Narrar sus años en el Nueva York de los años 90. Ésa fue la consigna inicial de Moby al escribir Porcelain, su libro de memorias, recién puesto a circular en español por Sexto Piso. NY era todavía la urbe de raves en sótanos y almacenes abandonados, de lofts en alquiler aún al alcance de artistas que decidían hacer de la ciudad un laboratorio creativo y la del propio Moby en busca de un futuro como músico que pintaba todo menos brillante.
El libro culmina en 1999, el año en que publica su álbum Play, el de los himnos electrónicos bailables creados a partir de sampleos de la tradición musical del sur profundo de Estados Unidos y el que significa su consagración.
Moby decidió concentrarse en la década entre 1989 y 1999 por una sencilla razón: necesitaba delimitar el periodo sobre el que escribiría.
«No hay manera de abarcar una vida entera en un libro, así que pensé que 10 años sería un cacho interesante de tiempo, y durante esos 10 años en particular tuve una vida muy extraña e interesante», cuenta en entrevista para Chilango. «También me gustó el aspecto casi perverso de terminar el libro en lo que, ostensiblemente, era el comienzo de la narrativa con la que está familiarizada la mayoría de la gente».
¿Qué tan difícil fue enfrentarse a ciertos episodios de tu pasado? Con ello me refiero a los retos que significó revisitar tu pasado en términos de recuerdos y remembranza, pero también de precisión con los hechos y en términos de evocación y de nostalgia.
Uno de mis objetivos en el libro fue ser tan honesto como pudiera, porque antes de que comenzara a escribirlo, estuve revisando tantos libros de memorias como pude, y sinceramente, la mayoría no me gustó. Una de las cosas que me disgustaron en muchas memorias era cuando presentaban de manera selectiva su verdad de una manera que los hiciera sentir más cómodos, e incluso, que los promoviera. Hay un libro en particular que me encanta: los Diarios, de John Cheever, uno de mis escritores favoritos de todos los tiempos. En sus diarios es dolorosamente honesto. Estoy convencido de que nuestra cultura y nuestra especie puede servirse más de la honestidad que de la falsedad. Hemos llegado a un punto en el que tienes a Donald Trump como estandarte de la deshonestidad en toda la extensión de la palabra; es deshonesto sobre quién es, qué es y qué hace. Esa cultura, la de tratar de aparentar que eres algo que no eres, me parece que nos está destruyendo. No estoy diciendo que cuando escribí el libro intentara ser el salvador de nuestra especie, pero sí quería intentar escribir algo honesto, porque si alguien iba a leer ese libro, no quería hacerle perder el tiempo con la deshonestidad.
Has dicho que pensaste que sería interesante hacer un libro sobre ti, pero en relación con Nueva York y la cultura de la música de baile. ¿Qué necesitaba ser dicho sobre esa ciudad en estos momentos en que la gentrificación, el lujo y el privilegio parecen formar parte más que nunca del entorno?
Había una cualidad ligeramente resquebrajada del Nueva York de aquellos años, especialmente finales de los 80, que deseaba mostrar. La mayoría de los lugares del mundo han perdido esa inocencia de ciudades desmoronándose, con rentas baratas y artistas que pueden hacer lo que quieran. Hoy, la mayoría de las ciudades del mundo han sido tomadas por lo financiero. Y no está mal. Solo digo que era mejor hacer un retrato de un tiempo y un lugar en el que las finanzas no guiaban los entornos urbanos y estaban mucho más impulsadas por la creatividad, la tolerancia y la apertura.
En algún punto del libro escribes que ese futuro que evocaba “Love Hangover”, de Diana Ross, era un lugar limpio e interesante para ti, sin padres que fumaran Winston en lavanderías. Es decir, una especie de escape a la tristeza de algo que vivías en la infancia. Creo que esa frase posee mucho del espíritu del libro, en el que podemos verte siendo rescatado, liberado o salvado todo el tiempo por la música. ¿Cuándo descubres que la música tenía el poder de salvarte o de reubicarte en un lugar más seguro, más cálido, más tranquilo…?
Bueno, recuerdo que la primera vez que escuché realmente la música fue cuando tenía unos 3 años. Estaba en el carro de mi mamá, y empezó a sonar en el radio “Proud Mary”, de Creedence Clearwater Revival. Y se sintió –todavía puedo recordarlo– como un encuentro con la magia. Eso es en gran parte la música. Yo trabajé en algún momento con Oliver Sacks, un neurólogo y musicólogo del Institute for Music and Neurologic Function, y algo de lo realmente extraordinario de la música es que puede hacernos llorar, reír, bailar… Puede provocar que hagamos todo eso, pero en realidad todo lo que hay es aire, moviéndose un poco diferente. No hay una presencia física en la música, y sin embargo nos afecta de manera muy poderosa. Creo que mi primer encuentro con esa cualidad fue cuando tenía aquellos 3 años, y de alguna manera he dedicado mi vida entera a perseguir aquella sensación. Creo que podría decirse –y tal vez aquí estemos poniéndonos un poco esotéricos– que vivimos en un mundo físico que parece tener masa y estructura, pero en el fondo sabemos que el universo está en un estado constante de flujo energético, sin sustancia fija, y de alguna manera, la música, por no tener presencia física, nos recuerda nuestra verdadera naturaleza, que es no tener sustancia física.