Entre el caos que ha provocado la imposibilidad de asistir a las escuelas, madres, padres e hijos enfrentan un reto monumental que los obliga a adaptarse a nuevas relaciones, dinámicas, recursos y espacios. Debe de ser durísimo ser niño y estar privado también de la magia: el recreo, la cáscara de fut y compartir el lunch con tus carnales, por eso que no falte la lonchería.
Quiero creer que hoy los niños están comiendo mejor, en casa y lejos de las etiquetas de “alto en calorías”, “alto en sodio”, “alto en todo”, pero no puedo evitar pensar en la ausencia de esos almuerzos escolares que tienen un papel fundamental en la construcción de la memoria gustativa personal y hasta colectiva, si vemos a los alumnos de una misma escuela como un universo de gente con un pasado en común.
En mi escuela había lo mismo que en el resto: papitas, chescos, donas y mucho de lo que se encuentra en la tiendita. Paralelo a la chatarra, también se ofrecía un platillo distinto cada día.
Comida de verdad cocinada por mujeres de brazos poderosos. Algunos lunes había chilaquiles verdes, los más pastosos que haya comido jamás, pero con un picor riguroso y correctísima acidez.
Cada dos martes había tacos dorados de papa, con crema, queso y una salsa verde espesita. Impresionantes, que nos hacía decir que no falte la lonchería. Apenas sonaba la campana en miércoles y la raza corría desesperada a formarse.
¿La razón? Molletes: mantequillosos, calientitos y con un pico de gallo precioso. Había días de pambazo, torta o sándwich. También banderillas. Los viernes eran de pizza.
De manera intercalada, un viernes gris se vendían rebanadas de megapizza de Benedetti’s, mientras que el siguiente viernes veía la luz la reina madre de nuestra lonchería, la que fuera bautizada, de manera no oficial, como la grasopizza: una tortilla de harina embarrada de puré de tomate, algo de orégano y un chingo de queso derretido, tan grasoso que parecía que la pizza llevaba aceite extra. Impecable.
Viajaba sobre uno de esos platitos de cartón guango, al que se le escurría el queso por las orillas. Por tratarse de una tortilla de harina y no una base de masa de pizza, se podía doblar y comer como una señora quesadilla con ínfulas de italiana. No le hacía falta ni Valentina. Si algún sabor representa la vida en el patio de mi escuela, ese es, sin duda, el de la grasopizza.
Entre los muchos motivos por los cuales nos urge el fin de la pandemia, hoy toca lamentarnos por uno más: que lo mejor de la escuela no se les escape de las manos a los niños. Y eso incluye, necesariamente, que no falte la lonchería jamás.
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