Nunca ir a comer a un restaurante japonés nos pareció tan envuelto en misterio como el hallazgo de Hiyoko. Una fachada negra y discreta (muy alejada de la iluminación cálida a los que nos tiene acostumbrados los restaurantes japoneses) nos recibe, pidiéndonos que toquemos la puerta.
Misma que es abierta y nos transporta a otro mundo muy lejos de este. Los espacios son pocos, así que conviene reservar antes de llegar (sólo tiene 14 lugares) y así tener el privilegio de ver al chef Shigetosi Narita preparar las aves. Porque en este lugar, sólo se sirven aves.
En base a esta premisa, se construye una variada oferta gastronómica: sashimi de avestruz, kushiyaki de pollo y tostada wonton de foie gras y trufa negra. Platillos que pueden ser acompañados por la extensa oferta de vegetales (calabacines, zanahorias o elotes).
Para los menos aventureros, se recomienda el jamón de pavo con mojo y wasabi, el cual es emplatado en una delicada tabla de madera. De hecho, aquí la comida es emplatada como si fuera un cuadro minimalista, es pura composición plástica. Nada de solo comer y ya, Hiyoko te ofrece la experiencia completa.
El omakase significa -literalmente- que pones en manos del chef lo que comerás. Esto hace que te sientes y esperes a que el chef te sirva lo que mejor le apetece, si bien es un opción costosa, es mejor que ver el menú con cara de indecisión.
El quid de este lugar, es ir con la idea de que probaras codorniz, pollo y avestruz de maneras que no te has imaginado y sólo por eso, vale la pena ir y tocar la puerta.
Por cierto, Hiyoki significa pollito, Yakitori: frito y Ya: tienda.