Inmolación... ¿y si la cuarentena te hubiera atrapado en la oficina?
Gutiérrez era la única persona haciendo cuarentena en una oficina y, para matar el tiempo, se puso a husmear en los cajones de sus colegas.
Por: Colaborador
Vía: Bernardo Esquinca
Era la única persona haciendo cuarentena en una oficina. A Gutiérrez le había tocado la mala suerte de estar de guardia cuando se decretó el aislamiento absoluto por el coronavirus. Y ahora no podía ir a su casa, donde estaría feliz con su colección de videojuegos; ni a la casa de Valeria, su novia, donde tal vez conseguiría un poco de sexo; ni a casa de su mamá, que le haría de comer y le lavaría la ropa.
Llevaba una semana durmiendo en el incómodo sillón del vestíbulo, utilizando su saco como cobija. En la cocineta había tres garrafones de agua y una buena cantidad de galletas y sopas maruchan. Con eso se las arreglaría durante la reclusión que era, en realidad, un estado de sitio: el ejército patrullaba las calles y ya habían sonado varios disparos.
Nadie podía asomar la nariz a la calle a riesgo de ser fusilado. Las cosas habían dado un giro radical en los últimos días: de la respuesta nula del gobierno durante las primeras semanas de la crisis —y las insólitas declaraciones del presidente, quien recomendaba untarse gel antibacterial en el cuerpo como si fuera Coppertone—, al repentino toque de queda, orillado ante la escandalosa cifra de muertos, y los hospitales desbordados de enfermos.
La principal lucha de Gutiérrez en su encierro era contra el aburrimiento. Hacia las once de la mañana ya se había masturbado tres veces, y difícilmente volvería a conseguir una erección durante el resto del día. En la oficina no había Netflix, ni Amazon Prime, ni televisión abierta.
En el celular consultaba las redes sociales, pero sus contactos se habían vuelto aún más patéticos con la pandemia: ponían fotografías y videos de los juegos que inventaban con sus hijos —¡contar lentejas!—, de sus pies apuntando hacia el televisor mientras veían una serie. O peor aún: secuencias de sus rutinas de ejercicios. Los memes lo divertían durante un rato, pero pronto se volvían predecibles, repetitivos.
¿Cuántas canciones más sobre lavarse las manos y el infierno de quedarse en casa con la pareja podría soportar? Si todos supieran lo que era permanecer atrapado en la oficina, dejarían de ironizar. Por ejemplo, el papel de baño ya se había acabado —paradoja: sobraban sopas instantáneas pero no rollos— y había tenido que empezar a limpiarse el culo con las hojas de la fotocopiadora. No había regadera, ni almohadas, ni alcohol. Sabía que el jefe guardaba una botella de Jack Daniel’s en el cajón del escritorio, pero su oficina estaba cerrada con llave.
Los cajones de sus compañeros de trabajo, en cambio, estaban abiertos. Como terapia ocupacional, se puso a revisarlos. El contenido de algunos era anodino: lápices, borradores, clips, calendarios viejos (¿por qué demonios no los tiraban?). Pero el de otros resultó revelador. Domínguez tenía bolsitas de cocaína; Pulido, una revista de hombres musculosos en tanga, y Olga, la secretaria, un paquete de condones sabor a plátano.
Pensó que podría utilizar esa información para chantajearlos, pero se encontraba tan hastiado, que la sola idea le provocaba agotamiento. Siguió husmeando en los cajones, más por inercia que por interés. Estaba a punto de abandonar la tarea cuando descubrió algo que lo puso alerta. Núñez guardaba un sobre con fotografías. Las había impreso, eran importantes.
Comenzó a mirarlas: una mujer posaba desnuda entre las sábanas. En las primeras imágenes no se le veía el rostro, pero en las últimas sonreía a la cámara con descaro. Gutiérrez sintió ganas de vomitar: era Valeria, quien ese mismo día le había respondido con cinismo un mensaje de WhatsApp: “Aún no te extraño, no exageres, solo llevamos siete días sin vernos”.
En segundos, pasó de la incredulidad al enojo. Ahora todo tenía sentido: las miradas entre Valeria y Núñez en las fiestas de la oficina, los constantes pretextos de ella (su novia) para no verlo, la actitud cada vez más esquiva de su compañero de trabajo.
Miró a su alrededor; necesitaba destruir algo, desquitarse físicamente, pero no había nada a la altura de su rabia. Entonces tuvo un pensamiento, que llegó a su mente con la claridad y la contundencia de las epifanías: se enfermaría a propósito de coronavirus y los contagiaría a ambos. Lamería todas las superficies, incluidos los excusados, como hizo aquella youtuber. Y cuando Valeria estuviera en el hospital, conectada a un respirador artificial, le susurraría al oído: “Lo sé todo”, y la dejaría morir sola…
En ese momento, como si fuera un llamado, escuchó un disparo proveniente de la calle. Gutiérrez dejó caer las fotografías y se precipitó hacia la puerta de salida. Nada iba a impedir el pandemónium que se disponía a desatar. Ni siquiera se detuvo cuando el militar le ordenó que regresara mientras le apuntaba con la pistola a la cabeza.