En 2017 salieron de prisión más de 6,000 personas y solo la mitad buscó voluntariamente algún mecanismo de reinserción social para erradicar su posible interés en volver a delinquir
Fue en la cárcel donde Rodrigo García aprendió a reír. Ahora mismo, en algún rincón del Parque de los Venados, intenta enseñarles a otros a hacer lo mismo.
«Una respiración profunda. Repite tres veces más. Siente la energía que fluye en el cuerpo», instruye.
Y es que el aire es tan distinto aquí afuera, en medio del verde del pasto y los árboles, donde sus alumnos simulan ser animales, caminan en un pie, balbucean. Todos visten con playeras amarillas, rosas y de otros tonos brillantes. No ha pasado mucho tiempo desde que Rodrigo tenía que vivir cada día, cada noche, detrás de los muros grises, vestido siempre de beige, igual que todos sus compañeros de presidio.
«Ahora cierra los ojos y balbucea –dice– y ríe, grita, vuélvete un niño».
La risa empieza como un simulacro pero, en algún momento, la carcajada falsa se vuelve natural, se contagia. Cada domingo, una docena de personas se reúne en este parque con Rodrigo García; pocos saben que esta terapia la aprendió en prisión, que fue el yoga de la risa lo que le permitió soportar 10 años de encierro y también conseguir su libertad. Pocos imaginan que su peor castigo no fueron los barrotes, la mala comida ni el tiempo acumulado dentro de su celda. Lo peor de la cárcel, en su caso, fue salir de ella.
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Vidas que se pierden
Estela salió de prisión en mayo de 2017. Estuvo 16 años «del otro lado» –como dicen los que han pasado una temporada tras las rejas–, acusada de corrupción de menores. Inmediatamente después de salir de la cárcel, tomó un taxi con rumbo a un hotel de la colonia Guerrero, el mismo donde ella, su pareja y tres hijos tenían algo parecido a un hogar. Al llegar ahí no encontró a nadie, excepto al dueño del hotel –”El español”, como ella le llama–, quien la aceptó de inmediato y le dio una habitación por $190 la noche: la 318.
En esos primeros momentos de libertad, resguardada en el Santander, delineó su único objetivo en los días que le esperaban: encontrar a Karen, Lupita e Isaac, sus hijos. Los planes también incluyeron regresar a su antigua ocupación, la prostitución. Al día siguiente, después de pedir fiada la habitación, compró un sombrero de paja y solapa ancha, lustró las botas café con las que entró a prisión y eligió una falda muy corta de mezclilla: La Texana había regresado a las calles.
Su historia no es única. En la Ciudad de México existen 1,900 mujeres en prisión, de acuerdo con cifras del Subsistema Penitenciario; al menos 70% de ellas han sido abandonadas por sus familiares y 20% no ha recibido nunca una visita. La gran la mayoría de las que logran salir se enfrentan a una ciudad que ya no les pertenece, donde ya no se reconocen y en la que no hallan trabajo; la reinserción social les parece algo difuso, casi imposible de lograr.
Han pasado meses desde que María Estela Soria Álvarez obtuvo su libertad para regresar a una ciudad que se le antoja gris, sucia, donde le cuesta respirar. Hace unas semanas decidió dejar de trabajar en La Merced. Cada vez es más peligroso y las pagas, menores. ¿Reinserción social? Estela ríe. Lo único que quiere es encontrar a sus hijos.
28 años, 11 meses, 2 días
Todos los días, Víctor Balbuena camina 20 kilómetros desde la casa donde vive con su hermano, cerca del Aeropuerto, hasta Ciudad Universitaria. A los 22 años fue condenado por asesinato, hoy se declara inocente. Pese a ello, pasó 28 años, 11 meses y 2 días en la cárcel, peleando por sobrevivir o por ganarse un poco de dignidad al interior de las rejas. Llegó a pasar hasta tres años en una celda de castigo en el Reclusorio Sur.
Al cumplir su condena y regresar al mundo, Balbuena acudió al Instituto de Reinserción Social. Gracias a un seguro de desempleo de $2,000 mensuales, pudo arreglárselas un poco. Hoy trabaja tres días a la semana como electricista, pero aún se siente relegado, como si algo en su vida hubiera quedado suspendido, detenido aquel día en que fue encarcelado.
Cuando cayó en prisión, recién había ganado una plaza en el área de mantenimiento en el Sindicato de Trabajadores de la UNAM. Hoy, a sus 54 años, intenta –en vano– recuperar el lugar que perdió hace más de dos décadas.
¿Quiénes están en la cárcel?
Actualmente, 93% de los internos son hombres y 7%, mujeres, y sus edades oscilan entre los 18 y los 45 años; 55% tiene estudios de secundaria; 12%, de bachillerato, y 3% alcanzó el nivel superior. La mayor parte proviene de las delegaciones Iztapalapa y Gustavo A Madero –las más pobladas de la capital– y de Cuauhtémoc –la más transitada-.
«No significa que solo ellos cometan delitos. Estos datos nos hablan de quiénes están acabando sus sentencias, a quiénes estamos condenando a cárcel», dice Paola Zavala Saeb, directora del Instituto de Reinserción Social de la Ciudad de México.
Para la directora, la desigualdad estructural es la principal causa de la inseguridad, pues, al no existir empleos suficientes o pagos dignos para las jornadas largas, ni educación, atención médica de calidad o servicios públicos suficientes, la delincuencia se convierte en una herramienta.
Además de las condiciones externas, dice, existen muchas familias y círculos donde el crimen y la violencia están normalizados. Tíos, sobrinos, hermanos, vecinos, amigos, comunidades enteras que entran y salen de la cárcel hacen que esta institución deje de funcionar como un mecanismo para contener el crimen; la prisión se vuelve, incluso, un punto de reunión. Quienes se han familiarizado con la impunidad de los sistemas de justicia, no temen ya delinquir.
«La desigualdad va de la mano con la violencia –explica–. Esta descomposición social, en lugar de llevarnos a hacer conclusiones ligeras, nos debe mover a pensar soluciones. Al final del día ni a ellos ni a la sociedad les “conviene” que alguien reincida».
De acuerdo con la Encuesta sobre Discriminación 2017 –elaborada por Copred–, las personas con antecedentes penales ocupan el lugar 16 de las 40 poblaciones más desdeñadas en la CDMX. A eso se le suma que, de las 29,810 personas en reclusión registradas en el Sistema Penitenciario, 8% tiene algún factor de vulnerabilidad extra, al ser indígenas, adultos mayores, padecer alguna discapacidad o VIH.
«Si pasas por afuera de un reclusorio y ves a una persona vestida de beige pidiendo ride, ¿se lo vas a dar?», pregunta la directora del Instituto de Reinserción Social, dejando la respuesta en el aire.
«Eso les pasa todo el tiempo: cuando no consiguen un trabajo o nadie les presta ayuda mínima básica, muchos de ellos salen a una ciudad que no conocen, no quieren regresar al círculo de violencia que dejaron o su familia no está dispuesta a recibirlos. Están sin perspectivas y ahí se genera un caldo de cultivo de condiciones que pueden facilitar que vuelvan a delinquir», explica Paola Zavala.
El Instituto de Reinserción Social les ofrece apoyo al salir de prisión en las cuatro áreas de reinserción: laboral, al capacitarlos para el empleo; jurídica, que consiste en obtener documentación legal (como actas de nacimiento e identificaciones); familiar, al brindar terapias para afrontar el regreso, y social, que implica salir a la calle, convivir con otros, aprender a manejar las libertades y ser autónomo.
Además de trabajar con quienes salen libres, el Sistema Penitenciario ofrece talleres, deportes, actividades culturales y educación; actualmente, 10 personas cursan estudios de nivel de maestría; 417, de licenciatura; 5 mil 931 estudian el bachillerato; 2 mil 146 hacen la secundaria; 951, la primaria y 207 están en alfabetización.
En los últimos 13 años, 40 reos han obtenido un título de licenciatura; 2, de maestría, y 1, de doctorado; seis tesis están en proceso de elaboración y las carreras más demandadas son Derecho, Ciencia Política y Creación Literaria. Para Paola Zavala, la reinserción social se considera un éxito, no cuando ocurren proezas, sino cuando –al cumplir una condena– el deseo de delinquir desaparece.
Rodrigo no es el único caso de éxito. También está Ezequiel Gracida, quien pasó casi 15 años en prisión y que, al salir, decidió correr el Maratón de la CDMX. La asociación Entrena México lo “adoptó” y becó para que corriera en otras competencias.
Cástulo Rodríguez era saxofonista y formó la Big Band Oriental Palace, la orquesta del Reclusorio Varonil Oriente. Víctor estuvo mucho tiempo en cárcel y hoy obtiene ingresos gracias a los pirograbados que aprendió a hacer en el encierro. Mientras que Angélica, como muchas mujeres en prisión, dejó de tener contacto con su familia y al salir recuperó a sus dos hijos, está con su esposo y tiene un empleo en la industria textil.
De las peleas a la reinserción social
«Mirar a alguien a los ojos en la cárcel es como cantarle un tiro. Es una señal de que lo estás retando y tienes que responder o aguantar la agresión», dice Rodrigo García. Hoy es lo que más le gusta hacer: mirar los ojos de quien tiene en frente, así puede interpretar si el otro está preocupado o enfadado.
«Yo ya aprendí a vivir tranquilo –dice quien hoy habla como si intentara todo el tiempo animarte con su sonrisa–. En cárcel los primeros cinco años no entendía, no quería “formar” (hacer limpieza, faena). Pasa que en mi casa yo no levantaba un plato y en prisión tenía que llevarle la comida a otros, lavar los trastes, la ropa, tenía una asignación y no podía negarme. Ahí se dice que te aclimatas o te aclichingas».
No entrarle a la labor implicaba recibir menos comida o que otros presos se quedaran con los regalos de su familia. Tampoco podía trabajar para ganar dinero y comprar lo básico para subsistir. Los otros presos toman nota: si no colaboras, quien esté más arriba de la jerarquía buscará provocarte, para que termines en las celdas de castigo. No «formar» significa rascarte con tus uñas en un lugar en el que, por fuerza, necesitas a los otros para sobrevivir.
Según explica la organización México Evalúa en el estudio Cárceles en México, en nuestro país la justificación constitucional de la cárcel ha cambiado a lo largo de la historia. Entre 1917 y 1965 el objetivo era la «regeneración» de la persona que delinquía; entre 1965 y 2008 el concepto se modificó al buscar la «readaptación». Ambos términos mantenían un sentido medicinal, una forma terapéutica de control social funcional durante el tiempo que el interno estuviera en encierro. El problema principal era que el sistema penitenciario se olvidaba de crear oportunidades de empleo, deportes y cultura para que el deseo de delinquir se escabullera.
En 2008 una reforma constitucional cambió el concepto de nuevo. Desde entonces se le llama «reinserción social» al tratamiento que debe recibir un preso durante su condena. Pero, aunque en papel la propuesta es ideal, lo cierto es que la mayor parte de las veces dista de cumplirse.
Para que un preso se reinserte en la sociedad, dice Rodrigo García, influye más de un factor. Además de las posibilidades que brinde el estado, debe existir también la voluntad personal del preso.
«Los pretextos para pelear sobran –cuenta–. Hay mucha gente enojada que desquita sus emociones con quien puede. Depende de ti luchar contra los que están arriba de ti o si decides hacer tu vida, estudiar, buscar tu libertad. Porque en la cárcel, si no estás maleado, te malean».
En esa frontera vivió Rodrigo: entre aguantar y someterse o pelear. Fue en 2007 la última vez que cayó en celda de castigo por un pleito. Había tenido suficiente. Sabía que era su madre –quien lo visitaba cada semana– la que se hacía cargo de sus hijas, cuidaba a su padre enfermo de diabetes y paliaba las dificultades económicas. Se percató de que tenía una deuda con ella y con su familia.
En poco tiempo terminó la secundaria, cursó talleres enfocados a la reinserción social, comenzó a vender tacos con la carne que un amigo de infancia le surtía y, gracias a la renta de un puesto en el Reclusorio Norte, podía aportar dinero a su casa, comprar útiles para la escuela de sus hijas y pagar la mesa de visita cada que su familia llegaba.
Volver al mundo
El primer día fue como despertar en otra dimensión. Después de 10 años en la cárcel, Rodrigo García no se reconocía en libertad. El cuarto donde abrió los ojos era distinto, cálido; después de tener que compartir su celda con cuatro, cinco o más presos, dormir en una habitación propia lo hacía sentir solo. Compartir la mesa con su familia fue como sentarse a comer con completos extraños: desconocía sus rostros, sus voces; hacía años que no convivía con ellos así.
Entre enero y noviembre de 2017 salieron de prisión 6,529 personas y más de la mitad acudió al Instituto de Reinserción Social voluntariamente, en busca de alguna alternativa de vida; del total, 70% termina algún curso y hasta 3 de cada 10 egresados reincide, estima la Secretaría de Gobierno capitalina.
La reinserción social busca evitar no solo que quien sale de prisión regrese, sino también que logre encontrar un papel en la comunidad que lo recibe. Esto se complica por múltiples factores. Uno de los más importantes es el fenómeno de excarcelación, que, de acuerdo con el estudio La prisionalización, sus efectos psicológicos y su evaluación (elaborado por Jaime Alberto Echeverri para la revista de la Facultad de Psicología de la Universidad Cooperativa de Colombia), mientras más largas sean las condenas, hay más riesgo de reincidencia, pues los internos se acostumbran a vivir bajo los términos, usos y costumbres de prisión y la reinserción social se complica.
Caminar por su calle también le resultó un ejercicio extraño. Ningún vecino lo recordaba; le regresaban el saludo como si se tratara de cualquier otra persona y no de un viejo conocido. Su primer día de regreso a la vida fue doloroso, habían pasado 10 años.
Rodrigo tenía dos hijas cuando cayó. Apenas terminado la primaria y desde los 17 se dedicaba a instalar muros y plafones de tablarroca. Dice que, más que la necesidad económica, fue el anhelo de sentirse parte de un grupo lo que lo llevó a la pandilla. Entre las fiestas y el alcohol, que muchas veces terminaban en grescas, había que demostrar quién mandaba en el barrio. Cuando una patrulla se lo llevó a él y a otros amigos suyos, en su contra ya pesaba otra denuncia por robo a transeúnte.
«Robo agravado a diversos dos», decía el acta que lo envió al Reclusorio Norte cuando tenía 22. Siete años después fue trasladado al Centro de Readaptación Social Varonil de Santa Martha. El robo, en sus diversas modalidades, es el delito por el que llega más de 80% de quienes están en reclusión.
Según la boleta, volvería a recorrer las calles hasta que cumpliera 34. Fueron su buena conducta, la asistencia a talleres y estudiar hasta la prepa los que le otorgaron el «beneficio de remisión». Tras 10 años de reclusión, Rodrigo regresó a su casa, a la que consideraba el «verdadero hogar», a pesar de que hacía mucho tiempo que había dejado de serlo.
La risa como pago
Fue Madan Kataria, un médico de India, el responsable de crear el primer club de la risa, en 1995. El doctor se había percatado de que el cuerpo no diferencia cuándo las carcajadas son reales o fingidas e igual segrega endorfinas, reduce el estrés y, en general, produce un efecto curativo y de bienestar. Rodrigo García conoció el «yoga de la risa» en la cárcel.
Cuando comenzó a dar estos talleres en prisión, demostró que su proceso de reinserción social era real y un juez decidió reducirle la pena un par de años antes de compurgar.
«Dañé a personas sin darme cuenta. Es una cadena: si afectas a alguien, tú no sabes que atrás de esa persona hay muchos más. Sé que no voy a arreglar nada con esto, no voy a resolver el pasado, pero esta es mi forma de contribuir, de pagar a la sociedad. Después de la cárcel, se puede empezar de nuevo», dice.
Esta mañana de domingo, Rodrigo hace reír a enfermos de cáncer, adultos mayores con alzheimer, huérfanos y otros internos.