Nada en la apariencia de estas mujeres sugiere algo fuera de lo normal: visten de jeans y blusa o pants, tienen 30, 40 o 60 años. Amables, sonrientes, es difícil imaginarlas reuniendo valor y salir a las calles de El Mirador, en Iztapalapa, para vigilarlas y resguardarlas de la delincuencia.

«En los rondines, la mayoría somos mujeres. Ellos vienen también, pero nosotras somos las más activas», dice Sandra, una de las principales organizadoras. Cuenta que ha vivido toda su vida aquí, pero la idea de patrullar las calles, comenzó apenas hace un año, cuando escuchó, a las tres de la mañana, cómo alguien robaba su troca. Ella y su esposo escucharon cómo los ladrones quebraron el bastón de seguridad y arrancaron.

Quisieron alcanzarlos, llamaron a la patrulla. Sandra —la nombramos así por motivos de seguridad— se subió con los patrulleros. Minutos más tarde, se supo que las cámaras habían detectado a los ladrones y les indicaron su ubicación. Pero los oficiales se negaron a llevar a la pareja a la zona. Más tarde, les devolvieron su camioneta… sin batería. Sandra está segura de que los uniformados contribuyeron al robo.

Días antes, otra familia ya había sido víctimas del robo de carro. Días después, a otras dos vecinas les robaron las baterías de sus autos. Eran afortunados quienes no habían padecido un robo o un asalto. Luego vinieron a aventar cuatro cadáveres en distintos momentos en calles y callejones del barrio. En la última ocasión lanzaron una mujer mutilada en la calle Agustín de Iturbide. Se comenzó a hablar de secuestros, extorsiones y no eran pocos los motociclistas armados que comenzaron a circular por las calles.

Las nueve mujeres que nos reciben en El Mirador dicen que ellas han crecido juntas y que, por lo mismo, era difícil no padecer las pérdidas o el miedo de los demás. Se convocó a una primera junta a la que asistieron, a lo mucho, 10 personas. Fue entonces que comenzaron a hacer patrullajes nocturnos.

«¿Qué pasa si llega alguien armado?»

El Mirador es una colonia pequeña, donde los cables de luz se enredan en el cielo de manera anárquica. Lo que alguna vez fue pura milpa y llano, comenzó a poblarse a partir del sismo de 1985 y la migración hacia la ciudad.  Hoy es un barrio peligroso, oscuro por las noches.

Alrededor está San Simón Culhuacán, Valle de Luces y San Marcos, percibidos por todos ellos como zonas de riesgo. Por lo menos desde los últimos dos años, se ha vuelto común encontrar las casas vaciadas o los carros desvalijados. En cualquier momento del día, alguien te puede poner una pistola en la nuca para quitarte lo que tengas encima.

Las primeros conflictos de inseguridad surgieron cuando se construyeron las unidades habitacionales en San Marcos y Valle de Luces. Los “extranjeros”, cuentan las mujeres vigilantes, trajeron asaltos y robos; nada demasiado grave. Pero en menos de una década, un puñado de industrias se instaló en las cercanías, lo cual provocó que la población creciera, junto con el crimen. En colonias aledañas como en La Malvinas, Echeverría o San Francisco el narcomenudeo sin freno ha generado otro tipo de problemas: crimen organizado y delitos comunes al por mayor.

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Foto: Francisco Castellanos

Los rondines comenzaron a principios de año. La noticia se corrió rápido; para la segunda reunión llegaron nuevos vecinos de otras calles, unos 50 personas en total. Como en otras colonias de la zona, comenzaron a cargar un silbato para hacer los rondines. Eso, y los grupos de WhatsApp, le servirían para lanzar una alerta.

Los rondines se conforman de 10 personas, a veces hasta 20 —la mayoría mujeres— que vigilan desde la medianoche hasta las dos o tres de la madrugada. Después, otro grupo las suple. No tienen más defensa que un tubo o un palo. Pronto las guardias civiles comenzaron a extenderse a otras colonias y a tener comunicación entre sí.

Si alguien suena un silbato en El Mirador, todos lo escuchan y salen a las calles. Se colocan todos en fila, expectantes. No son pocas las veces que han visto a los intrusos dar media vuelta. Esa es la razón por la que, dicen, los rondines seguirán: «En serio funcionó, no dejaremos de hacerlo».

Pero no es fácil: procurarse seguridad requiere tiempo, trabajo, y todo mundo tiene obligaciones: no es fácil vigilar toda la noche y al otro día trabajar, llevar a los hijos a la escuela, ocuparse del hogar mientras el marido trabaja.

—¿Y qué pasa si llega alguien armado? —les pregunto. Ellas dudan en responder. Se miran entre sí.

—No sabemos. No pensamos en eso, porque en principio nosotros no atacamos a nadie. Sólo estamos ahí para vigilar nuestro hogares.

Además, existe otro inconveniente: las vecinas saben que Sandra ya está siendo vigilada. Hace unos meses, algunos desconocidos fueron descubiertos tomando fotografías de su casa. «Saben que tú eres quien ideó las guardias —le advirtió una vecina—. Ten cuidado, tienes familia y los están ubicando a todos».