No faltan buenas opciones de comida libanesa en la capital. El restaurante del Centro Libanés, empero, tiene lo suyo en tradición y comodidad. El sitio es amplio y bien iluminado, con grandes ventanales que tienen vista a las albercas del Centro. Si te pones exigente, puedes criticar lo gastado del mobiliario y la alfombra –como de vieja cafetería venida a más–, pero si caíste allí es porque tienes antojo de jocoque (el seco es un poco más agrio que el de vaso, que parece yogurt natural), de berenjena molida o asada, de garbanza, de tabule (el plato tradicional libanés a base de trigo, perejil, jitomate, cebollín, limón y aceite de olivo), de tacos de col, de hojas de parra o de keppe crudo o charola (carne de carnero). Se antoja compartir todas esas delicias colocando los platos al centro.
Entre las especialidades destaca el pollo shestauk, que viene cortado en aciditos y rosados trozos marinados una noche antes en salsa de betabel, limón y ajo. El filete de pescado tahine, bañado con una espesa salsa de ajonjolí de sabor suave, es otra agradable sorpresa.
Modérate con el crujiente pan tostado árabe si quieres llegar al postre: dedos de novia con nuez y mamules de dátil parecen placeres extraídos de Las mil y una noches. Empalagosos, sí; de alto contenido calórico, también. Pero siéntete tranquilo, pues la ingesta del ubicuo trigo le hará bien a tu organismo. Entre semana coexisten en este comedor socios del Centro y ejecutivos de la zona; sábados y domingos se dan cita nutridos contingentes de la comunidad libanesa.