La escritora argentina Samanta Schweblin recibió el cuarto Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con Siete casas vacías (Páginas de Espuma). Éste es un extracto del segundo capítulo. El libro saldrá a la venta el lunes 24 de agosto.
Mis padres y mis hijos
–¿Dónde está la ropa de tus padres? –pregunta Marga.
Cruza los brazos y espera mi respuesta. Sabe que no lo sé, y que necesito que ella haga una nueva pregunta. Del otro lado del ventanal, mis padres corren desnudos por el jardín trasero.
–Van a ser las seis, Javier –me dice Marga–. ¿Qué va a pasar cuando llegue Charly con los chicos del súper y vean a sus abuelos corriéndose uno al otro?
–¿Quién es Charly? –pregunto.
Creo que sé quién es Charly, es el gran-hombre-nuevo de mi exmujer, pero me gustaría que en algún momento ella me lo explicara.
–Se van a morir de vergüenza de sus abuelos, eso va a pasar.
–Están enfermos, Marga.
Suspira. Yo cuento ovejas para no amargarme, para tener paciencia, para darle a Marga el tiempo que necesita. Digo:
–Querías que los chicos vieran a sus abuelos. Querías que trajera a mis padres hasta acá, porque acá, a trescientos kilómetros de mi casa, se te ocurrió que sería bueno pasar las vacaciones.
–Dijiste que estaban mejor.
Detrás de Marga mi padre riega a mi madre con la manguera. Cuando le riega las tetas, mi madre se sostiene las tetas. Cuando le riega el culo, mi madre se sostiene el culo.
–Sabés cómo se ponen si los sacás de su ambiente –digo–, y el aire libre…
¿Es mi madre la que sostiene lo que mi padre riega o es mi padre el que riega lo que mi madre se sostiene?
–Ajá. Así que para invitarte a pasar unos días con tus hijos, a los que, además, hace tres meses que no ves, tengo que prever el nivel de excitación de tus padres.
Mi madre alza al caniche de Marga y lo sostiene arriba de su cabeza, girando sobre sí misma. Yo intento no quitar la vista de Marga para que de ninguna forma se vuelva hacia ellos.
–Quiero dejar toda esta locura atrás, Javier.
«Esta locura», pienso.
–Si eso implica que veas menos a los chicos… No puedo seguir exponiéndolos.
–Solo están desnudos, Marga.
Va hacia adelante, la sigo. Detrás de mí, el caniche continúa girando en el aire. Antes de abrir Marga se arregla el pelo frente a los vidrios de la puerta, se acomoda el vestido. Charly es alto, fuerte y tosco. Parece el tipo del noticiero de las doce después de hincharse el cuerpo de ejercicios. Mi hija de cuatro y mi hijo de seis cuelgan de sus brazos como dos flotadores infantiles. Charly los ayuda a caer con delicadeza, acercando a la tierra su inmenso torso de gorila y quedando libre para darle un beso a Marga. Después viene hacia mí y por un momento temo que no sea amable. Pero me da la mano, y sonríe.
–Javier, te presento a Charly –dice Marga.
Siento a los chicos golpear contra mis piernas y abrazarme. Sostengo con fuerza la mano de Charly que me sacude el cuerpo. Los chicos se sueltan y salen corriendo.
–¿Qué te parece la casa, Javi? –dice Charly, levantando su vista detrás de mí, como si hubieran alquilado un verdadero castillo.
«Javi –pienso–. Esta locura», pienso.
El caniche aparece llorando por lo bajo con la cola entre las patas. Marga lo alza y, mientras el perro la lame, ella frunce la nariz y le dice: «michiquititingo-michiquititingo». Charly la mira con la cabeza inclinada, quizá solo intenta entender. Entonces ella se vuelve en seco hacia él, alarmada, y dice:
–¿Dónde están los chicos?
–Estarán detrás –dice Charly–, en el jardín.
–Es que no quiero que vean así a sus abuelos.
Los tres giramos a un lado y al otro, pero no los vemos.
–Ves, Javier, esto es justamente el tipo de cosas que quiero evitar –dice Marga alejándose unos pasos–, ¡chicos!
Va hacia el jardín de atrás bordeando la casa. Charly y yo la seguimos.
–¿Qué tal la ruta? –pregunta Charly. Hace el gesto de girar el volante con una mano, simula pasar un cambio y acelerar con la otra. Hay estupidez y excitación en cada uno de sus movimientos.
–No manejo.
Se agacha para levantar algunos juguetes que hay en el camino y los deja a un lado, ahora tiene el ceño fruncido.
Temo llegar al jardín y encontrar juntos a mis hijos y mis padres. No, lo que temo es que sea Marga quien los encuentre juntos, y la gran escena recriminatoria que se avecina. Pero Marga está sola en el medio del jardín, esperándonos con los puños en la cintura. Entramos a la casa siguiéndola. Somos sus más humildes seguidores y eso es tener algo en común con Charly, algún tipo de relación. ¿Realmente habrá disfrutado de la ruta en su viaje?
–¡Chicos! –grita Marga en las escaleras, está furiosa pero se contiene, tal vez porque Charly todavía no la conoce bien. Vuelve y se sienta en una banqueta de la cocina–. Necesitamos tomar algo, ¿no?
Charly saca un refresco de la heladera y lo sirve en tres vasos. Marga toma un par de tragos y se queda un momento mirando el jardín.
–Esto está muy mal. –Se pone otra vez de pie–. Esto está muy mal. Es que podrían estar haciendo cualquier cosa. –Y ahora sí me mira a mí.
–Busquemos otra vez –digo, pero para entonces ella ya está saliendo al jardín trasero.
Regresa unos segundos después.
–No están –dice–, dios mío, Javier, no están.
–Sí que están Marga, tienen que estar en algún lugar. Charly sale por la puerta principal, cruza el jardín delantero y sigue las huellas de los coches que llevan hasta el camino. Marga sube las escaleras y los llama desde la planta alta. Salgo y rodeo la casa. Paso los garajes abiertos, llenos de juguetes, baldes y palas de plástico. Entre las ramas de dos árboles veo que el delfín inflable de los chicos cuelga ahorcado de una de las ramas. La soga está hecha con la ropa de jogging de mis padres. Marga se asoma desde una de las ventanas y cruzamos miradas un segundo. ¿Ella buscará también a mis padres o solo buscará a los chicos?…