Los tótems chilangos, aquellos emblemas que consideramos como sagrados, están en nuestra rutina y son parte del ADN defeño. Tal es el caso del sonido del fierro viejo, los rótulos en los puestos de lámina o el “Rambo” bailarín sin playera del centro; pero hay uno, crujiente por fuera y esponjoso por dentro, que nos da el súper poder de convertirlo todo en torta.
Epicentro de nuestro alivio ante cualquier mal, el bolillo es un abrazo para el estrés, el miedo a los temblores y un propulsor para nuestra creatividad culinaria; por lo mismo, no es raro que comamos tortas de tamal, de esquites o de tacos.
Tenemos un peculiar instinto por hacer cosas surrealistas sin intención, como cuando le festejaron el cumpleaños a un bache en Iztapalapa, el pato con tenis que paseaba por el metro y hasta organizar una fiesta en un pesero y llamarlo “Microbús Party”. Las siguientes tortugas justifican la frase “chilangxs siendo chilangxs”.
De chilaquiles en Catakill
Esta es la historia de la extraña relación entre la tortilla remojada y el bolillo, casi imposible de asimilar en pro- vincia pero amada en muchas esquinas de la Ciudad de México, y es que aquí, todo se aliviana dentro de un pan, incluido nues- tro miedo a los temblores.
La naturaleza chilanga sustituyó el plato de cristal por uno comestible debido al estilo de vida acelerado. Salir de casa temprano e ir desayunando mientras caminamos hacía el metro sin la necesidad de cubiertos, es esencial para subsistir en nuestra selva cotidiana.
Catakil es una de las pioneras en vender esta combinación, receta que no es tan moderna como pensamos. La historia comienza en la década de los 1980, cuando la abuela Natividad les preparaba de lunch escolar tortas de chilaquil a sus nietas, entre ellas Cata, la fundadora de este negocio ubicado frente a la Estela de Luz, un puesto ambulante que alimenta por las ma- ñanas a los miles de Godínez que laboran en las mini ciudades verticales aledañas.
La pequeña Cata ahora es madre y junto con su descendencia madrugan para tener listos estos manjares a partir de las seis de la mañana que anuncian con el grito de guerra: “¡Tortas de pechuga, pechuga con chilaquil, chilaquiles!” Como si fueran las campanadas de un templo, lxs comensales se empiezan a congregar en una fila enorme para comulgar la santa Torta de Chilaquiles, conformada por una base de frijoles negros, chilaquiles, pechuga empanizada, cochinita pibil, crema, queso y una salsa de habanero que te despierta a la primera mordida.
Tortas Catakil, uno entre cientos de negocios que venden este desayuno chilango, tiene una esencia peculiar, una herencia familiar, dinámica transgeneracional que nació de un lunch escolar y que ahora es un tótem para descubrir la ciudad. El árbol genealógico de la torta de chilaquiles está fuertemente vinculado con el de Cata y su hija Daniela, quien continúa con esta deliciosa tradición y tiene un peculiar gusto por la estación de empanizado, debido al desestrés que esto le ocasiona.
Es el amor, el legado y la sazón familiar, la mezcla perfecta de valores que las ha llevado a merecer el premio por ser la Mejor Cocina Urbana 2024. Decenas de reseñas chilangas enaltecen este pequeño gran puesto ambulante. Si te das la vuelta, no olvides saludar a Cata.
DÓNDE COMERLO…
TORTAS CATAKILL
Frente a la Estela de Luz y la Puerta de Los Leones de Chapultepec.
Lun-dom: 6-10h
Bomba: $70
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