La historia de la Ciudad de México da cuenta de un gran abanico de sujetos que, debido su forma de ser y a sus paradigmas alejados del modelo heteropatriarcal, luchó contra el rechazo, la persecución y el estigma de nombres despectivos como sodomitas o sométicos. Sin embargo, fueron tan solo personas que sintieron atracción por los de su mismo sexo.
Estas minorías siempre han existido y han luchado por ser, por vivir, por amar con libertad. No obstante, la mayoría de las veces han tenido que ocultar sus verdaderas preferencias sexuales para no ser sospechosos, mal vistos y, en el peor de los casos, aniquilados.
La comunidad LGBT+ en la Nueva España
En una sociedad que históricamente ha considerado no solo un pecado sino un auténtico delito merecedor de la pena de hoguera el tener atracción por el mismo género, salir del clóset no era nada fácil. Implicaba ser un sujeto no solo discriminado sino además transgresor.
En efecto, las leyes eran muy severas. Durante la época colonial en la Nueva España, los reyes católicos dictaron que “el somético debía ser muerto a palos y luego pasado al fuego”. Esta severidad no logró sin embargo, desaparecer a los homosexuales, por el contrario estos sujetos se aferraron a existir, relegados al mundo de lo apócrifo o lo oculto.
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La Monja Alférez
La vida de la Monja Alférez se pierde en la leyenda. Sabemos que en realidad existió y que fue una mujer que al escapar del convento donde había sido reclusa desde pequeña, decidió disfrazarse de hombre para embarcarse en calidad de soldado en la flota que partía rumbo a América.
En México y Perú adoptaría una personalidad totalmente masculina: se aficionó al juego, visitaba tabernas, decía malas palabras, varias veces se batió en duelo y también se dedicó a enamorar mujeres. En una ocasión resultó gravemente herida y viendo tan cerca la muerte, pidió un sacerdote ante el que confesaría que en verdad era una mujer.
Después de cumplir su condena en un convento, regresó a Europa donde fue recibida por el rey quien la bautizó como la Monja Alférez, y por el papa, quien le otorgó dispensa para “portar traje de hombre”.
Quizás debido a tratarse de un caso de homosexualidad femenina, menos mal vista socialmente que la masculina, por involucrar a un solo individuo que además pertenencia a una clase social de cierto prestigio y por defender al rey, la vida de la Monja Alférez no implicó un gran peligro como el caso que a continuación se narrará y que supuso un gran escándalo en toda la Ciudad de México.
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La denuncia de un crimen nefando en San Lázaro
Conocemos esta historia debido a la denuncia que la mestiza Juana de Herrera interpuso la mañana del 27 de septiembre de 1657, cuando según dijo en su declaración, al estar lavando sus ropas en las aguas de San Lázaro, unos niños le gritaron que “fuera ver dos sujetos jugando como perros uno encima de otro con los calzones abajo”.
La mujer acudió de inmediato. En efecto vio a dos hombres cometer el pecado nefando y pudo reconocer que uno de ellos era el mulato Juan de la Vega Galindo, que vivía en el barrio de San Pablo, hoy La Merced.
Cotita y el barrio de la Merced
Ese mismo día comenzaron las averiguaciones, sin embargo, Juan Galindo se había enterado de la denuncia interpuesta por Juana Herrera. Intentando huir se mudó de casa en la que fue encontrado por la noche con tres amigos más, todos desnudos. En esas condiciones fueron presos y llevados a la Cárcel de Corte de la Sala del Crimen.
Los vecinos del barrio de La Merced que conocían a Juan Galindo dieron al alcalde una imagen mediante la cual podemos imaginarlo.
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Era un mulato afeminado de más de 40 años de oficio lavandero, traía un trapo amarrado en la cabeza llamado melindre, como los que usan las mujeres, y a su jubón o chaqueta blanca le había cosido cintas de colores que, sensuales, colgaban de las aberturas de sus mangas. Se quebraba de la cintura al caminar, se sentaba como mujer, y le gustaba lavar, cocinar y poner las tortillas en el comal.
Recibía frecuentes visitas de muchachos jóvenes a los que llamaba “mi alma” y se ofendía si no le llamaban a él Cotita de la Encarnación. Cotita o Mariquita eran una contracción del nombre femenino de María, y por lo tanto un calificativo despectivo que Juan Galindo se apropió dándole un sentido distinto: ahora lejos de designar algo despreciable, era signo de orgullo.
Una posible similitud física de Cotita de la Encarnación. Foto: Fragmento Pintura de Castas
Se devela una red de más de 100 sodomitas
En la cárcel, Cotita y sus amigos fueron interrogados y sus declaraciones dieron con cada vez más implicados, en lo que resultó ser una red de más de 100 hombres que se reunían en la clandestinidad vestidos de mujeres en casas y vecindades de la Ciudad de México para cometer el pecado nefando.
En las declaraciones se pudo conocer que además de la habitación que doña Melchora de Estrada le rentaba a Cotita en la Merced, Juan Correa La Estampa había conseguido otra vecindad que utilizaban exclusivamente para estas reuniones y que se hallaba en San Juan de la Penitencia.
El único sitio llamado así en la ciudad en esta época estaba en el barrio de San Juan Moyotla, que luego sería llamado de la Penitencia por el convento que se fundó en este lugar y donde actualmente se encuentra el mercado Ernesto Pugibet, cerca del metro Salto del Agua.
Muchos de estos sujetos como La Estampa o Señora la Grande, eran ancianos de 70 y 80 años que “se holgaban de haber cometido el pecado nefando en esta ciudad por años”.
Esta red de sodomitas fue vista como una gran amenaza por las autoridades que no daban crédito al hecho de que tantas personas hubiesen burlado la ley por tantos años con el “pecado más execrable, innombrable y vergonzoso”.
Señora la Grande y la “perdición” de la ciudad
La historia tradicionalmente se ha circunscrito a Cotita, porque fue la denuncia y su aprehensión la que sacó a la luz el caso, pero lo cierto es que hubo muchos más personajes.
De manera especial queremos destacar al español de 80 años apodado como Señora la Grande, del que dijeron varios acusados que “era el padre de todos”, el que había comenzado las reuniones sométicas en la ciudad antes de que esta se inundase (1629, la gran inundación).
Nos dice Salvador Novo que en el pasado había sido denunciado ante el Santo Oficio por dar falso testimonio, pero fue la virreina de Albuquerque quien se condolió de este anciano y lo destinó de enfermero en el Hospital del Amor de Dios para enfermos de sífilis, donde había continuado con sus prácticas nefandas.
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A punto de ser quemado en la hoguera, Señora la Grande no se arrepentía y decía con orgullo que, en efecto, “había cometido el pecado nefando continuamente en esta ciudad desde antes de la inundación, durante más de 30 años y que tenía perdida a esta ciudad con las personas a quien el susodicho había enseñado a cometer este pecado”.
Lo que dijo Señora la Grande tenía que ver con las creencias sociales que rodeaban a la sodomía, pues desde el siglo XII en España, el rey Alfonso El Sabio había asentado que “solo bastaba que uno cometiera el pecado nefando para que se perdiera para Dios y para el cielo toda la ciudad donde este sujeto radicaba”.
Por tanto, dicho razonamiento derivaba en la conclusión de que Señora la Grande era el culpable de todas las calamidades que caían sobre su ciudad: inundaciones, temblores, sequías o pestes.
El trágico juicio en San Lázaro
La red que se descubrió fue sorprendente por el número de personas involucradas; sin embargo de los más de 100 acusados solo resultaron procesados 15, justo los que pertenecían a los estratos marginales de la ciudad. De ellos uno fue sentenciado a la pena de azotes por ser menor de edad, los demás fueron condenados a la hoguera.
La mañana del martes 6 de noviembre de 1658 salieron de la Cárcel de Corte atados a una cuerda. La muchedumbre los esperaba arremolinada en la plaza mayor y acompañaría a dicha procesión hasta su triste y dramático final en el quemadero para sométicos de San Lázaro, justo por donde se hallaba el Hospital para enfermos leprosos.
Los espectadores se divertían lanzándoles piedras y escupitajos a los 14 sentenciados que, cabizbajos, recorrieron la calle del Reloj hasta la altura del Colegio de San Ildefonso donde dieron vuelta hasta llegar al final del islote. En el bracero de San Lázaro serían molidos a palos para finalmente morir en las llamas de la hoguera.
Al otro día sus cenizas fueron vertidas en el mismo sitio donde Cotita acostumbraba lavar su ropa, justo donde fue descubierto cometiendo el pecado nefando, en aquel lago de Texcoco que siglos después acabaría desecado casi como la historia de este personaje, protagonista de lo que sería uno de los crímenes de odio más terribles en la antigua Ciudad de México.