Su nueva sede es ecléctica. Una mezcla entre una casona del Pedregal de los años 50 con un restaurante japonés del siglo 21; decorado minimalista, con mucha madera pero en el corazón de Polanco. Es el nuevo Pujol, el restaurante emblema de Enrique Olvera y está completamente lleno.
Es un miércoles por la noche. Los idiomas se mezclan. Escucho a gente hablando inglés, a otros más en spanglish, a un par en italiano y también oí a una pareja de franceses. En la mesa de al lado come un hombre solo, con un español perfecto, aunque con acento de gringo. Mi novio, el «señor X», quiere saludarlo y decirle: «Buenas noches. Se va a enterar de toda mi vida. Mucho gusto». Las mesas están demasiado apretadas y él siempre ha odiado eso. A mí no me disgusta. Me acostumbré a los espacios reducidos en Nueva York.
Pero Pujol no tiene un espacio reducido y no estamos en Nueva York. La nueva casona tendrá por lo menos unos 450 metros cuadrados, solo de construcción, con amplias ventanas, más una enorme terraza y un jardín. La inversión realizada no es menor y lo merece. Desde hace 17 años, Pujol es referente global del boom que goza la alta cocina mexicana, si acaso vale la distinción entre alta, nueva, tradicional e «inventada». Desde que abrió en su sede original, se convirtió en un imán de críticos de cocina del mundo y en una parada obligada para turistas que peregrinan hacia la casona de Tennyson para probar lo nuevo de Olvera y saludarlo.
Todo un happening en CDMX
La atmósfera del restaurante vibra eso. Un verdadero happening en Ciudad de México. La cocina mantiene la puerta abierta y de ahí entra y sale todo un ejército de meseros, incluido Luchin, el elegante jefe de barra en un smoking blanco. A Pujol y a Olvera los caracteriza una atención inigualable. Los meseros recitan el menú del día (1,839 pesos, por persona, sin alcohol).
Y en el menú se encuentran algunos platillos que hicieron a Pujol célebre: los mini elotes con mayonesa de hormiga y el reconocido mole madre de mil y pico de días, pero además de eso hay nuevos platillos que se vuelven desde ya memorables, como la coliflor con «salsa macha» de almendra y una jaiba que se parece a la que Olvera ofrece en Cosme, el restaurante que abrió en Nueva York y en el que los Obama cenaron en septiembre de 2016.
Enrique es una estrella. Sale una y otra vez de la cocina. Se deja tomar fotos, saluda a los comensales como si fueran sus amigos. A los que le caen mal, como yo, nos saluda de lejos. Esa noche acudieron a la barra de tacos los chefs Elena Reygadas, de Rosetta, y Jair Téllez, el pionero que en 2001 inició una revolución gastronómica en el Valle de Guadalupe con Laja, su restaurante en la zona de Ensenada. Ambos están sentados en la barra de tacos, u Omakase de tacos, como la llaman en Pujol. Una opción adicional para quien no quiere sentarse en una mesa y probar los seis platillos del menú y prefiere la innovación en los tacos creados en la barra, por el mismo precio que el menú de cena, pero con maridaje de alcohol.
Pujol y sus problemas menores
Pujol es un restaurante mexicano que bien podría estar en Londres, Nueva York o París. Una basílica de la gastronomía sin estrella Michelin, porque Olvera no ha conseguido posicionar uno solo de sus restaurantes en esta codiciada categoría.
Estrellas Michelin aparte, Pujol tiene algunos problemas menores. Uno de ellos es la música. Un mal ajuste en la bocina hace que el sonido tenga altibajos y la playlist de la noche podía haber sido el de cualquier restaurante de un suburbio de Atlanta, y no de la capital latinoamericana más sofisticada que hay hoy en el mundo.
Otro problema adicional son las pancartas que se pueden ver en dos edificios contiguos. A los vecinos de la zona no les importa tener en su calle al mejor restaurante de México y que con ello el valor de sus inmuebles se aprecie todavía más. Los vecinos reclaman que Pujol viola uso de suelo, aunque el predio cuente con una licencia de servicios desde 1992. Los vecinos impugnaron en tribunales y la pelea será larga.
Al final, Pujol, con todo y su mala música o el costo, es un lugar que merece ser visitado, aunque el teléfono de reservaciones nunca sea atendido y pese a que haya lista de espera. Como decía el escritor Carlos Monsiváis, eso es el éxito.