“Todo tiene un significado oculto simplemente es cuestión de dar con ello”, escribió Francisco Peláez Vega, mejor conocido como Francisco Tario, en el libro de aforismos Equinoccio de 1946. Tario y su esposa Carmen Farell fueron vecinos de Elena Garro y Octavio Paz a principios de los años cuarenta en la colonia Condesa. Francisco y Carmen vivían en la calle de Etla número 24. Elena Garro y Octavio Paz habitaban una casona de dos pisos que compartían con la hermana de Elena, Devaki, y su esposo, el pintor Jesús Guerrero Galván en la calle de Saltillo 117. Los patios traseros de ambas casas coincidían.
Carmen, Tario, Paz y Elena se volvieron amigos cercanos, tendrían alrededor de treinta años. Todo esto se narra de forma minuciosa en el libro Universo Francisco Tario de Alejandro Toledo publicado en 2014. Algunas de sus reuniones fueron grabadas por un gramófono que Francisco Tario había comprado para registrar los momentos en los que tocaba el piano, o hacía adaptaciones teatrales de obras literarias como Drácula de Bram Stoker en compañía de su hermano Antonio Peláez y de Carmen. Al principio Elena y su marido sólo escuchaban los ruidos raros de los vecinos por las noches mientras por las mañanas esperaban la aparición de la misteriosa vecina, como quien espera el amanecer: “…de espléndida cabellera pelirroja, majestuosa, abría cortinas y ventanales recibiendo el aire de la mañana”. O eso es lo que alguna vez contó el pintor Antonio Peláez.
Una lengua universal
En el día hay significado, por la noche hay emoción, leí en alguna parte que no puedo recordar. Poco después se unirían también a ese extravagante ruido que quedó atrapado en las grabaciones que conserva la Fonoteca Nacional en versión digital, una música de fantasmas. A finales de los años cuarenta, Elena se mudaría a París como parte del servicio diplomático de Paz, a un departamento en la calle Víctor Hugo 199 en donde habitaron hasta 1952. Esos días irrecuperables pronunció alguna vez Elena sobre las reuniones con los vecinos: “Después de Etla, todo fue adulto, todo fue sórdido. Un día volveremos a ese orden del juego sin chequeras, sin intrigas, triunfos o derrotas”. Ese día no llegó a su vida, se quedó atrapado en un recuerdo que supo conservar la sensación de no estar tutelada u oprimida.
Una sensación que define otra Elena, Hélène Cixous: “Hay una lengua que yo hablo o que me habla en todas las lenguas. Una lengua a la vez singular y universal que resuena en cada lengua nacional cuando quién la habla es un poeta. En cada lengua fluyen la leche y la miel. Y esa lengua yo la conozco, no necesito entrar en ella, brota de mí, fluye, es la leche del amor, la miel de mi inconsciente. La lengua que se hablan las mujeres cuando nadie las escucha para corregirlas.”
Recuerdos como gatos
Elena había pasado su adolescencia muy cerca de ahí, en la calle de Tampico 21 en la Roma Norte, justo en la esquina con la calle de Puebla. Esa vieja casa ya no existe, en su lugar hay un edificio de color blanco frente al cual me encuentro pensando cuál es el significado oculto en la literatura de Elena Garro, sin duda a sus páginas les escurre la leche y la miel. ¿Se puede recordar algo que nunca ha sucedido? Esa curiosidad está viva en las historias que Elena narra. Por sus palabras caminan como en una azotea los animales de la memoria, los recuerdos, que son como gatos.
Nunca vienen cuando los llamas, algunas veces se dejan acariciar y otras te arañan, duermen de día y salen de noche. Se me ocurre todo esto porque veo un gato de ojos brillantes con su manto largo y negro asomarse por una ventana de los departamentos de aquel edificio blanco. Me da la sensación de que es casi idéntico a mi gato que murió. Entonces, me pregunto, si todos los gatos negros que veo y veré son de alguna forma sólo una extensión del recuerdo de Chucho, mi gato.
Recordar significa etimológicamente tender una cuerda con el corazón. La memoria es el lugar donde lo insignificante y lo decisivo se cruzan. Me monto en un taxi para llegar a Saltillo 117. En el camino pasamos por el parque México, el estómago me duele y las piernas me tiritan. Mi cuerpo sabe algo que tarda en llegar a mi consciencia, recuerda antes. En el temblor del 2017 atravesé por este parque entre una tolvanera, gritos, fugas de gas y personas lesionadas.
Memoria e imaginación
El taxi avanza para dar vuelta en la esquina que hacen el cruce de la avenida Baja California y la calle de Saltillo, una bruma de colores chillones me enciende la mirada. Es una casa con un mural realizado por Mariana Pulido que promociona una película animada inspirada en el llamado realismo mágico de la obra de García Márquez. La novela Los recuerdos del porvenir de Elena Garro publicada en 1963 es el eslabón fundamental de tan famosa forma estética, pero no es ni de cerca tan leída como Cien años de Soledad.
En el inicio de la novela el narrador, que es el pueblo de Ixtepec, dice: “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga.” La poética de la memoria en la obra de Elena Garro es representada por ese arranque en donde aparece la imagen de la piedra y el agua que traduzco como la memoria y la imaginación. La piedra aparente en donde está sentado el narrador y su deseo de regresar al agua. Ambas sustancias se mezclan en las historias que definen nuestra identidad. La memoria es un acto creador. Inventamos parte de nuestra historia personal sin saberlo para que se ajuste con nuestra mirada del mundo. Cambiamos el pasado cada vez que lo recordamos al significarlo de formas distintas. La imaginación es la memoria de lo posible. Por eso se puede recordar lo que está por venir, por eso se puede recordar aquello que nunca ha sucedido.
El taxi se detiene frente al edificio de cuatro pisos naranja con el número 117. Me bajo, saco mi libreta de notas, apunto lo feo que es el edificio comparado con las casas que lo rodean. Imagino que la casa de Elena se parecía a todas las demás que rodean el edificio que parece de oficinas, con un estilo neocolonial, un pequeño balcón, vitrales, y frisos. Algunas personas me observan con desconfianza tomar notas mientras pasean a sus perros a las dos de la tarde. Una mujer se me acerca para preguntarme qué estoy haciendo ahí. Me alejo caminando hasta la calle Benjamin Hill, doblo a la izquierda y continuo hasta Etla.
Un lugar artificial
La Condesa me ha parecido desde hace tiempo un lugar artificial. Una gran puesta en escena en donde todos representan un personaje. Personas con culpa de tener y con miedo a que se los arrebaten. Llego a la bocacalle de Etla, el libre paso está restringido por herrería y una caseta con pluma. Entro sin contestarle al vigilante a donde voy, lo escucho a la distancia decirme: Joven, Joven. Las casas son casi idénticas a las de la calle de Saltillo. A mitad de Etla me encuentro con el número 24 marcado en una placa domiciliaria de talavera adornada con flores amarillas y azules.
En su libro La casa junto al río de 1983, Elena escribió: Si lograba encontrar los restos de la casa junto al río encontraría su presente, dejaría de ser sombra flotando en ciudades sin memoria. Es una casa alta, pintada de blanco, con terraza y plantas. Una puerta roja con una pequeña ventana circular corona mi curiosidad de quiénes serán sus nuevos inquilinos. Una puerta que parece invitación al misterio, al pasado. Enfrentarse al reflejo del pasado produce el exacto pasado y buscar el origen de la derrota produce la antigua derrota.
Ese reflejo se me mete en la carne, es como si hubiera encontrado una mirilla por donde puedo ver la superposición del presente con el pasado como en La culpa es de los tlaxcaltecas. Y el tiempo circular e idéntico a sí mismo, como un espejo reflejando a otro espejo nos repite. Escucho la voz de Elena al interior de la casa como en alguna de aquellas reuniones, o la recuerdo, da lo mismo: “Es la mañana: nardos y rosas mueve la brisa primaveral, y en los jardines las mariposas vuelan y pasan, vienen y van” …