Las iglesias y conventos al ser lugares sagrados, según la creencia de muchos, esconden en sus paredes leyendas que van desde milagros hasta demonios que rondan sus pasillos en busca de un alma pura que corromper. Pero hay otro tipo de historias donde realmente se asegura que en sus muros se llevaron a cabo rituales terribles: gente que quedó atrapada o que fue sacrificada para después permanecer por toda la eternidad en ese espacio.
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Como era de esperarse, nuestra amada ciudad fantástica tiene lugares donde se cuenta que ocurrieron estas prácticas y que les contaremos a continuación.
La monja emparedada del convento de Jesús María
La única historia que tenemos de un emparedamiento y que sabemos con certeza que sí ocurrió se debe gracias a un cura bastante chismoso de nombre José de Cuéllar que en el siglo XVII inició sin saberlo uno de los escándalos más memorables de monjas y donjuanes de todo el periodo virreinal.
Sor Antonia de San Joseph, monja del convento de Jesús María, daría a luz a una niña, hija ni más ni menos que de un fraile agustino llamado Pedro Velázquez.
El flechazo se dio un día cuando se vieron en el coro del convento. Él tan serio, alto, pálido y delgado y ella morena, graciosa e inalcanzable comenzaron una relación imposible.
Días después, durante una procesión que observaban las monjas desde su azotea (ya que no podían salir del claustro), el fraile pudo hablar con ella y volver a quedar. Como si del destino se tratase, al lado de la celda de la monja, había una casa que Pedro Velázquez astutamente rentó.
Al poco tiempo, saldría a la luz que ese predio era de una religiosa amiga de Sor Antonia. Ahí, el monje cavó un hoyo donde en principio podía pasar una mano pero al paso de las semanas se convirtió prácticamente un pasadizo para su habitación.
El 7 de diciembre de 1693, la monja dio a luz a una niña de la cual solo sabemos que fue bautizada. Antonia, tras ser descubierta y sufrir el proceso inquisitorial, fue condenada a vivir emparedada, es decir, encarcelada en una celda tapiada por el resto de sus días, sin que nadie pudiese hablarle nunca más.
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Fray Pedro Velázquez fue protegido por un tiempo, pero un giro inesperado de índole político en la orden de San Agustín hizo que al fin se le condenara al exilio en Guatemala bajo castigo de palo de cebo por dos años y, posteriormente, encarcelado en una celda; sin embargo, como se habrán dado cuenta, sor Antonia tuvo un castigo casi inverosímil.
Por esto queridos lectores, les pedimos encarecidamente que si alguien de ustedes ve por la calle de Jesús María del Centro Histórico al fantasma de una monja, le cuente que aunque tarde, Fray Pedro pagó por sus fechorías.
La monja de la calle de Regina
La actual calle de Regina es una de las más fantásticas de todo el Centro Histórico y gran parte de esta fama es gracias al convento al que le debe su nombre. Dentro de su grandísimo repertorio tenemos monjas que hicieron panes que curaban todo, ahorcados por robar la corona de un cristo y, más recientemente, un emparedamiento.
Ocurrió en la casa que se encuentra frente al mural dedicado al gran caricaturista Gabriel Vargas. Se cuenta que habitó un español ricachón de nombre Ambrosio Torres de Medina, quien vino a la ciudad como miembro de la comitiva del Marqués virrey de Salva Tierra. Lo que no sabían es que ese lugar, que en algún tiempo formó parte del convento de Regina, escondía una terrible historia.
Desde la primer noche que pasaron en la casona comenzaron las apariciones; escucharon sollozos y ruidos de cadenas que venían principalmente del patio. Días después una sombra se apareció junto al fresno que estaba en la punta central de la casona. Los encuentros sobrenaturales iban en aumento a tal grado que Lorenza, la esposa de Ambrosio, fue atacada físicamente por el espíritu.
Dos años vivieron así por la cerrazón de Ambrosio ya que a él no le había sucedido ningún espanto, pero no hay fecha que no se cumpla y tras una salida de toda la familia a Coyoacán, se quedó solo en la casa. En su habitación, ya a medianoche, una monja se apareció para contarle el motivo de sus espectrales visitas.
Narró acerca de cómo sus padres la obligaron a tomar los hábitos y que ella nunca dejó de frecuentar hombres hasta que se embarazó por de un donjuan. Las demás religiosas, al saber de esta penosa situación y por miedo a que se supiera fuera del convento, asesinaron al recién nacido y lo emparedaron.
Por esa razón le pedía que sacara los restos de su hijo para que su espíritu pudiese descansar. Ambrosio tal como lo prometió, sacó la osamenta del niño esperando con ello ayudar a que trascendiese de este mundo aquella pobre alma en pena.
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Si te preguntas, querido lector, si esta historia tiene algún registro histórico la respuesta es que no, se contó durante los años setenta en la mítica historieta de Tradiciones y leyendas mexicanas; aunque, hay quienes aseguran que en esa casa azul, en donde actualmente por una módica cantidad te puedes tomar unas buenas micheladas, ya entrada la noche, siguen las terribles apariciones.
La confesión
En la actual calle de República de Nicaragua (antes llamada callejón del Padre Lecuona, justo detrás de la iglesia de Santa Catarina) un cura de apellido Lanzas, guiado por una mujer, caminó a medianoche rumbo a una casa completamente en penumbra. Dentro de la casona hasta el fondo, tumbado en un petate y con una luz muy pobre que arrojaba un pabilo de una vela de cebo, un cuerpo cadavérico esperaba su última confesión.
Tras mirar el cuerpo inmóvil y rígido del enfermo, pensó que había llegado tarde y que no era necesaria la extrema unción cuando de golpe, como si algo lo poseyese, el moribundo se sentó en el petate y comenzó a rezar el confiter deo. El padre, lleno de miedo, no tuvo más remedio que tomar valor, limpiarse el sudor con su pañuelo finamente bordado y llevar a cabo el ritual para salir del sitio lo antes posible.
Se dice que regresó con sus amigos de juego aquella noche a la calle de la Moneda, justo a un costado del palacio de gobierno, y contó lo sucedido completamente perturbado. Uno de ellos tras escuchar al cura lo desconcertó aún más, cuando le explicó que era imposible lo que contaba ya que la casa que describió era suya y tenía al menos 50 años deshabitada.
El clérigo, por los nervios, trató de limpiarse el sudor frío que escurría en su frente y se percató de que el pañuelo se le había olvidado en la casona, así que rogó al mozo que fuera por él pero este, al regresar, le aseguró que, efectivamente, era un predio abandonado.
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A primera hora de la mañana, el cura, acompañado por sus amigos, fue a cerciorarse de lo ocurrido. La casa se encontraba evidentemente abandonada, cerrada con un candado y gigantescas cadenas. Al entrar notó que en el fondo, su pañuelo finamente tejido estaba tirado en el suelo.
La impresión fue tan grande que no volvió jamás a ser el mismo, incluso se convirtió en alguien sumamente reservado y cuando le preguntaban sobre lo acaecido, simplemente bajaba la cabeza y decía “Es que no puede ser… no puede ser”.
Años después, la casa se convirtió en una carbonería y al tirar los muros para edificar el nuevo edificio, se encontraron restos humanos sepultados entre las paredes. Quizá aquella confesión se la debían a quien fuera emparedado en las calles de república de Argentina y Nicaragua. Justo a espaldas del Templo de nuestra Señora del Carmen.
¡Cuántas historias guardan los conventos e iglesias! Algunas muy recientes y otras aún escondidas en crónicas antiguas y papeles viejos que pronto saldrán a la luz, para seguir nutriendo a nuestra querida ciudad fantástica. ¿Sabes alguna que se nos haya pasado?