María del Carmen Maya Granados estaba en el piso 18 de la Torre Bancomer, sobre avenida Reforma, cuando sintió la primera sacudida del sismo del 19 de septiembre de 2017. Esta vez era real. Dos horas antes había participado en el simulacro que conmemoraba el terremoto de 1985, el mismo que destruyó más de 400 edificios en el entonces Distrito Federal.

Quién podría adivinar que 32 años después —como si el desastre fuera un búmeran que regresa al mismo sitio, en la misma fecha— el suelo volvería a cimbrarse. Siete minutos le había tomado salir a la calle durante el simulacro. Dos horas más tarde, decidió confiar en la solidez del acero y el concreto.

Ella y otra veintena de trabajadores esperaron que el milagro de la arquitectura fuera efectivo y se reunieron en una zona de seguridad. Entre llantos y rezos, las manos de todos se buscaron hasta fundirse en un abrazo. Fue entonces cuando las vieron, a través de los amplios ventanales de la torre: una, dos, tres nubes de polvo se levantaron hacia el cielo, eran las casas, los condominios, los edificios que caían.

Allá afuera estaba la ciudad, las colonias Condesa, Escandón, Roma, Narvarte. Y aquí, adentro y en las alturas, estaban ellos, testigos privilegiados del desastre, de los incendios que aparecían a lo lejos, de las ambulancias que comenzaron a sonar cada cinco segundos, de los helicópteros que volaban en círculos. «Así deben verse las bombas cuando caen», pensó María del Carmen cuando una nueva nube de polvo apareció. Otro edificio colapsaba.

La historia se repite con una exactitud cínica. Imposible olvidar cuando tenía 19 años y, en esta misma fecha, la ciudad se derrumbó. Ella ahora es diferente, pasaron años de trabajo y estudio, los hijos, el esfuerzo constante por levantar un hogar y una carrera. La vida entera que, en un estornudo de la tierra, puede apagarse.

El vaivén de la tierra

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Foto: Mariana Limón

El mareo repentino; se aferran a lo que pueden, a las columnas, a las paredes. Se escuchan Aves Marías y Padres Nuestros en varios idiomas y acentos. La Terminal 2 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México de pronto parece una Torre de Babel a punto de caer: asiáticos confundidos intentan comunicarse con los demás, pero no hablan español; europeos solitarios esperan indicaciones en inglés.

Hasta hace unos minutos, a la Puerta N de la terminal habían llegado hasta 30 mexicanos deportados de Estados Unidos. Recién llegados, dóciles, cada uno afirmaba con la cabeza a todas las indicaciones de los agentes de migración. Sin maleta, cargando un frágil costal blanco con sus pocas pertenencias, se limitaban a preguntar por la estación de Metro más cercana para alejarse luego con los hombros caídos.

Fue un verano intenso. Apenas unas semanas antes, la lluvia convirtió en ríos las principales avenidas, diluvios bíblicos azotaron la ciudad. Los socavones se abrían como cráteres en mitad del asfalto y tan sólo 12 días antes, el 7 de septiembre, un sismo de 8.2 grados, con epicentro en Chiapas —el más intenso en casi un siglo, rezaron los periódicos— hizo que todos entraran en pánico. No hubo mayores daños en la capital.

Ingenuos, los citadinos se sintieron a salvo una vez más, pero la tragedia había fijado ya una cita.

Ahora todo cruje: Las ventanas, las paredes, la misma tierra. Son las 13:15 y afuera el concreto se ha partido en dos. Una señora, recostada en el pasto, se lamenta por su tobillo lesionado. Ancianos en sillas de ruedas luchan por avanzar entre la marea de gente. Hay añicos de vidrio en cada pasillo, pedazos del techo, grietas. El personal de seguridad empuja a los que dudan: «¡Avancen!, ¡rápido!, ¡la zona no es segura!, ¡no se detengan!, ¡faltan muchos por salir, no estorben!». En medio del pánico alguien dice: «No vuelvo a viajar a la ciudad en 19 de septiembre,  el día está maldito».

Ya han sido afectados 180 vuelos. «Se debe revisar la pista, contacte a su aerolínea», es la instrucción a los viajeros confundidos. Con Protección Civil y los bomberos también llega el olor a gas.

El aeropuerto ofrece taxis grupales gratis para acelerar la evacuación. Algunos deportados aprovechan para huir, con su costal blanco a cuestas. Ningún familiar vino a recibirlos. Un terremoto de 7.1 grados y una ciudad hecha trizas les da la bienvenida… habían llegado en pleno sismo del 19 de septiembre de 2017.

El epicentro de la tragedia

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Foto: Tomada de Twitter

El llamado de auxilio inundó primero las sociales, después las estaciones de radio, la ciudad entera se enteró en cuanto las vías de comunicación se restablecieron: una escuela, en la Colonia Nueva Oriental Coapa, se había desplomado.

El Colegio Enrique Rébsamen contaba con alrededor de 300 alumnos en sus aulas. Ante las primeras sacudidas, la zona más cercana a los puntos de seguridad de sus instalaciones fue desalojada. En esa área, explican vecinos de la colonia, estaba la mayor parte de los estudiantes. Fue en el punto opuesto, al oeste, sobre la calle Rancho Tamboreo, donde los techos y los muros cayeron sobre alumnos, maestros y la misma directora de la escuela, quien esa misma noche sería rescatada ilesa.

«Fue un desplome, no hubo posibilidad de nada. Como una película de terror: el techo se vino abajo con los niños dentro», dice Mireya Martínez, quien vive justo enfrente de la escuela y vio todo. Ante la emergencia, convirtió su casa en albergue, baño público, centro de acopio y abastecedora de agua.

Unos pasos más adelante, en la esquina de Calzada de las Brujas y Miramontes, Laura Macías hace sonar el claxon de su camioneta para que los voluntarios se acerquen. De su cajuela saca cinco bolsas de hielo y dos botellones de agua. Un minuto después, Gabriel llega en una moto con ocho bolsas de hielo y algunas vendas. Después Daniel, con una bolsa de medicinas,  que incluye antibióticos y analgésicos. Javier Ortega, médico, está aquí porque leyó en internet que hacía falta quién atendiera a los niños. Otros voluntarios desalojan las calles de peatones para que puedan circular las patrullas, camionetas de carga y carros de volteo.

Cientos de rescatistas voluntarios se mezclan con efectivos de la Marina y miembros de la Gendarmería. También llegan soldados, bomberos, policías, boyscouts, curas. Todos intentan aliviar un poco la pena de los padres que aún no reciben noticia de sus hijos. «No quiero que el beso que me dio mi niño en la mañana sea el último», solloza una madre en medio del caos.

Ante la tragedia, lo mejor de la ciudad sale a la superficie. Acostumbrados a la lenta reacción de las autoridades —o a la indiferencia—, nadie esperará una instrucción oficial  y miles de voluntarios se vuelcan hacia las zonas del desastre. El terremoto también provoca que otras ruinas —morales, éticas— afloren. Ahora mismo, por ejemplo, entre las cadenas humanas que acarrean cascajo de mano en mano, entre los cajones llenos de cuadernos para colorear que quedaron regados entre el polvo, un grupo de rescatistas emerge de entre los escombros cargando una tina de baño, intacta, perfectamente blanca. La pregunta es inevitable: ¿qué hace una tina de baño dentro de un colegio?

Algunos días después, Ernesto Núñez, en el periódico Reforma, explicará los motivos del desplome: «Obras de ampliación que habían sido suspendidas por presuntas irregularidades; una clausura por exceder la altura permitida para una escuela, y la construcción de dos casas de los propietarios encima de las instalaciones escolares».

La escuela, además, operaba con un permiso falso de uso de suelo. A las 8:00 de la noche, el presidente llega a ofrecer condolencias a los padres de los niños. Lo hace en medio de la oscuridad. Hasta ese momento, 40% de la ciudad permanece sin energía eléctrica.

Toda confusión es imprevista en medio del sismo del 19 de septiembre de 2017

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Foto: Cuartoscuro

En el Colegio Enrique Rébsamen algunos de los niños atrapados se llaman y se apellidan igual. Al dolor de los padres se añaden los malentendidos, la incertidumbre. Los rescatistas aseguran que hay una niña entre los escombros. Se llama Frida Sofía.

Todos los medios le dedican un espacio al tema y las televisoras deciden centrar toda la cobertura del terremoto en la figura de una niña que, durante toda la noche, estuvo a punto de ser rescatada. Elena Villaseñor no se quita los lentes oscuros. Seguramente no ha dormido un minuto y quiere ocultar sus ojos hinchados. Desde que comenzaron las búsquedas, colocó un par de tendederos frente a la escuela. Allí colgaba la lista de los niños y adultos rescatados. Gracias a ella, muchos padres pudieron enterarse de la situación de sus hijos: «Yo voy a esperar hasta que el último niño salga —dice—. No sé cuánto me dé el cuerpo, pero espero que el espíritu me alcance».

Hasta el martes 19 de septiembre la situación era controlada por los vecinos y rescatistas civiles. El miércoles 20 las cosas han cambiado: el Ejército, la Marina, la Gendarmería y la Policía Federal han tomado la emergencia en sus manos. El rescate se torna más complicado: cada uno de los polines con los que se ha intervenido la estructura están dañados y los boquetes que se han abierto han debilitado lo que queda del colegio. Cualquier movimiento en falso puede provocar un nuevo desplome.

Sólo las cámaras de televisión tienen acceso al interior del lugar. Los demás periodistas son colocados en un área donde podrán registrar—les dicen— el rescate exitoso. No ven nada pero, de pronto, alguien aplaude y la algarabía se contagia hasta generar una ovación. Los paramédicos corren, suben y bajan aprisa. Alguien pide oxígeno y suero, dos camillas entran al área afectada.

Los rescatistas confirman: han logrado sacar a Frida. Entonces llega la ambulancia. La información vuelve a ser una maraña de malentendidos y rumores. Frida sigue atrapada, dicen. No, a Frida la están estabilizando. Frida, eso es seguro, será rescatada esta noche. Lo asegura la Marina, lo repiten los presentadores de televisión, lo dicen las rescatistas y la Cruz Roja, todos.

Mañana descubriremos la noticia de que Frida nunca existió. En total 11 niños fueron rescatados y otros 19 fallecieron en el derrumbe. Cinco días después, el cuerpo de Reyna Dávila, una empleada de intendencia, será recuperado de entre las piedras; con ella sumarán siete adultos muertos.

Ahora llueve. Diluvia. El agua comienza a disolver toda esperanza.

Una maquinaria humana

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Foto: Cuartoscuro

Han pasado cerca de nueve horas desde el sismo del 19 de septiembre de 2017, que derrumbó unos 40 edificios en la ciudad. Todavía es martes y en las instalaciones del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas de la colonia Obrera hay unas 200 personas reunidas, todas equipadas con palas, picos y cascos. Un enjambre de motociclistas llega desde algún hospital, transportando a estudiantes de medicina y paramédicos.

«¿Cómo que ya no necesitan ayuda?», se queja un muchacho, albañil de 22 años, fornido y con la pala en la mano. «Pero si dicen que hay más de 100 personas atrapadas en los escombros».

Ha oscurecido, son las 9:00 o 10:00 de la noche. La información hasta el momento es que una fábrica de textiles se ha colapsado, con una docena de trabajadoras adentro. Pero una docena de trabajadoras parece poco para una fábrica.

En realidad, el inmueble albergaba varias empresas de distinto giro. Dashcam System, una compañía que comercializaba cámaras de seguridad para vehículos, propiedad de José Lin, un coreano naturalizado paraguayo, que murió en el desplome; Mex Toys y ABC Toys, dos importadoras de juguetes de Taiwán, sus dueñas también murieron; SEO Young Internacional, donde se fabricaba bisutería para vestidos; Línea Moda Joven, propiedad del empresario judío Jaime Askenazi, quien también falleció durante el colapso. Operaba en el inmueble, además, Sandalmex, una pequeña fábrica de sandalias.

En la esquina de Bolívar y Chimalpopoca hay alrededor de 800 personas, quizá más. Cardúmenes de rescatistas, policías y amas de casa esperan su turno para ayudar a acarrear escombros o víveres. Taiwaneses exigen traductores para buscar a sus familiares atrapados bajo la fábrica. Un grupo de topos independiente escarba hasta encontrar el cuerpo de Askenazi. Una vecina llora al recordar a las costureras que hacían ropa para Zara, Palacio de Hierro y Liverpool. Hay sacerdotes, albañiles, mujeres que ofrecen comida a los voluntarios, cadenas humanas que retiran piedras o proveen de víveres a los rescatistas.

No hay una coordinación real; hay voluntad pura, un orden improvisado y orgánico. La maquinaria humana que suda e intenta sobreponerse al miedo, al polvo.

La voz sale del megáfono

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Foto: Heriberto Paredes

Estamos a una cuadra de una montaña de piedras, otra vez en el inmueble de Chimalpopoca. Son las 5:00 de la tarde del jueves 21 de septiembre. Una chica chaparrita, ataviada con casco, botas y un chaleco fosforescente, dice: «Ya no hay comida, ya no hay agua, ya no hay medicamentos. Los brigadistas ya se fueron, aquí ya no los necesitamos.

«Alrededor de las 12:00 se volvió a meter la máquina, se buscó en el lugar donde el último perro rascó, ladró y orinó, pero no había nadie.  Escarbamos también en la cisterna que decían que era sótano, pero no lo es».

La chica comienza a mostrar hojas con notas de trabajo, diseño de cortes de ropa, documentos que registran sueldos, un diccionario español-coreano, deshojado y sin pastas, con un nombre escrito con tinta azul en el lomo: Verónica. Pedazos de otra historia aún por descifrar.

Los rumores corren y en minutos se vuelven ley. Hace unas horas, la posibilidad de que la maquinaria pesada comenzara a remover escombros inquietó a todos. Una brigada de mujeres exige seguir buscando, asegura que aquí laboraban decenas de personas asiáticas y centroamericanas en condiciones de explotación.

Una comitiva de diplomáticos de Guatemala, El Salvador y Honduras acude al lugar. La información se desmiente: ninguna víctima era centroamericana… pero el rumor sigue. Los cuerpos de seis mujeres taiwanesas son recuperados. La brigada feminista exige la lista de trabajadoras y transparentar las condiciones en las que laboraban; no es para menos: de las 228 personas fallecidas en la Ciudad de México, 138 fueron del sexo femenino, incluidas 16 niñas.

Un día después del sismo, la empresa Micmar envió una notificación a sus empleadas: tenían que presentarse a trabajar en el Tribunal Superior de Justicia, un edificio que presentaba daños visibles, ubicado en la calle Isabel La Católica, a unos pasos del inmueble que cayó en Chimalpopoca. El sindicato no pudo defenderlas: eran empleadas subcontratadas y la empresa amenazó con descontarles la quincena entera si no se presentaban en el edificio.

No fue el único caso. En la misma calle «una decena de personas empleadas de la diseñadora Sarah Bustani se encuentra en un edificio laborando de manera forzada, a pesar de que Protección Civil lo había clausurado por las condiciones inseguras», reportó Agencia Proceso.

Ahora los cuerpos militares controlan el acceso de voluntarios. Judíos, chinos, taiwaneses, coreanos preguntan por sus familiares o trabajan entre los escombros. Llegan granaderos a resguardar la calle y llevar los víveres a otro punto. Militares restringen el acceso. La brigada feminista exige todavía que se retire la maquinaria pesada y que se continúe con la búsqueda.

Al otro día, un mensaje aparecerá sobre una de las bardas que permanecen en pie: «Nuestros cuerpos no son desecho».

El puño en alto significa silencio

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Foto: Getty Images

Han pasado 24 horas desde el sismo y la lista de decesos crece. Mientras tanto, la silueta de los brigadistas se ha convertido en un elemento común en la ciudad. Muchas ferreterías cercanas a las zonas de desastre agotaron ya los chalecos anaranjados, los cascos y los guantes de trabajo: el outfit del brigadista se volvió obligatorio para muchos, aun cuando no participaran en los rescates.

Hoy, 20 de septiembre, estamos frente al vestigio de lo que antes era un edificio de siete niveles, en la calle Coquimbo 911, en Lindavista. Entre los marcos de ventana regados por la calle y los ladrillos rotos, a un costado del auto que quedó sepultado por el polvo, el puño de un brigadista se alza al cielo. Otro más lo imita al instante; los demás, también. Y esa imagen, la del brigadista con los ojos clavados en el suelo, el oído atento y el puño en alto, se ha convertido en un símbolo capaz de detener el tiempo.

Sí, el puño significa silencio, pero no luto. Aquí, frente a las ruinas de lo que un día fueron 14 departamentos, entre los escombros, el silencio significa vida.

Las razones para que caiga un edificio pueden ser muchas: El tipo de suelo, la magnitud del sismo, el diseño, el material, el método de construcción. En el caso del Coquimbo, Diego de la Canal, arquitecto y académico de la UNAM, piensa que influyeron varios factores. El edificio caído era parte de un conjunto habitacional de tres torres y sólo la del centro se vino abajo.

El movimiento provocado por el terremoto hizo que el inmueble quedara atrapado entre las otras dos torres hasta romper las columnas del estacionamiento y desatar el derrumbe: «Imaginemos que el movimiento fue como en víbora, pero el edificio del centro no pudo hacerlo completo, hubo una cortante y quizás esto provocó que se dañaran las columnas», explica.

Cada uno de los siete pisos cayó sobre el otro. Doce personas quedaron atrapadas en lo que ahora luce como un gigante pastel aplastado, embarrado sobre la calle. Seis personas lograron salir por su propio pie en las primeras 24 horas. Ahora mismo, uno de los perros del grupo de rescate USAR ha detectado un aroma. También los detectores de calor de los brigadistas del Instituto Politécnico Nacional arrojan señales de vida. Los puños se alzan al cielo.

Alguien confirma un nombre: José Ponce, 67 años. Tiene las piernas atrapadas bajo una viga y ha pasado un día y una noche soportando el dolor, respirando partículas de cemento y arcilla. Un silencio reverencial envuelve lo que queda del edificio de Coquimbo 911. La montaña de escombro está a punto de parir a una persona. José Ponce está a punto de volver a nacer. Los puños en alto se convierten en aplausos porque él todavía respira.

Cada minuto parece una hora

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Foto: Lulú Urdapilleta

Son las 15:15 del miércoles 20 de septiembre en Ámsterdam 107, esquina con Laredo, colonia Hipódromo, y los puños están arriba: todos se sumergen en el silencio. El tiempo se estira, se detiene hasta que una ola de aplausos nos empapa: otra persona viva fue rescatada. Durante cinco minutos, la prensa puede entrar a la zona acordonada, donde, entre las mesas con herramientas y material médico, el piso se va pintando de blanco por el yeso caído y el polvo se mete entre los dientes.

La cadena humana, compuesta por más de 100 personas, pasa de mano en mano las cubetas. Alguien comparte una hoja donde están escritos, con tinta azul, los nombres de los rescatados, los cuerpos recuperados y los desaparecidos. Algunos nombres tienen anotaciones: a Consuelo y a Mari, por ejemplo, las une una flecha. Aún no hay noticias de ellas, estaban juntas al momento del derrumbe.

Huele a gas

Foto: Dulce Ahumada

Sobre la avenida México-Xochimilco decenas de personas torean a los automóviles. Con las manos en alto, muestran cartulinas fluorescentes: «Hay fuga de gas: apaga tu celular y no fumes». El tráfico está petrificado. A la orilla de la carretera, cientos de personas caminan, quieren llegar a San Gregorio Atlapulco y saben que el camino es largo. En las manos llevan víveres: paquetes de agua, canastas con tortas, picos, palas.

Desde la noche del martes se regó la alarma: este pueblo había sufrido daños severos y, como las noticias se concentraron en la zona centro de la ciudad, no había llegado ayuda de ningún tipo. Ahora es tanta que las vías de comunicación colapsaron. Llegando al Centro de Xochimilco, sobre la avenida 16 de septiembre, sólo hay caos.

Son las 4:00 de la tarde, es imposible seguir en auto hacia San Gregorio. En cada centro de acopio se comenta que la ayuda ya no es necesaria; hay sobreabasto: suficientes voluntarios, demasiados víveres, pero los automovilistas no desisten, quieren avanzar y dejar sus paquetes con comida o medicinas, pese a que personal de Protección Civil les niega el paso.

Como pueden, ellos continúan: algunos mienten, dicen ser vecinos de la zona y logran ingresar hasta el Bosque de Nativitas. En el pueblo falta electricidad y agua, son escasos los sitios donde hay internet; los pocos negocios que cuentan con una planta de luz aprovechan para cobrar 15 pesos por cada 10 minutos de carga, las filas son largas.

Hay 20 voluntarios con botas de casquillo

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Foto: Édgar Durán

El almirante de la Marina observa a los brigadistas levantar la mano y los elige, uno por uno. «A ver, tú, el altote, fórmate—dice con golpe marcial—, eres el número 10; después de ti, que ya no se forme nadie. Nomás necesitamos 20, el espacio es muy pequeño».

Es la noche del viernes 22 de septiembre y aún hay personas atrapadas. Estamos ahora en la esquina de Petén y Emiliano Zapata, colonia Santa Cruz Atoyac. Otro edificio de siete pisos colapsó a los pocos segundos de que se activara la alerta sísmica, la cual, a diferencia de otras ocasiones, sonó al momento en que la tierra se sacudía y no antes.

En redes sociales ha corrido el rumor de que las autoridades usarán maquinaria pesada para remover los escombros. «Esto es muy fácil —dice el almirante—, nadie tiene que salir lastimado. Sólo hay que llenar y pasar botes, ¿entendieron?». Los voluntarios suman horas, días, haciendo lo mismo: llenan botes con restos de lo que antes eran casas, oficinas, laboratorios, fábricas. Los pasan de mano en mano, sin decir nada, hasta lastimar su espalda. Quienes no son rescatistas, quienes no saben usar un pico, no pueden hacer demasiado. Sólo pasar cubetas de mano en mano, como hormigas obreras, en fila, cargando una piedra tras otra.

Tres días han pasado desde el sismo. La adrenalina, el impacto de las primeras horas, ha cedido. Comienza la resaca. A estas alturas se sabe que muchos edificios cayeron por romper leyes inmobiliarias, por agregar pisos sin permiso, por construir helipuertos ilegales, por esconder los daños de otros sismos y cubrir las grietas con yeso y pintura, por edificar con materiales de pésima calidad.

«Vamos a subirnos al núcleo de los escombros. Ahí hay topos trabajando, pero ustedes no se pueden acercar. A ver, ustedes dos, mijas, ¿sí pueden cargar? Esto no está fácil, ¿eh?, ¿por qué no mejor se van a las cubetas vacías? Cuando se cansen, me avisan. ¡Vénganse todos!», exclama el almirante.

Una enorme excavadora con martillo hidráulico se mueve de atrás hacia delante, destrozando lo que antes eran paredes y columnas. Los voluntarios se miran, sonríen nerviosos: ninguno había estado tan cerca de una máquina tan grande; el piso vibra, están parados sobre lo que antes era una recámara. Miran las sábanas aún blancas sobre el colchón; debajo de ellos hay un auto aplastado. Los bomberos cargan la cama, primero las sábanas, luego el colchón, al final la base. Los muebles pasan de mano en mano hasta quedar detrás de las orugas de la excavadora.

Cargar escombros implica hurgar en la vida de las víctimas. Los presentes son pepenadores de historias que adivinan. Una taza con el retrato de un niño impreso en su superficie aparece entre las piedras, fotos, estados de cuenta, pequeños objetos que buscan a su dueño; de un clóset derruido emergen playeras de colores chillantes, libros de autoayuda, ganchos con camisas envueltas en bolsas plásticas, quemadas, un cuaderno de partituras, DVD, blusas, un suéter negro, la mitad de una guitarra eléctrica achicharrada. Al final, un vinilo de Jimi Hendrix, Are You Experienced?, aparece entre el cascajo; luce intacto: la carátula verde fluorescente, con letras psicodélicas en púrpura, parece brillar entre los grises pedazos de concreto.

«¿Cómo van?, ¿ya se cansaron? —pregunta el almirante—, vamos a terminar con estas cubetas y hacemos relevos».

La vida sigue

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Foto: Cuartoscuro

Después del desastre, toca reconstruir y en este proceso los contrastes son inevitables; las Pizzas del Perro Negro son un ejemplo. Casi en frente del edificio de oficinas de Álvaro Obregón 286, los asistentes beben y comen mientras a unos pasos aún se busca a 50 personas atrapadas.

En Río Lerma número 45, un edificio quedó inhabitable debido al daño estructural y con posibilidad de ser demolido; al llamar a las mudanzas, los vecinos se enteran de que los precios se han duplicado o triplicado. En las inmediaciones del Parque México, algunos ofrecen 300 pesos a quien se atreva a subir al tercer piso de un edificio al borde del colapso y recupere sus muebles, electrodomésticos y ropa… otra cara del sismo del 19 de septiembre de 2017.

Como si no fuera suficiente

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Vecinos de la Colonia Romala mañana de ese sábado. Foto: Mael Vallejo

Hoy, sábado 23 de septiembre, a las 7:52 de la mañana, el miedo regresó a las calles con el sonido apocalíptico de la alerta sísmica. Magnitud: 6.1, epicentro en Oaxaca. Cientos de vecinos del Centro Histórico se agrupan en las plazas, algunos van semidesnudos, recién bañados o todavía en piyama. Miran hacia las ventanas de sus hogares, esperando que no se desplomen.

El sismo de este sábado provoca que se suspendan las búsquedas por varias horas, pero no se reportan nuevos daños en los inmuebles. El pánico es quien suma nuevas víctimas: dos mujeres fallecieron de un infarto.

El saldo del sismo del 19 de septiembre de 2017 es de 4,000 mil edificios dañados, 1,500 de los cuales probablemente serán demolidos, 38 colapsados por completo, y esto sólo en la Ciudad de México; en todo el país, la cifra de muertos final se elevó a 369.

Dice Juan Villoro que los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma. Con cada sismo, miramos los focos de nuestra habitación para calcular la intensidad de nuestro miedo, confundimos las sirenas de ambulancias con la alerta sísmica, revisamos las nuevas grietas en la cocina. Las peores réplicas, sin embargo, ocurren en nuestro ánimo.

«En mis sueños huele a fuga de gas desde el martes», «sueño con hormigas gigantes que caminan sobre los edificios», «sueño cerros desgajándose, autos chocando, todas las noches», «soñé que teníamos que salir corriendo de mi casa, cargando a mis sobrinos», «dos días he soñado con los edificios de Tlalpan cayéndose, escucho gritos fantasmales de mujeres y niños», «soñé que mi casa se incendiaba, desperté en la madrugada y juro que estaba viendo humo», «cada que cierro los ojos veo mi casa cayéndose a mi alrededor. Lloro de madrugada; salgo de la cama cuando escucho una ambulancia, aún me tiemblan todo el tiempo las manos», son algunos de los testimonios compartidos.

Después del susto, las brigadas continúan buscando rastros de vida en por lo menos cinco zonas. Rescatistas especializados de una docena de países llegan a la ciudad y escarban entre los restos. Cualquier rastro de vida importa, se evalúa con cuidado. Se emiten amparos para evitar que la maquinaria pesada entre a los derrumbes, se anuncia cuáles escuelas reanudarán clases el lunes y los engranes de la ciudad comienzan a moverse a tientas.

Hay quien se ofrece a contar cuentos a los niños de los albergues, psicólogos dan ayuda sin costo en las redes sociales, aquitectos e ingenieros revisan, gratis, casas e inmuebles para verificar su seguridad; en los parques y plazas llegan mariachis, que cantan ‘Cielito lindo’ para levantar el ánimo. Aquí están los chilangos, cantando entre las ruinas.

El sismo del 19 de septiembre de 2017 nos marcó y marcará para siempre. Han pasado cuatro días pero parece que todavía es martes, que aún es 1985. Nos descubrimos vulnerables y frágiles, pero revelamos también que aún somos humanos.

Las alertas sísmicas seguirán sonando: México está asentado en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico, una zona donde ocurre 90% de los sismos del mundo y 80% de los terremotos más intensos. Además, cinco placas tectónicas cruzan el territorio mexicano. Y pese a los grandes avances en la ingeniería, la ciudad está asentada sobre el lodo de un lago seco.

Es nuestro destino, la tierra volverá a estremecerse; sin embargo, cuando esto se repita, la mano de un desconocido se extenderá para ayudar.

Con información de: Mariana Limón, Diana Delgado, Dulce Ahumada, Caterina Morbiato, Édgar Durán, Carlos Acuña y Xanath Lastiri.