: «May be fatal if swallowed. Skin irritant. Highly flammable.»
Detrás del escritorio de este experto que viste camisa y corbata lilas hay una gran tabla periódica. El químico abre un instante el frasco con suma delicadeza, como si la pieza de cristal guardara una pócima secreta, algún líquido inderramable. Se esparce en la oficina un leve olor a alcohol.
—Encontré estas composiciones químicas —le digo, entregando una hoja impresa.
—A ver —se ajusta los lentes.
Coteja mis datos en una libreta con fórmulas y apuntes a lápiz: «Es nitrito de amilo o isolbutílico —dice—, una mezcla de alcohol amílico y ácido nítrico o isolbutilo. Muy peligroso.»
—¿Por qué?
—Con él se limpian las cabezas de las viejas videocaseteras y artículos de piel.
Velasco me cuenta algo de su propia historia: en Madrid, donde radicó, fue empleado de una empresa que diseñaba compuestos para limpiar CD’s. «Por eso conozco el nitrito. Consumirlo equivale a inhalar solventes como Resistol 5000, thinner, PVC o “monas”.»
Más tarde, en la tapa del frasco veo tres iniciales: PWD. Verifico en internet que pertenecen a una empresa con sede en Indianápolis, Pac West Distributing Corp, durante los últimos 30 años señalada por The Wall Street Journal y Los Angeles Times como número uno mundial en venta de “aromatizantes” con los corrosivos nitritos.
Sus productos, distribuidos en 100 países, abarcan siete líneas de “esencias”: Rush, Quicksilver, Hardware, Bolt, Ram, Liquid Aroma y Iron Horse. Su portal aclara: «Nuestros productos basados en nitritos sólo se venden como desodorantes de cuarto, incienso líquido, aromas líquidos o limpiadores de cabeza de video. No animamos su mal uso como poppers. No somos responsables de las demandas de los medios de comunicación que dicen que son “afrodisíacos” o “narcóticos para el sexo” y no endosamos tales afirmaciones.»