Quizá lo has visto en el cine: los muñecos, los zombis, la magia negra, todos esos mitos del imaginario colectivo. Desde 2009 ya hay quienes ofician ceremonias en la ciudad y fuimos testigosde una de ellas en un templo improvisado en el norte del DF.

En un pequeño terreno baldío, a espaldas de un conglomerado de edificios, se ha levantado una pequeña lona de plástico blanco. Unas personas empiezan a dibujar símbolos en el suelo. Una cruz, un círculo, un cuadrado… Representaciones de espíritus. En un extremo del templo improvisado hay una mesa sobre la que se despliega una serie de objetos que conforman la ofrenda: velas, frutas, botellas de alcohol, entre ellas, una de aguardiente repleta de chiles. Se trata de la mesa de los muertos, me explica el venerable, instancia más elevada del vudú, quien regaña a varios integrantes porque no se puede fumar ni beber antes de la ceremonia.

Llevo unas semanas tras el rastro de haitianos que puedan facilitarme información acerca del vudú, religión oficial en Haití desde 2003 –en México, el INEGI clasifica el vudú como religión ocultista–. Lo que sé es que es una doctrina basada en el animismo, creencia de que las cosas y los elementos naturales están animados por vida y alma; que llegó a América por los esclavos africanos; que bajo el yugo europeo camuflaron sus creencias y prácticas con las cristianas, para de esta forma conservarlas; y que, por la fuerza de las cosas, ese sincretismo dio paso al vudú actual.

Pero quiero conocer más: quiero constatar los clichés explotados por Hollywood, saber de los muñecos, los zombis, la magia negra, de los mitos y leyendas que pueblan el imaginario colectivo cuando se habla de vudú. Pero sobre todo, quiero ver. Ver cómo, por ejemplo, un espíritu está a punto de tomar posesión del cuerpo del houngán (oficiante de grado inferior al del venerable).

De este modo, una noche acabo en el norte del DF, y Ricardeau y Emmanuel me dejan echar un vistazo fugaz a sus vidas, para, de paso, desbaratar todos mis prejuicios.

Vida de brujo

Hace cuatro años, Ricardeau manejaba su carro por las calles de Port-au-Prince, era contador y tenía casa propia. Ahora camina las calles del DF, a tres mil kilómetros de la tierra que lo vio nacer, trabaja como jefe de almacén en la cafetería de un hospital, da clases de francés y es sacerdote vudú. ¿Qué hace aquí? Quiere conocer nuestra cultura. ¿Es feliz? Casi: le falta su propio templo.

Su nombre completo es Ricardeau Pierre Poyau y dejó su vida en Haití para venir a conocer: le llegaron rumores de ciertas similitudes que alineaban México con Haití. Y así, coincidiendo con que México permitió la entrada de mil haitianos en calidad de refugiados después del terremoto que azotó la isla en 2010, y que en el DF vive un amigo suyo, Emmanuel Délicieux, vino a probar suerte. Su padre, fallecido hace dos años, le legó el conocimiento y una pila de títulos: venerable, masón, kabbal.

Días después de la ceremonia, nos vemos en casa de Emmanuel, donde Ricardo –a partir de ahora lo llamaré así, que es como prefiere que le digan aquí en México–, alto, enjuto y de rasgos afilados, habla tranquilamente, eligiendo cada palabra. Me cuenta de las semejanzas espirituales entre México y su país. «Todos los productos espiritualistas que hay en Haití pueden encontrarse en La Merced», asegura. Me platica del Día de Muertos, que también celebran en Haití, y del Santo de la Tierra, San Patricio, que ellos llaman Kouzin Zaká.

Este hombre de 38 años tiene mujer e hija, vive en la zona de La Raza y trabaja de siete de la mañana a 10 de la noche. Cuando su horario se lo permite, se desplaza a las mejores colonias del DF para enseñar francés. A partir de las 10 pm recibe consultas en su casa, donde tiene habilitado un cuarto para ello.

«Me contactan por teléfono o por face –me cuenta–. Al día tengo entre 15 y 20 consultas. Curo enfermedades, hago limpias y veo temas relacionados con el amor. Si alguien me necesita, me manda un correo, y yo le pido su fecha de nacimiento. Sin cita previa van siete u ocho a mi casa. En un cuarto tengo una mesa, un altar, botellas, y lo que hace falta para bajar el espíritu. Antes de llegar tendrás que comprar una veladora, una botella de alcohol. Podría hacer la consulta sin bajar un espíritu, pero me gusta bajarlo para que la persona tenga más confianza, porque la gente a veces necesita algo más concreto y, si son tímidos, se desinhiben».

Cómo se siente ser poseído, le pregunto. «Cuando el espíritu entra en mi cuerpo, después no me acuerdo de lo que pasó. El espíritu puede dejarme un mensaje para continuar el trabajo con la persona. Cuando el espíritu entra en mí, pierdo todo, no siento nada, sólo siento cuando va a entrar porque noto mis músculos muertos».

Así, poco a poco, el venerable va desmenuzando una historia que se antoja quijotesca. Entre otras cosas, tiene la idea de crear un templo vudú en México. Hasta que eso llegue, dice que se conforma con rentar un departamento de dos habitaciones, una como tienda, otra como consultorio. «Estoy empezando Centaurus Centro Espiritual, para vender cosas típicas de Haití: pulseras, artesanías, perfumes para cada signo zodiacal, ropas africanas, haitianas, nigerianas, de nuestros antepasados. Y telas con vevé (símbolos que representan espíritus)».

Busca el reportaje completo en la edición de febrero de la Revista Chilango, en tu puesto de revistas favorito y en tiendas departamentales.

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