No faltó quien aprovechó la indignación que causó el resultado de la pelea Márquez-Pacquiao para decir que México tiene asuntos más importantes. Y tienen razón.
Tampoco faltó quien quiso canalizar rencores añejos para ver en esto una nueva veta de las teorías de la conspiración. Quizá tengan razón.
Incluso ya vimos a aquellos que comenzaron a hacer chistes crueles del sentimiento que nos provocó no ver al nuestro levantando un simbólico cinturón. Sus razones tendrán.
Es más, el logo en el short de Márquez a muchos les dio una excusa para hacer sus propios rounds de sombra en la arena política. Conocemos sus razones.
Pero a nosotros no nos interesan ellos. Nos interesan, más bien, esos que, como nosotros, experimentaron el desagradable sabor de la frustración; esos que, como nosotros, no tenían razón alguna para ver el combate de forma objetiva: era el nuestro (nuestro chilango) contra el hombre que simbolizaba lo invencible… hasta ese momento.
Y, sobre todo, nos interesas tú, Juan Manuel, porque te ganaste nuestra admiración y nuestro respeto desde mucho antes de esta pelea. Porque nos recibiste en tu casa y nos dejaste acercarnos a tu pasado; porque nos invitaste a tus entrenamientos y pudimos atestiguar que te preparaste como nunca, que tu rutina habría sido considerada tortura para cualquier persona común. Porque siempre que te pedimos una fotografía, posaste con gusto para ayudarnos. Y todo eso nos ayudó a presentarte como lo que te convertiste para nosotros: un amigo.
Y así vimos tu pelea del sábado: un amigo contra un monstruo del boxeo. Tu entusiasmo y confianza fueron contagiosos, pero aún así, debemos confesarlo, dudamos: Manny, tú lo sabes, es el mejor boxeador del mundo. Nos borraste las dudas desde que comenzaste a flotar en el ring, cuando nos dimos cuenta de que, para pegarte, Pacquiao iba a tener que discifrar una encrucijada; cuando vimos que tus puños parecían desprenderse de tu cuerpo para lastimar certeramente a tu rival sin que éste te alcanzara como lo había hecho con sus anteriores rivales; cuando vimos a un Pacquiao desesperado, corriendo por un nocaut que reinvindicara una pelea que sabía perdida ante tu esgrima, ante tu lección de inteligencia y madurez.
Tú nos prometiste buscar el triunfo con todas tus fuerzas. Cumpliste. Nos prometiste ver un espectáculo especial, de dos hombres superdotados físicamente. Cumpliste. Incluso nos advertiste que le temías más a los jueces que a tu rival… hasta en tu premonición cumpliste.
No nos vamos a rasgar las vestiduras, ni a subirnos a la ola de los rencores, porque no es nuestro estilo y, estamos seguros, tampoco el tuyo. Todos vimos lo que pasó. Todos sospechamos por qué terminó así: el deporte profesional puede sacar lo mejor y lo peor de la gente. Es más, admitimos que no aplastaste a tu rival, como todos hubiéramos deseado, incluso tú. Creemos que ganaste porque boxeaste mejor y eso, sólo eso, era lo que queríamos ver: un mexicano que demostrara que la adversidad no es un obstáculo, sino un aliciente.
Eso es inspirador. Y por eso te admiramos, campeón.