En la calle Manuel María Contreras número 11, a tres cuadras del Metro San Cosme, se encuentra uno de los sitios clásicos de encuentro frecuentados por la comunidad gay del DF.
En el lobby, un encargado ve la televisión y apenas te mira cuando le pagas tu entrada al vapor general, que es donde se desarrolla la acción. No es grosero, pero tampoco se deshace en cortesías innecesarias. Te entrega tu ticket, que es tu pase de entrada a un safari de hombres sudorosos y dispuestos a pasar un rato de sexo anónimo.
Casi nunca hay vestidores disponibles de primera instancia, por lo que los encargados te reciben en un cuartito donde esperas a que te toque el tuyo. Si no llevas chanclas propias, te dicen que puedes usar algunas de las que ahí están, para lo que necesitas iniciar la rebusca entre un montón de sandalias muchas veces mojadas y recién acabadas de usar.
Al fin, cuando un cuartito se desocupa, te pasan ahí. Te desnudas y para tapar tus carnes te entregan una “toalla” que en realidad no lo es: se trata de una sábana con el nombre de los baños impreso en letras rojas. En ese cuarto dejas tus pertenencias y los trabajadores, dicharacheros y buena onda, te explican que tus cosas están seguras, porque queda cerrada con llave.
Te ofrecen algo de tomar: te pueden llevar cheves, refrescos, o hasta tortas de las que venden en un establecimiento que está cruzando la calle. “Tráeme porfa una de pierna con quesillo”, pide uno de los clientes, a lo que el trabajador responde: “si no hay te traigo de pura salchicha”. El albureado no se da cuenta del juego de palabras, mientras el trabajador se ríe bajito.
Ya en los generales, hay tres zonas de vapor, dos de calor moderado y uno donde apenas se puede respirar, sólo para aguantadores. Los clientes son en su mayoría hombres de más de 40 años — al menos los aparentan— velludos, calvos. Orgullosos de sus panzas prominentes, se acomodan en los asientos mientras el calor acaricia sus cuerpos semidesnudos. De principio parecería que este no es un lugar gay: los señores podrían ser los papás o los tíos de cualquiera.
De repente, comienzan las miradas furtivas. Sería la típica mirada braguetera, si hubiera braguetas y no trozos de sábanas mojadas cubriendo los falos. Un aventado, ya harto de tantos preámbulos, se quita el trapo y comienza a masturbarse frente a los ojos de los demás. La erección no tarda en aparecer y los ojos ávidos del resto se posan en el pene que se yergue como un obelisco. Una boca aventurera comienza la felación y momentos después deciden seguir la fiesta en privado. Sin intercambiar palabras, el del pene erecto se lleva al otro a un cuarto individual donde habrán de terminar lo que empezaron. El resto de los mirones se agüitan ante el término de la función y se van a otra área, esperando encontrar a otros calientes que les den show y, quién sabe, a lo mejor convertirse en actores y no sólo voyeuristas.
Don Isidro: 61 años masajeando cuerpos masculinos
Isidro Cortés tiene 85 años. Aprendió a dar masajes en el Centro Deportivo Israelita, en la Colonia Lomas de Sotelo. Tenía 24 años cuando un primo le dijo que iban a abrir unos baños de vapor e iban a contratar masajistas. Como el trabajo le quedaba más cerca de su casa, fue a pedir empleo y de inmediato se lo dieron. Desde el 6 de noviembre de 1954, día en que abrieron sus puertas los Baños Finisterre, Don Isidro se ha dedicado a dar masajes y ha visto cambiar este lugar a través del tiempo.
– ¿Este lugar siempre ha sido de ligue para gays?
– No, cuando yo llegué a trabajar aquí esto era un vapor donde venían familias, sobre todo papás con sus hijos. Venían señores después del trabajo o gente que tenía que bañarse aquí porque no tenían baño en sus casas
– ¿En qué momento este lugar comenzó a convertirse en un sitio de encuentro para gays?
– A partir de los años setenta vinieron los primeros. Eran muy discretos. A veces sólo venían a ver si alguien les gustaba y los esperaban afuera. De ahí se iban a otro lado.
– ¿Y cuándo es que ya empezaron a ligar en los vapores?
– Poco tiempo después ya fueron agarrando confianza y ya ahora hacen de todo en todos lados. Del 2000 para acá vienen ya casi puros gays.
– ¿Ya no viene clientela que sea heterosexual?
– Todavía, pero es muy raro. Por decir, de unos 100, 3 o 4 no son así. Y ya es gente mayor que sigue viniendo desde hace mucho tiempo.
– ¿Y no se asustan?
– No, nada más vienen al vapor o a que les den masaje, ven lo que pasa pero respetan.
– ¿A usted nunca le han ofrecido dinero por alguna otra clase de servicio?
– No joven, hasta eso fíjese que los gays conmigo son muy respetuosos. Llegan y me dicen “¡Chino, cómo te ha ido!”, me hacen la plática o me piden un servicio. Saben que yo no soy de su bando y mientras haya respeto, pues a todo dar.
– ¿Cómo cuántos masajes da por día?
– Unos 7 u 8. Y trabajo diario, de lunes a domingo, porque si no, no sale.
– ¿Sabe su familia que este lugar lo frecuentan gays?
– Sí, mi mujer y mis hijos saben, tengo cuatro hijos y una hija. Mis hijos de chicos llegaron a venir, pero cuando esto se hizo un lugar gay ya no vinieron.
– ¿Y si un hijo le hubiera salido gay?
– Híjole, sí hubiera sentido gacho. Yo escucho historias y sé que se sufre. Pero no, ya todos están casados.
Mientras en los vapores generales y en los privados las manos de los visitantes se aplican en lo que saben hacer, le pido a Don Isidro que haga su magia con las suyas. Me da un masaje que dura alrededor de media hora. Me enjabona, me lava el cabello, los pies, me truena la espalda. Sus manos, contrario a lo que pensaba, son suaves.
Termino hecho un trapo, como la tela que tuve que quitarme del cuerpo para que “El Chino”, como también lo conocen sus amigos y clientes, aplicara en mí las técnicas que ha perfeccionado a través de 61 años dando masajes. Hago cuentas y me es imposible ignorar que a través de todo ese tiempo, ese señor ha dado más de 180 mil masajes. Ironías de la vida: aquí en los Finisterre, Don Isidro seguro ha tocado mucho más cuerpos de hombres que cualquier gay de la Ciudad de México.