Si hay un negocio que ha logrado reunir bajo un mismo techo a hipsters, oficinistas, policías, modelos y vecinos, es Tortas al Fuego. Para cualquiera de los anteriores, resulta imposible resistir el aroma del trompo de más de 100 kg siendo rebanado a pie de calle. O el sonido de las milanesas en la plancha, que sin duda obliga a poner un pie dentro.
La historia de este lugar empezó hace treinta años, cuando Jesús Cárdenas, vendía pollos rostizados y mariscos (tampoco entendemos la combinación). Pero fue hasta que el jalisciense se dio cuenta que su gusto por encerrar guisos entre dos tapas de pan era un éxito entre sus comensales.
Así nacieron oficialmente las “Al Fuego”. Aunque algunos ni siquiera saben su nombre. En la zona son conocidas como “las 24/7” o “las tortas de Sonora”. No obstante, generaciones de hambrientos y transnochados han curado (por lo menos una vez) una cruda, amanecido una fiesta o dado paz a un estómago insomne.
Este rincón de una de las colonias que menos duerme en la ciudad, tiene algo para cada gusto. Es refugio de quienes probaron la torta de pierna de cerdo o la de cochinita pibil y vuelven. Pero también de quienes se echan un caldo de gallina, un costillar o unos chilaquiles acompañados de un agua de fruta de a litro.
A la sombra del techo metálico del local de afuera, llegan los que van aprisa. Algunos aseguran que las tortas y sándwiches saben distinto, pero están hechos con exactamente los mismos ingredientes. Una de dos: o es la mano del tortero o el mágico acto de comer de pie.
Ante sus órdenes de tacos y su temible salsa roja, desfilan comensales con tacones, sillas de ruedas, antebrazos tapizados de tatuajes o nutridos con anabólicos, bolsas del mercado o patinetas en la espalda. Lo que demuestra que si hay algo que logra reconciliar lo irreconciliable, es la comida.
Amén.