Así es como el skateboarding está transformando la CDMX
Los teóricos dicen que este año se cumplen 40 del skateboarding en la CDMX, que ha ido cambiando los espacios públicos y su vocación en toda la ciudad.
Por: Jesús Pacheco
El skateboarding en la CDMX está celebrando 40 años
Hay quien asegura que este año se cumplen cuatro décadas desde que hay skateboarding en la CDMX. Aquellos pioneros del asfalto imaginaron una ciudad llena de provocaciones. Algunos llegaron a ser arquitectos e historiadores: hoy siguen transformando las calles.
A estas alturas pocos lo recuerdan, pero hubo un tiempo, a mediados de los 70, en que la fuente del Parque América frente a la iglesia de San Agustín, en Polanco, era diferente. Decenas de jóvenes habían invadido ese lugar para convertirlo en el spot ideal para practicar skateboarding.
Nadie sabe con claridad quién fue el pionero. Alguien, en aquellos años, viajó a Estados Unidos y, entre su equipaje, introdujo la primera tabla de skateboarding en la CDMX. De pronto aparecieron por las
calles jóvenes de cabello largo que avanzaban veloces sobre tablas de madera con cuatro ruedas.
«De los primeros lugares donde se patinó fue Bosques de las Lomas. Todas estas calles con una pendiente muy fuerte son donde se empieza a dar ese surf de banqueta con tablas largas», sostiene Érik Carranza, integrante de Anónima Arquitectura, despacho que desde hace años reflexiona, entre otras cosas, sobre la forma en que el skateboarding ayudó a reconcebir nuestras calles.
«Después, la práctica baja a Polanco —sigue Carranza—. Es desde ahí que se extiende por las colonias que la rodean hasta llegar a la zona centro y a la periferia».
La fuente del Parque América era entonces uno de los pocos sitios en la capital con las características para imaginar que se estaba en una pequeña alberca vacía californiana, en donde podía practicarse todo tipo de trucos y piruetas. Patinar era en el fondo eso: imaginar la ciudad, apropiársela y transformarla.
Cuatro décadas: cuatro ruedas
Circula por ahí una playera conmemorativa que lo asienta: este 2017 se cumplen cuatro décadas de los inicios del skateboarding en la CDMX. Usar como referencia histórica una t-shirt quizá sea impreciso; es también una forma de rendir tributo al libérrimo espíritu de quienes rechazan cualquier domesticación del patinaje sobre tabla. Pero el dato viene avalado: la playera está firmada por “Batman”, Raúl Vargas, uno de los pioneros del skate y del diseño de rampas en México.
Lo cierto es que, en 1975, Ogui Camacho —El Ogui—, administrador del célebre Skatorama, uno de los primeros skateparks capitalinos, ya patinaba. Así se asienta en Skatetography, la extensa investigación sobre skateboarding, espacio público y zona metropolitana que elaboran desde hace tres años los integrantes de Anónima Arquitectura.
Los trabajos de este despacho, fundado por Sindy Martínez y Érik Carranza, suelen colindar con el arte, la movilidad, la habitabilidad y la urbanística. Desde su práctica se han preguntado, por ejemplo, cómo un lugar puede ser apropiado por un sector de la sociedad —sobre todo los jóvenes— a partir de elementos como un graffiti en un muro, un sticker en un parabús o un ollie en las escaleras de una plaza pública.
En aquella década, el skateboarding en Estados Unidos era cada día más popular y a la vez evolucionaba. Comenzaba a dejarse atrás el estilo de las acrobacias sobre la tabla, para dar lugar a otro más agresivo, veloz, arriesgado y en constante reto a la gravedad, con la llegada del Zephir Competition Team —los Z-Boys: Tony Alva, Jay Adams y Stacy Peralta—, un trío de patinadores provenientes de Dogtown, uno de los barrios más pobres de California. Ellos establecieron una nueva forma de relacionarse con el concreto.
A partir de tours por Norteamérica, donde demostraron sus habilidades a bordo de una tabla, se convirtieron poco a poco en leyenda. La directora Catherine Hardwicke cuenta su historia en la película de 2005 Lords of Dogtown.
Mientras tanto, la práctica del skateboarding en la CDMX se contagió a la zona de la Jardín Balbuena. La apertura en 1993 de Bal-Skate –primer parque de patinaje en México, más tarde conocido como La Fuente– y las características de diseño urbano de los alrededores contribuirían a ello.
También eran días de peregrinaje: los patinadores se trasladaban de un extremo al otro de la ciudad para experimentar el skate en su totalidad. Hubo algunos intentos exitosos a lo largo de los años, pero tuvieron que pasar cuatro décadas para que la propia ciudad buscara la creación de espacios exclusivos para patinar. Al final ha sucedido: la era del skateboarding en la CDMX ha comenzado.
Arquitectura para rodar
Desde una patineta, la ciudad se experimenta distinta. Lo saben quienes han decidido montar en una tabla de madera con dos ejes y cuatro ruedas, esa que un día inventaron los fanáticos del surf en territorio californiano, allá por los años 50, para fantasear con que el concreto podía ser una extensión del océano y su oleaje.
«Cuando patinas, todo el cuerpo tiene que estar presente, tienes que saber moverte —sostiene Érik Carranza—. Cuando caminas, lees la ciudad completa; cuando patinas, la fragmentas, como si empezaras a abstraer, y de un edificio sólo ves el barandal, la escalera. La volumetría al final se vuelve contexto; la ventana pasa a un tercer plano».
Érik y Sindy, artífices de Anónima, han documentado durante los últimos cuatro años la escena del skateboarding en México. Aunque el estudio informal, empírico, comenzó hace más de tres lustros, desde que él comenzó a patinar: «Entonces no patinábamos en las calles principales, sino en las secundarias. El asfalto estaba recién hecho y te aventabas toda la colonia (Jardín Balbuena) de corrido. Luego tenías oportunidad de ir recorriéndola por las diferentes cerradas, los retornos y te ibas moviendo con la patineta».
Para esta investigación los mueve el impulso por conocer las acciones que tienen efecto en la ciudad. Descifrar qué provoca que en un lugar baile la gente o que en una calle surjan comunidades de indigentes. Ellos reúnen decenas de conversaciones con los protagonistas de la escena skate, desde los que abrieron hace tres décadas las primeras tiendas de patinetas —detonando, sin querer, zonas donde deslizarse en una tabla comenzó a ser común— hasta los personajes que han sido fundamentales en la reutilización de espacios públicos con ayuda de la patineta.
En un primer tomo, Anónima abordó el vínculo del skate con la arquitectura y el espacio público. En él analiza por qué en algunas zonas de la ciudad se empezó a patinar más que en otras, cuáles fueron las características espaciales que provocaron que así fuera y la relación de las tablas con la música. Luego llegó una segunda parte, que recorre las distintas visiones de la ciudad: la lúdica, la histórica, la comercial.
Además de la teoría y el registro fotográfico de los lugares abocados a la patineta, Anónima busca hacer un manual de diseño para skateparks: «Ahorita se están construyendo muchos, pero se siguen construyendo mal. Todo el mundo piensa que es muy fácil hacer uno», sostiene Érik.
Desde su perspectiva, varios factores deben considerarse al momento de planear un parque de patinetas. En principio, la comunidad, quiénes patinan y le darán uso. Por otro lado, debe tomarse en cuenta la necesidad de un lugar así. Aún existen delegaciones que no tienen espacios para patinar y los skaters tienen que desplazarse a spots tradicionales o viajar a parques lejanos.
Otro factor es la velocidad. En México, los patinadores suelen ser más lentos que en Estados Unidos. La razón: aquí hay que sortear baches, el concreto de las banquetas muchas veces está mal colado o lo ha levantado un árbol. Como consecuencia, los patinadores comenzaron a aprovechar esos accidentes topográficos en beneficio del disfrute, pero en detrimento de la velocidad.
Para Érik Carranza es fundamental que quienes se involucran en la construcción de estos
parques hayan patinado en algún momento de su vida: «Patinar cambia completamente la forma de ver las cosas. No es lo mismo caminar, que tus pies toquen el concreto, a estar ocho centímetros por encima del pavimento sobre una tabla».
Un skater en la familia
De sus 44 años, Raúl Mendoza ha dedicado 30 a patinar. Es uno de los pioneros. Su papá fue de los primeros en abrir una tienda y Raúl creó el skatepark La Fuente. Creció en la colonia Jardín Balbuena, donde se desarrolló el skateboarding en la CDMX durante los años 80, y hoy es presidente de la Asociación Mexicana de Patinadores, además de team manager de Nike SB México.
«La Jardín Balbuena era un punto muy importante para el oriente de la ciudad. En Ciudad Deportiva había una fuente, que estaba en la explanada de la delegación, entonces mucha gente que vivía por Neza, por Moctezuma, llegaba a patinar ahí. Hicimos un pequeño estudio de por qué surgió el skateboarding en esa zona: mucha gente tenía familiares en el extranjero trabajando y les mandaban patinetas», explica Raúl.
Cuando era todavía adolescente, él y su familia fundaron la primera pista de patinaje en el país: Bal-Skate. Desde muy temprano, Raúl tuvo la inquietud de crear rampas. La primera que construyó la hicieron con palets que encontraron tirados en algún lado. De hacer rampas pronto pasó, todavía menor de edad, a organizar concursos en diferentes retornos de Balbuena. No pasó mucho antes de convertirse en team manager del equipo que representaba a su marca.
Pero cuando el peso perdió tres ceros, el deporte también cayó. De ser una actividad cara –comprar una tabla con todos sus accesorios, llantas, trucks, baleros, podía significar más de 50 salarios mínimos–, se volvió algo impagable para mucha gente. A partir de entonces, Raúl comenzó a coordinar eventos de hockey en línea. Más tarde dejó el hockey y comenzó a trabajar para diferentes marcas de tenis. Esa experiencia le sirvió para detectar una carencia en la infraestructura del skateboarding, así que comenzó a orientar su vida a la generación de espacios.
En su carrera ha colaborado en la creación de nueve pistas, lo mismo como diseñador que como constructor, además de servir como vínculo entre los jóvenes y las instancias de gobierno. Cuando Nike empieza a desarrollar operaciones formales de skateboarding en la CDMX, lo buscan para sumarlo como team manager y asesor.
Entonces entra en contacto con California Skateparks, empresa que diseña y construye pistas, además de organizar competencias. Con ellos, en esfuerzo conjunto con Nike y el
Instituto Mexicano de la Juventud, trabajó en la construcción de Templo Mayor, en el Parque de la Juventud: el primer skatepark en Latinoamérica certificado por Street League, “la NBA de las patinetas”.
Cuando un skatepark está certificado, es posible hacer torneos internacionales en él. En mayo de este año se efectuó ahí la tercera edición de AMPA Latino, con una bolsa de 10 mil dólares. «Me di cuenta de que era sencillo —confiesa Mendoza—. Si tienes la intención de hacer un verdadero servicio para la comunidad y hay gente involucrada con esa misma filosofía, es viable».
Han quedado atrás los años en que Raúl patinaba afuera de la tienda de Balbuena, cuando los vecinos lanzaban cubetas de agua al pavimento para ahuyentar a los “mugrosos”, esos “vándalos” que iban de un lado a otro encima de sus patinetas. Raúl lo resume así: «Poco a poco, la gente fue teniendo un skater en la familia».
Un millón de patinetas
Hay quienes aún prefieren el mármol o los acabados pulidos para patinar. Para ellos, la ciudad es un lugar lleno, más que de obstáculos, de provocaciones. Aunque deban huir del guardia de seguridad de cuando en cuando, la experiencia de la calle puede ser insustituible. Pero hoy las opciones de practicar skateboarding en la CDMX se multiplican.
En la Ciudad de México se tiene registrada cerca de una veintena de espacios para patinar, entre spots y skateparks. Un spot es un lugar adoptado por los patinadores por algún rasgo atractivo: un barandal lo suficientemente largo, un piso liso, una serie de pendientes para deslizarse. Mientras que un skatepark es un sitio especialmente diseñado para practicar trucos de diferentes grados de dificultad con la patineta.
Entre estos últimos se cuentan los bowls de Tlatelolco y Cabeza de Juárez, además de los skateparks de Parque Bicentenario en Azcapotzalco, el JFK en Jardín Balbuena, el Fishbone en la Agrícola Oriental, el de Huayamilpas en Coyoacán o el Parque Cuitláhuac en Iztapalapa.
Fue hace tres años cuando la infraestructura del skateboarding en la CDMX empezó a esparcirse por doquier. Vinculado a las estrategias de la Capital Social, el gobierno capitalino buscaba «promover la integración social a través de áreas de convivencia y activación física» y «rescatar los espacios públicos y entregarlos a los ciudadanos».
No fue gratuito: la Asociación Mexicana de Patinadores tiene ubicados alrededor de un millón de practicantes del skateboarding en la CDMX.
Patinar para recuperar espacios
Teme sonar como un anciano, pero José Mariano Leyva, director del Fideicomiso del Centro Histórico, no puede guardárselo: cuando él vivía en Cuernavaca, todavía adolescente y lejos de saber que un día se dedicaría a la historia, la escritura y la gestión pública, era “patineto”.
«Probablemente no tan bueno como ellos», dice mientras señala a la decena de adolescentes que se deslizan de un lado a otro en el skatepark de San Antonio Abad.
Barrio San Antonio fue inaugurado en junio, se trata del primer parque para patinar en el centro de la ciudad. Su construcción fue promovida y gestionada por el Fideicomiso que Leyva encabeza.
En Cuernavaca también vivieron, a principios de los 90, la fantasía californiana. Leyva recuerda la emoción de saltar rejas o bardas para entrar en casas desocupadas y patinar en sus albercas vacías, aun cuando estas eran cuadradas, desprovistas de la curvatura necesaria para deslizarse.
«Cuando llegamos al Fideicomiso, nos plantearon el proyecto de San Antonio Abad y nos pareció casi natural poner un skatepark en el lugar. Presentamos el proyecto al jefe de gobierno hace ya casi dos años».
Leyva alude a una suerte de voluntad en el Fideicomiso a estimular dos expresiones, mientras intenta preservar el patrimonio histórico: el graffiti y el skateboarding. Se trata de una ecuación complicada. «Los graffiteros suelen pintar donde no deberían y a todos nos duele, sobre todo a los historiadores. Pintan en una iglesia con tres o cuatro siglos de historia. Eso los pone en un límite desafortunado. Sé que hay cosas ilegales mucho más graves, pero eso sigue siendo ilegal».
Leyva ve con tristeza, por tomar un ejemplo, que no pueda disfrutarse de la remodelación reciente del Templo de San Agustín, joya arquitectónica del siglo XVII. Le duele porque la remodelación a cargo de la UNAM fue sensacional, pero debe permanecer oculta detrás de mamparas por situarse en una zona intensa de graffiti ilegal.
«Con los skatos pasa algo muy parecido y no les vamos a lanzar jamás a la policía. Vimos que estaban patinando en plazas recién remodeladas, como La Alameda o Seminario, fascinados por los tubos y los bordes para rielear. El problema es que cuando tú rieleas, desgastas la piedra o el fierro. ¿Qué haces? ¿Les pones a la policía? No: les das sitios para patinar», dice.
Situar un skatepark en San Antonio Abad, a unos metros de donde se ubicaba un tianguis de mercancía ilegal, tiene que ver con un ánimo de recuperar la zona, reto que el Fideicomiso compartirá con la Autoridad del Espacio Público. Además, el Fideicomiso cuenta ya con un mapeo de dónde podrían ser bien recibidos otros parques de patinaje. En la zona de La Lagunilla, por ejemplo, le servirá a quienes hoy patinan en la plaza de la Conchita, recién remodelada.
No imponer, integrar
La vitalidad y la ocupación. Eso es lo que pueden aportar las patinetas al espacio público. Los integrantes de Anónima Arquitectura están convencidos de ello: «Si tienes a 10 personas patinando a la medianoche en un espacio público, ese lugar se vuelve mucho más seguro –explica Érik Carranza–. Esa vitalidad tiene que ver con que un patinador atrae gente que no necesariamente esté involucrada en el skateboarding; solamente con el hecho de que alguien se detenga a verlos ya generas una ocupación que muchos espacios públicos no tienen».
El más reciente skatepark diseñado por el equipo de Anónima se inauguró el 20 de octubre en el nuevo Parque La Mexicana, de Santa Fe. El proyecto consiste en una repetición de los flujos de los usuarios que han usado el espacio como un andador peatonal, una ciclovía o una trotapista.
«El trazo es muy orgánico, la estrategia fue repetir el trazo original, generar calles. El skatepark se conforma por franjas de calles que, al repetirlas, crean una plaza. No fue una imposición, sino una integración», detalla Carranza.
Hoy, con el boom de los espacios dedicados al skateboarding en la CDMX, de pronto Anónima recibe llamadas de amigos pidiéndoles sugerencias porque van a empezar a diseñar un skatepark. La recomendación suele ser la misma: «No diseñes un skatepark, diseña un espacio público en el que se pueda patinar; que en la banca en la que se va a patinar se pueda sentar una persona, que el barandal le sirva a una persona de la tercera
edad, pero que también sirva para patinar».