Recuerdo que tomaba la autopista al sur con una taciturna idea de novela en la cabeza y conducía hasta Cuernavaca para recluirme en la casa vacía de los abuelos para intentar por tercera o cuarta vez remontar la historia hasta el fin.
Me sentaba en la mesa redonda del comedor, de noche, y con algo –o mucho– del miedo y de la extraña intensidad que siempre me inspiró esa casa, escribía en un procesador de palabras BROTHER en el que una semana atrás había invertido mi ilusión de convertirme en escritor…, y la suma total de mis ahorros (3,000 pesos, que para entonces era mucho).
La pantalla diminuta era del tamaño de un estuche de anteojos y sólo se podían ver una o dos líneas de texto a la vez. El color de fondo y la forma de las letras recordaban a una calculadora. Se podía emplear de la misma manera que una máquina de escribir, o imprimir posteriormente el texto que se había escrito en la pantalla; una ranura en uno de los costados permitía insertar diskettes de 1.4 Mb para guardar con lentitud pasmosa los trabajos.
Como no dominaba aún su funcionamiento, perdía por accidente oraciones con gran facilidad y me veía obligado a recurrir frecuentemente al manual, que era robusto y de letra pequeña.
Nunca concluí ninguna novela escribiendo en el BROTHER. ¿Porqué había depositado mis esperanzas de convertirme en escritor en un aparato como aquél?
A diferencia de escritores que sobrevivieron la época de las computadoras portátiles, escribiendo con lápiz sobre papel, como Paul Bowles, y los que siguen escribiendo a máquina a pesar de verse envueltos en periplos indescriptibles para renovar piezas descontinuadas o conseguir carretes de tinta que sólo unos pocos comercios nostálgicos siguen dispensando, como Paul Auster, yo confiaba en el romance entre la tecnología y la literatura.
Estaba convencido (lo sigo estando) de que las ideas fluyen de manera distinta escribiendo a mano que garrapateándolas sobre un teclado. Me tocó la generación que pasó de las máquinas de escribir a los procesadores eléctricos, de los procesadores eléctricos a las computadoras de escritorio y de las computadoras de escritorio a las laptops.
Hoy mi procesador BROTHER es un trasto confinado en un clóset, una de esas viejas tecnologías que despegaron y no alcanzaron la altitud crucero, antes de que otras nuevas se aprestaran a desbancarlas.
Un video reciente muestra a un grupo de niños en un colegio francés a los que se les ofrecen aparatos descontinuados: Un diskette, un cartucho de juego para ATARI, un GameBoy, un mouse enorme que parece una aspiradora. Los niños tratan de adivinar para qué servía cada cosa.
Al ver ahora lo descomedidos que son todos, no extraña que muchas veces no den con la respuesta correcta.
¿Cuál es la estrategia a seguir para saber qué perdurará? ¿Hay que desconfiar de los Kindle, los iPapyrus y todos los e-book-readers con que nos tienta (y mucho) el mercado? ¿Durarán?
¿Si compro uno no quedaré de nuevo como el idiota que tiene en su cuarto trasero un ancestro de celular que parece el halcón milenario?
A fin de cuentas, ¿no somos casi todos también como esas viejas tecnologías?
¿Buenas ideas que no pegan?
¿Optimistas que tienen un soplo de esperanza y finalmente no consiguen cuajar?
¿No acabaremos siendo todos ese objeto abandonado en el cuarto de atrás?
Uno de los presupuestos de la literatura es justamente el de perdurar, trascender, inmortalizarse a la posteridad. “El escritor puede morir”, se dice, “pero su obra subsistirá”. ¿Cómo saberlo?
Sabemos de tantos escritores que gozan de un inmenso éxito en su tiempo y desaparecen en generaciones posteriores como una ráfaga más, pasada de moda. Y no solamente los más “populares” o los “menores”, el olvido alcanza también a algunos consagrados entre los premios Nobel.
Aunque se recuerda en la lista de ganadores, el estupendo escritor sueco Par Lagerkvist ha sido casi completamente borrado de las librerías fuera de Suecia. ¿Cómo saber, entonces?
¡Qué valor el de Mark Twain para aplazar cien años la publicación de su autobiografía, apostando a que al público futuro aún le parecería de interés!
¿Vale más entonces confiar en el olfato?, ¿dejarse llevar por la corriente de lo establecido? ¿o no arriesgarse a apostar por nada?
Diversas publicaciones culturales y entrevistas sitúan ya a Roberto Bolaño a la misma altura del firmamento literario latinoamericano que a Cortázar y García Márquez.
¿No nos estaremos adelantando? ¿No resultará ser al final Bolaño igual que mi procesador de palabras? ¿Durará?
En una entrevista, en la época en que estaba ya algo menos enojado con el mundo, el propio Bolaño decía que, en la perspectiva total del cosmos, la voz de un poeta menor y la de Shakespeare valían exactamente lo mismo, puesto que ambas estaban condenadas a desaparecer, a ser olvidadas, a la nada.
Si éste es el caso, entonces puede que a fin de cuentas la estrategia a
seguir da exactamente igual.
Desde el punto de vista de la inexistencia, mi procesador BROTHER y el cluster de una computadora militar que hace millones de cálculos por minuto son lo mismo.
En cuanto tenga dinero voy a comprarme un Kindle.