En días recientes, llegó a las librerías Un verdor terrible, tercer libro del escritor Benjamín Labatut. Editado por Anagrama, el volumen reúne cinco narraciones que escapan a cualquier clasificación y en las que su autor entrelaza ficción y realidad magistralmente, como un mago que atrapa a su público desdibujando la línea de lo posible y lo imposible.
Uno de los ejes centrales de los relatos es la ciencia y los científicos. Hay, por ejemplo, un matemático japonés, llamado Shinichi Mochizuki, quien es capaz de desarrollar una teoría incomprensible para el resto del mundo, quedando aislado por completo del resto. Está también Karl Schwarzschild, astrónomo, físico y teniente alemán, quien, en medio de una terrible guerra, busca encontrar un orden al universo
A través de estos personajes obsesivos, el libro de Labatut nos lleva a cuestionarnos el sentido de la ciencia y el hambre del hombre por hacer suya la naturaleza.
En cada uno de los relatos de Un verdor terrible el lector se encuentra frente a una especie de madeja de estambre de la que hay que ir tirando el hilo, y cada historia resulta más sorprendente que la anterior. ¿Cuál fue la anécdota que detonó la idea de escribir el libro y cómo fue el proceso?
El libro surge de una obsesión con ciertas fallas en la lógica del universo, y mi fascinación con aquellas ideas que apuntan más allá de los límites de la ciencia. El detonante exacto es imposible de establecer: leí sobre el astrofísico Karl Schwarzschild, el primero en resolver las ecuaciones de la relatividad general, cubierto de llagas, muriendo en una trinchera de la I Guerra Mundial; leí que Erwin Schrödinger había desarrollado su versión de la mecánica cuántica en un resort de esquí, con los aros de perla de una de sus amantes en los oídos; leí que un matemático japonés había publicado una prueba que nadie podía entender; leí que los Aliados habían encendido uno de los hornos del crematorio municipal del cementerio de Ostfriedhof —que los nazis había utilizado para pulverizar a niños con discapacidades y pacientes psiquiátricos asesinados por su programa de eutanasia Aktion-T4— para cremar el cadáver de Hermann Göring, quien se suicidó mordiendo una píldora de cianuro en los juicios de Núremberg. Todas esas cosas empezaron a dar vueltas en mi cabeza, pero el hilo de esta madeja, lo que une a todas las historias, es el deseo de indagar sobre aquellas cosas que exceden nuestra capacidad actual de comprensión, que rompen nuestra visión del mundo, o que la expanden hasta volverla inimaginable.
Al final, en el apartado de reconocimientos, explicas que, conforme avanzabas en los relatos, cada vez fuiste metiendo más ficción. ¿Los escribiste en el orden en que fueron publicados? ¿Qué fue lo que te hizo querer inventar cada vez más? ¿Cómo sabías hasta dónde intervenir?
Escribí todos los textos en paralelo, junto a otros dos sobre la llamada “guerra del agujero negro” y el descubrimiento del principio holográfico (dos ideas que le habrían encantado a Borges), pero los terminé descartando. Lo bueno de avanzar así es que las historias se contaminan unas a otras: la niebla de gas venenoso en “Azul de Prusia”, el ensayo que abre el libro, toca la piel del protagonista del segundo cuento, el astrofísico Karl Schwarschild, luego sofoca al padre del matemático Alexander Grothendieck, que muere en las cámaras de gas de Auschwitz, y después de cegar momentáneamente al mismísimo Hitler, regresa al final del libro, convertida en la niebla contra la que pelea Werner Heisenberg mientras tiene la epifanía que lo lleva a descubrir el principio de incertidumbre, o en el veneno en cápsulas que mata a los perros del jardinero nocturno, un hombre que vive solo y aterrado por el horror del mundo, en las montañas del sur de Chile.
El libro entero es ficción; parece otra cosa por cómo está escrito, y por las fuentes fidedignas en que me basé, pero hay ficción en todos los textos. Yo trabajo con materiales reales, pero me interesa menos la verdad que la contradicción. Además, estas historias tienen múltiples significados, algunos más profundos que otros, y a esos no se puede llegar sin la ficción, que le da una infusión de espíritu a los hechos desnudos y los carga de esa cosa únicamente humana, que hace que las historias valgan la pena: el sentido.
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¿Tenías algún lector en mente cuando escribías estas historias? Me surgió la duda al descubrir que en los relatos hay varias referencias a personajes y sucesos históricos, y ciertos temas especializados.
Mi lector ideal es alguien que haya pasado por una experiencia que alteró por completo su sentido de sí misma y su noción del mundo. Alguien que ha entrado, ojalá voluntariamente, en crisis, y que no puede volver a rearmar su cabeza. Yo sé que es mucho pedir, pero tú preguntaste por algo ideal; esa gente (lo digo por experiencia) o no es capaz de leer una palabra, o no hace otra cosa que leer. Es curioso cómo los libros recuperan su importancia, cuando uno se acerca demasiado a la locura, o cuando pierdes lo que más quieres, o cuando de pronto ves más allá de ti y te topas de narices con un abismo. Porque ahí no sirven los amigos, ni la familia, ni el deporte, ni el cine, ni la televisión. Tampoco sirve mucho la ciencia. De ese vacío solo te pueden salvar los libros. Y un tipo específico de libros: los que han brotado, justamente, de ese abismo. Ahora, como el lector ideal no existe, me conformo con cualquier persona que esté obsesionada con entender el mundo.
¿Qué tan cierto te parece eso de que la realidad siempre supera a la ficción? ¿Estás de acuerdo o te parece que solo es algo que repetimos sin pensar?
La mayor parte de lo que decimos, lo decimos sin pensar. Por lo general, el que piensa, calla. Y casi siempre que pensamos, lo hacemos con las palabras y las ideas de los demás. A eso se resisten los personajes de este libro: están buscando nuevas formas de entender la realidad, un nuevo lenguaje, una manera diferente de interactuar. Ese riesgo lo corren pocos. Es muy peligroso salir más allá de los límites del pensamiento aceptado. Hay un castigo natural que te cae encima, porque de alguna forma estás faltando el respeto a la sabiduría común, que brota de lo más hondo, y estás abriéndote, permitiendo que algo nuevo llegue a través tuyo. Es un parto. Y los partos son dolorosos. Hasta hace muy poco, mortales. Porque algo tiene que morir cuando lo nuevo quiere entrar al mundo, y siempre hay un precio que pagar por la sabiduría.
Si tuvieses que trazar el árbol genealógico de Un verdor terrible, ¿qué libros incluirías como sus familiares (papás, tíos, abuelos, etc.)?
Me encantaría decir que es una concepción inmaculada, o que vino un demonio y me puso un huevo en la cabeza, pero todos los libros vienen de otros libros. Un verdor terrible está conectado por un cordón umbilical con Los anillos de Saturno, de Sebald, Algo Elemental, de Weinberger, Las sombras errantes, de Quignad, La literatura nazi en América, de Bolaño, Gigamesh, de Patrick Hannahan, y El camino que el hombre debe recorrer solo, del samurái japonés Miyamoto Musashi. También está muy influenciado (de forma muy extraña porque es un libro que leí después de publicarlo) con La desaparición de Majorana, de Leonardo Sciascia, algo que Borges explicó muy bien en su ensayo Kafka y sus precursores, donde dice que toda obra de arte realmente nueva no solo supone una ruptura con el pasado, sino que altera el pasado mismo, lo que es otra forma de decir que hay escritores que nos influencian desde el futuro, solo que aún no lo sabemos.
Generalmente, la ciencia y el arte son vistas como dos disciplinas opuestas. (Pienso en alguien que decide estudiar música o pintura para evitar las matemáticas, aunque, al final, acabe trabajando con números de una forma distinta). Pero en este libro, me parece, logras mostrar que están más cerca de lo que imaginamos. ¿Por qué crees que tendemos a separarlas?
La mente humana separa las cosas para poder entenderlas. Trazamos líneas en la arena y luego el viento se encarga de borrarlas; ponemos límites en los mapas y esas fronteras, que parecen tan firmes, aguantan hasta que las barren las orugas de los tanques. El verdadero saber es un todo orgánico en que la ciencia abreva de la literatura, y luego la literatura es polinizada por la ciencia. El poder de la ciencia es desmenuzar la realidad y separar los fenómenos en sus partículas elementales. El proceso de la ficción es justamente el inverso: unir los hechos del mundo, sus múltiples partes disgregadas, en una historia. Eso dota a la realidad de aquello que el ser humano —y solo el ser humano— es capaz de crear: orden y significado.
La imaginación, creo, es una de las coincidencias entre arte y ciencia. Sirve como detonante de los grandes descubrimientos y de las grandes obras. ¿Qué valor tiene para ti?
Nuestra especie, desde que talló su primera piedra, ha soñado con vivir dentro de su imaginación. Todo el progreso tecnológico con el cual estamos destruyendo el planeta, ha sido para poder habitar un mundo plenamente humano. La imaginación es peligrosa: la capacidad de imaginar algo, sea una aventura amorosa con tu colega del trabajo, o una nueva partícula elemental, tiene el potencial de generar un desbalance en todo orden de cosas. Por eso creo que debemos volver al modelo que tenían los antiguos sobre la imaginación: las musas, los dioses te regalaban lo nuevo, o lo hacían crecer en ti. La alternativa es que tus ideas surjan de ti mismo. Y ahí hay ocurre un problema que sufren varios de los personajes de mi libro. Schrödinger, por ejemplo, con su función de onda, o Grothendieck con sus entidades matemáticas, o Schwarzschild y su agujero negro: ellos crearon cosas que eran incapaces de comprender. Y no hay nada que le duela más a la cabeza que eso, porque muestra cuán frágil somos, nos muestra que habitamos un modelo del mundo, un modelo que, cuando se rompe, te deja flotando en el vacío.
En la segunda narración del libro, “La singularidad de Schwarzschild”, el protagonista se obsesiona buscando una respuesta que parece imposible de alcanzar. ¿Ponemos demasiadas expectativas en la razón/ciencia?
Uno puede perder la cabeza tratando de entender el mundo. Pero uno también puede volverse loco simplemente yendo a la oficina todos los días, subiendo y bajando del metro, esperando una micro que no llega. Creemos en la ciencia porque no nos queda otra. Es la forma en que avanzamos, tropezando. Pero la ciencia no es solo un método, sino un delirio metafísico: el delirio de creer que el mundo se ajusta a un orden, y que ese orden es algo que podemos descubrir y comprender. Como cualquier sistema de creencias, tiene muchos supuestos, cosas que tienes que dar por sentado; por eso, a mí lo que realmente me interesa son las singularidades, aquellos fenómenos que parecen romper los límites de la ciencia y que muestran de su trama oculta. No solo escribo sobre ecuaciones perfectamente balanceadas, sino sobre el desorden, el caos que hay detrás. Me interesa más la paradoja que la verdad, y eso te lleva, por decirlo de alguna manera, al subconsciente de la ciencia, donde van a morir los sueños de la razón.
En Un verdor terrible están presentes algunos descubrimientos científicos oscuros o destructivos, ¿por qué decidiste enfocarte en esta cara de la ciencia?
La literatura tiene que tener siempre un ojo puesto en el horror. Y si son los dos, mejor aún, para mostrarnos todo aquello que no queremos ver. La ciencia también hace eso, pero digamos que, si ella estudia la velocidad de la luz, la literatura indaga en la velocidad de la sombra. La cara oculta de la ciencia devela que siempre habrá cosas más allá de nuestro alcance; misterios sin solución, paradojas irresolubles. Y está muy bien que sea así, porque lo que no entendemos del mundo, es lo que nos libera. El ser humano puede caer preso de su modelo de la realidad. Es muy difícil mirar más allá de eso porque es aterrorizador. Debemos preservar nuestras sombras, conocer nuestro lado oscuro y atesorar no solo la sabiduría y el conocimiento, sino el misterio. Porque lo más humano es lo que está más allá de lo humano y no es la razón lo que nos mantiene vivos, sino inconsciente. Eso es lo único que nos dota de grandeza. Así que creo que tenemos que seguir avanzando a ciegas. Si camináramos solo donde vemos camino, no llegaríamos a ninguna parte.
¿Qué diferencias encuentras entre entender (o aprehender) el mundo a través de la ciencia y a través del arte?
Son dos visiones necesarias sobre el mundo, y se necesitan la una a la otra, porque ambas tienen puntos ciegos. Si agregas la magia, o sea, la irracionalidad hecha método, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, creo que se forma un triunvirato —ciencia, arte, delirio— que tal vez nos permita entender algunas cosas con mayor claridad. Cada una de esas cosas ilumina las zonas que las demás perspectivas dejan a oscuras. Si hay algo de lo que estoy absolutamente convencido es de la necesidad de tener múltiples puntos de vista —incluso contradictorios— sobre la realidad. La luz de la razón también nos ciega, por eso tenemos que entendernos en nuestras contradicciones. Hay que abrazar la complejidad y construir modelos cada vez más amplios. De lo contrario, es cambiar una oscuridad por otra.