La mañana del 20 de abril los diarios locales publican una nota atroz: en la madrugada aparecieron sobre una barda de una oficina del gobierno estatal las cabezas de dos policías, junto a un cartel rojo que decía: «Para que aprendan a respetar.»
Los mismos agentes —comandante uno de ellos— habían participado el 27 de enero en un enfrentamiento de la policía local contra supuestos miembros del Cártel de Sinaloa, en la colonia La Garita. El saldo: cuatro presuntos narcos muertos.
Al día siguiente, antes de subir el avión hacia Acapulco, leo en el diario La Crónica de Hoy una declaración del secretario de Seguridad Pública de Guerrero, Juan Heriberto Salinas, en la que señala que la revista Controversia, editada en Acapulco, pudo haber contribuido a la decapitación del comandante Mario Núñez. Según Salinas, «probablemente se trate de una venganza, porque el comandante muerto había participado en el enfrentamiento de La Garita y la foto sale en la revista Controversia, y ahí se ve que le hacía un disparo a uno de los que estaba tirado en el suelo». Los cuerpos de los decapitados aparecieron poco después del hallazgo de las cabezas, pero al de Núñez le había sido cortada la mano derecha: la del disparo. La aparición de las cabezas coincide con el día del informe del gobernador Zeferino Torreblanca, que no tendrá manera de decir que en su gestión la inseguridad ha bajado.
A mi llegada a Acapulco compro el número 182 de la revista Controversia. Efectivamente, la fotografía del artículo central, “La historia detrás de la violencia”, muestra al que sería el comandante Núñez —su rostro aparece borroso—, disparando a un hombre indefenso en el piso, con el siguiente pie de foto: «Ejecución. Momento en que uno de los policías desenfunda y hace dos disparos a la cabeza del presunto narcotraficante». La investigación califica como “masacre” el enfrentamiento de La Garita y sugiere, a partir de consultas a especialistas, que los policías municipales habrían cometido, incluso, homicidio calificado.
Encuentro a Igor Pettit, director general de la publicación, en La Cabaña de Igor, su austero restaurante del Parque Papagayo. En realidad ya lo había visto antes, con sus enormes collares de cuentas de colores rodeándole el cuello. Y es que en su propia revista aparece fotografiado 16 veces, a color y blanco y negro, en diversos momentos de su vida: conversando con Carmen Salinas, Diana Bracho y Roberto Cobo “Calambres”; entrevistando a Félix Salgado Macedonio (actual presidente municipal de Acapulco) o fungiendo como maestro de ceremonias junto a Tongolele y Adalberto Martínez “Resortes”. Me invita a sentarme junto a dos “colegas periodistas”, acepta la entrevista y defiende a su labor: «En términos humanitarios, un hombre herido, aun cuando es tu contrincante en la guerra y será tu prisionero, merece asistencia médica. El policía lo remató, y la revista publicó lo que pasó». Su discurso es envolvente y, su estilo, persuasivo como de pastor evangelista. Pettit, líder de los homosexuales guerrerenses, emblema de la ciudad en la lucha contra la pornografía infantil, agita las manos, suda, reta con preguntas, propone reflexiones, mienta la madre, adivina intenciones, se carcajea, repasa episodios históricos, otorga libertades y luego acorrala a su presa.
«Esos señores (los narcos) deberían invertir en la tierra del que ganó La Academia (Xalpatlahuac), Erasmo. Si hay tanta pobreza, que hagan escuelas, cosas grandes. A lo mejor les pasa lo que Chucho el Roto: el pueblo les querrá. Guerrero no va a respetar a nadie a base de lagrimas, masacre y horror».
Todo va bien, de lo mejor. Pettit, finalmente, es Acapulco hecho persona: contradictorio y fascinante, aventurado y magnético. Sin embargo, en plena charla detecto que a un par de metros alguien nos saca fotos con una pequeña cámara digital. Me tenso, pero la entrevista prosigue. Hago otra pregunta, pero ya no escucho la respuesta. Y es que aún cuando al inicio supongo que el lente lo apunta a él, ahora veo que es a mí. Me siento en la mira. Estoy a punto de apagar la grabadora.
—Igor, me están sacando fotos.
—Si, no te preocupes, es mi hijo. Le gusta tener un archivo mío y luego publicarlas.
Igor prosigue, como si nada, en instantes en que la cámara, persistente, me angustia más de lo tolerable (¿para qué querrán esas imágenes?): «Lo que dicen (los narcos) es razonable: “para que aprendan a respetar”. Aprenderé a no hablar del tema, para que mi cabeza no la presentes en tu revista mañana. Ellos son invisibles y para ellos nosotros estamos aquí, sentados. No sé si tú eres narco, ahijado del “Chapo” o vienes de Colombia a ver quién soy; al rato me das en la madre. No sé quién eres. Así nos pasa con ellos».
La entrevista concluye. Antes, sin más, un amigo de Pettit, que ha seguido a mi derecha la charla en silencio, se pone de pie y “clic”, otra foto.