Pecar de Gula
De todos los puestos del mercado de Coyoacán, el de la señora de la fruta “cara” y, por fuera, el del Jardín del Pulpo, siempre fueron los que más visité. La buena fruta y los pescaditos rebozados, cómo no. Pero un poquito más escondido, a un lado del puesto de los tés y la esoteria –digamos, más hacia las pollerías–. Vendían bolas de queso hebra, quesillo, de ese que sabe ácido, húmedo y juguetón. Creo que esa es mi memoria más vieja de Oaxaca.
Mi educación me hizo aprender a memorizar miles de canciones. Bailar a los Teen Tops, declamar Margarita, y desde muy niña me supe todos los corridos. El del Caballo Blanco siempre me gustó cantarlo y, por extrañas razones, aseguraba que el caballo había olvidado geográficamente la sierra oaxaqueña; pues entre Ensenada, Escuinapa o los Valles Centrales estaba convencida de que el animal habría escogido los pastizales que rodean a Mitla. Ahí otra muy vieja memoria de mi afinidad con Oaxaca.
Decenas de veces observé anonadada a las mujeres cargando iguanas en la cabeza en Pinotepa Nacional. Acampé en Chacahua y en otras costas aledañas, y continúa mi fascinación por los molinillos para chocolate y su muy particular tallado. Las salsas martajadas en piedra de río o la infinita elegancia de los moles oaxaqueños han sido mis bocados más afines. Soy de esos cielos rosas, de esas paredes rojas, de esa flora costeña.
De Oaxaca me gusta todo, o casi todo
Es cierto, los viajes a Oriente a probar cocina local maravillan, pero comer en las playas oaxaqueñas ostiones recién sacados por el buzo y vestida con los huipiles más finos, a los que mi madre me hizo aficionada, me hace mucho más feliz.
Me atan lazos invisibles con esa tierra de cientos de municipios y árboles de huaje. De Oaxaca me gusta todo, o casi todo: aunque mi vida estuvo cercana a Toledo, no me gusta el arte moderno oaxaqueño.
La mesa del comedor en la que aprendí a comer no la heredamos de ningún pariente mixteco, pero sí la recogimos en carreteras tropicales cruzando la sierra. Conozco las recetas más increíbles del Istmo de Tehuantepec y, aunque soy tan chilanga como la plaza de San Juan Bautista y sus tostadas de pata, saber comer, vivir y venerar Oaxaca es muy mío.
Los mexicanos somos así, arraigados, orgullosos. Aunque reticentes de nuestra identidad y nuestro origen, nos sabemos las canciones de nuestra tierra, vibramos alto cuando izan la bandera y siempre tenemos una buena historia de comida que contar.
Caminaba hace poco las calles de ciudad de Oaxaca después de haberme comido una de las mejores conchas de mi vida, cuando se apareció ante mí la casa que mis hijas podrían regalarme para más pronto que tarde mudarme a aquel estado costeño, taimado, recio, y moverme entre mar y sierra comiendo y cocinando. La vida es corta y Oaxaca infinita.
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