Bolillo. Ese pan mágico y versátil. Dorado y crujiente por fuera; blanco y suavecito por dentro. Con o sin migajón. Solo o convertido en torta. Aquí lo comemos como sea a la hora que sea y donde sea. Este es, de todo el universo panero de la Ciudad de México, nuestro pan entre los panes y te decimos por qué.
Chilangxs somos —no hay que olvidarlo— tanto quienes nacimos en la Ciudad de México como quienes se han asentado en ella. Así lo indica la Academia Mexicana de la Lengua y así mismo es el bolillo; el pan que, extrañamente, se asentó aquí antes de nacer y que todo el país usa para convertirnos en meme, para reducirnos a un chiste en el que aparecemos siempre como una masa hambrienta y obsesionada con convertirlo todo en una torta, aunque el resultado sea exagerado, redundante y absurdo o hasta desagradable para algunos.
Un chiste que sí somos porque, en efecto, todo lo podemos —y queremos— encerrar en un bolillo. Un óvalo de harina que es ingrediente, acompañante y hasta medicina porque, así como nos quita el hambre, el bolillo también reduce nuestras penas y nos quita el susto.
Llegó a nosotros a paso lento y tras muchas peripecias, como todo lo que llega para quedarse. O al menos eso es lo que nos dice la teoría más aceptada sobre su origen, que cuenta que todo se lo debemos a un militar y panadero de origen belga llamado Camille Pirotte.
Y es que, aunque el antecedente del bolillo, el denominado “pan francés”, estaba presente en el territorio desde la Colonia, este estaba destinado al Virrey y su corte y jamás al resto de la población, que tenía que conformarse con comer pan basso, pan bajo (ahora pronunciado “pambazo”), el cual, de acuerdo con Virginia García Acosta en el libro Las panaderías, sus dueños y trabajadores, Ciudad de México, siglo XVIII, se hacía “mezclando los esquilmos o restos de harina cernida, o con harina proveniente de trigos averiados o de calidad inferior”.
Algo que cambió durante el Segundo Imperio Mexicano cuando Maximiliano I decidió que el modo europeo de hacer las cosas (incluyendo la gastronomía) tenía que popularizarse y les pidió a las tropas francesas que llegaron durante la Segunda Intervención que le enseñaran sus oficios a la gente. Los soldados comenzaron su tarea. Estaban en Guadalajara.
El bolillo quita el susto…
… pero solo si estás en ayunas. De acuerdo con estudios de la UNAM, solo así su glucosa y carbohidratos nos ayudan a contrarrestar la pérdida de energía y el aumento de acidez estomacal que padecemos tras recibir un buen susto. Pero, aunque confiamos en la ciencia, también respetamos la sabiduría popular: ¿te asustaste? Ve por tu bolillo. Que nadie te quite ese placer.
Lo que los tapatíos quieren que sepas
Aquí es donde aparece el buen Camille, quien en tiempos de paz era panadero. Cuenta la Blibliothèque des levains de Puratos que, tratando de hacer pan francés —pensemos en hogazas y baguettes—, el también soldado se vio en problemas, ya que no había levadura en la ciudad. Para resolver el problema decidió hacer masa madre, pero como la presión era mucha y el tiempo poco, la pudo fermentar solo unos pocos días.
El resultado fueron unos bollos ligeramente alargados, con corteza dorada y crujiente e interior más denso que el de nuestro querido bolillo. Un pan que Camille Pirotte vendía fresco a los soldados franceses reservando lo que quedaba de sus ventas para regalarlo a la gente de México al día siguiente. Lxs locales le agarraron cariño al belga y con el tiempo decidieron bautizar al pan con el apellido de su creador, aunque no lo pronunciaban bien. Punto para los tapatíos.
El birote o virote —ambas formas de escribirlo son aceptadas— se convirtió en un pan popular por ser económico y fácil de hacer, por lo que la gente que había aprendido el proceso de trabajo de Pirotte comenzó a replicarlo.
El ingrediente principal de las tortas ahogadas había nacido y su presencia se fue expandiendo hacia el centro del país, donde comenzó a tener variantes; primero la telera —que a diferencia del bolillo se divide en tres y lleva un toque de manteca y azúcar en la masa— y después el bolillo que, pese a tener los mismos ingredientes, es más pequeño y ofrece una corteza más delgada y un interior más suave, características que ya se habían convertido en referencias de cómo debía ser un pan de sal desde la Colonia.
A esto se le añadió su rápido tiempo de cocción que permitía atraer a la gente a las panaderías con tandas recién salidas del horno, una costumbre que se reforzó en el siglo XX gracias a la tecnología —dándonos más y más bolillos en intervalos de 20 minutos— y que perdura hasta el día de hoy. Nuestras madres nos siguen enviando a comprar bolillos bajo amenaza: más nos vale no agarrar de los que ya están hechos, hay que esperar a que los nuevos salgan.
Bolillos, bolillos everywhere
El bolillo es, como vimos, dos veces chilango: por asentamiento y por nacimiento. Un pan que, por 2.50 pesos, nos da saciedad, nos quita el susto y refuerza nuestra identidad. Las y los chilangos nos hemos hecho una fama bien ganada de poder comer todo lo que esté envuelto en un bolillo.
A veces con solo un poco de mantequilla con azúcar, otras —si los partimos a la mitad— convertidos en molletes o tecolotas o bañados en jarabe de piloncillo para la capirotada. Hay gente que no se come el migajón y este termina convertido en adornos para la casa.
Otros lo comen solo a rebanadas como acompañamiento y muchxs los prefieren rellenos de chilaquiles en una buena torta o con tamal para que amarre en una buena guajolota, quizá el desayuno chilango por excelencia. Una sobresaturación de carbohidratos surreal para quienes critican nuestra masa rellena de masa, pero donde el trigo y el maíz se funden en un solo sabor mestizo.
Un alimento picante y caliente que se come rápido, muchas veces de pie o caminando rumbo al Metro, y que se pasa mejor con un atole calientito, para contrarrestar las mañanas cuando se sienten frías o eternas. El bolillo es a la vez alimento y envoltura, invención europea, pero realidad chilanga, un pan que nos demuestra que Chavela Vargas tenía razón cuando decía que los mexicanos nacemos donde se nos da nuestra chingada gana.
El bolillo nuestro de cada día
Nos da mucho y exige poco. Un bolillo puede hacerse con tan solo cuatro ingredientes y el procedimiento es tan sencillo que puedes hornear los tuyos en casa. Te decimos cómo.
¿Y si te dijéramos que consumes 32.5 kilogramos de pan al año? Según la Cámara Nacional de la Industria Panificadora (Canaipa), esta es la cantidad per capita en México.
Además, existen 750 variedades de pan tanto dulce como salado, y el rey de esta última categoría es, obvio, el santo bolillo.
De acuerdo con Ari González, de Buñuelo, una característica típica del bolillo es que, al armarse, deben dejarse dos puntas redondeadas en los extremos y el color al finalizar el horneado es dorado. Es una pieza muy versátil, ya que puede ocuparse para cosas tanto dulces como saladas.
“Existen muchas preparaciones que se pueden elaborar con el bolillo; incluso, en algunos lugares, es uno de los ingredientes que se ocupa para la elaboración de los moles”, dice.
Al bolillo también se le conoce como “pan herido”, por el corte que se le hace a la mitad. Ari dice que este corte “se debe hacer una vez que el pan está fermentado para que, al momento de hornear, este se abra y forme un tipo de cresta”.
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Para el chef Aquiles Chávez, dueño de La panadería de Sotero en Pachuca, Hidalgo, el bolillo debe llevar solo cuatro ingredientes: harina, agua, sal y masa madre, pero en muchas preparaciones aparecen también ingredientes como el azúcar o la manteca de cerdo. “El secreto para obtener un buen bolillo es una buena fermentación y tener un horno que genere vapor que le dé la característica de crocante”. Un buen bolillito se identifica si, al partirlo, cruje. Ñom.
Y bueno, ahora que sabes todo sobre este manjar, te compartimos la receta de Buñuelo.
¿Cómo se hace el bolillo?
Rinde: 25 piezas
Ingredientes:
• 1 kilo de harina de trigo
• 20 gramos de sal
• 20 gramos de azúcar
• 30 gramos de levadura
• 80 gramos de manteca vegetal
• 620 mililitros de agua
Procedimiento:
1. Colocamos el agua en la batidora.
2. Agregamos el resto de los ingredientes y amasasamos hasta lograr punto de liga (punto en el que, al estirar la masa, se logra crear una malla muy fina sin que esta se rompa).
3. Dejamos reposar 30 minutos.
4. Porcionamos piezas de 70 gramos (es importante utilizar una báscula de cocina para esto) y dejamos fermentar.
5. Armamos las piezas y colocamos en charola.
6. Cortamos y horneamos a 225 grados Celsius con vapor durante 18 minutos.
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