[Nota del editor: Esta investigación, de nuestra colaboradora Alejandra del Castillo, es parte de la edición de junio de la revista Chilango.]
Ella está amarrada con el cable del auricular de una cabina telefónica. El día aún no despierta, pronto lo hará. Alrededor de los caminos que comunican el Instituto de Ingeniería con la Facultad de Química, abundan árboles frondosos que mantienen la escena en lo oscuro. Quizá por eso a ella no la encontrarán antes de las siete de la mañana, desmoronada en el piso: muerta.
Podría ser cualquier chica de las que a diario caminan por Ciudad Universitaria. Veintidós años, blusa roja, suéter negro, tenis tipo Converse que asoman bajo los jeans rotos. No lleva consigo identificación alguna. En la muñeca izquierda todavía sostiene la cadena de Tío Michael, el perro blanco que la acompañaba a todas partes.
El feminicidio como consecuencia
Cuando Laura Alvarado quiso denunciar a Mauricio García Becerril, estudiante de Literatura Dramática y Teatro, por meter un teléfono celular al baño de mujeres e intentar tomar un video de sus genitales, una secretaria académica de la institución le advirtió que documentar el rostro de García era “acosarlo”; más tarde, un abogado le recomendó no denunciar en el Ministerio Público y mantener el asunto dentro de la institución.
Cuando Víctor Hugo Flores Soto admitió haber violado a una estudiante del doctorado en el Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM, en el año 2014, ninguna autoridad hizo proceder su denuncia bajo el argumento de que “Martha” estaba alcoholizada durante el momento del crimen. Y aunque la UNAM decidió expulsar al agresor, Flores Soto decidió ampararse: el proceso continúa abierto.
El día que desapareció, en septiembre del 2010, Adriana Morlett fue vista por última ocasión dentro de los pasillos de la Biblioteca Central de la UNAM, donde tramitó el préstamo del libro Arquitectura, teoría y diseño de contexto. Un par de meses después, el mismo ejemplar que había pedido en préstamo apareció de nuevo en la biblioteca. El cuerpo de Adriana fue encontrado en un paraje cerca del Ajusco, un año después. Sus asesinos siguen libres.
Considerada un sinónimo de razón, libertad y respeto, la Universidad Nacional Autónoma de México es sin duda el proyecto cultural más importante del país y su prestigio parece inmaculado si se le compara con el de muchas otras instituciones nacionales. Por décadas, la UNAM se ha mantenido dentro de las 50 mejores universidades del mundo gracias a su infraestructura, fortaleza académica, prestigio internacional, impacto de sus investigaciones científicas, entre otros factores. Pero cuando se trata de frenar la violencia de género, las autoridades —amparadas en la autonomía de la institución— a menudo actúan con lentitud o minimizan el problema, como si se temiera manchar la reputación de la universidad al aceptar esos problemas.
Del 2003 al 2016, la Unidad de Atención y Denuncia de la UNAM recibió 396 casos por acoso, abuso, hostigamiento sexual, discriminación, violencia de género, actos inmorales y violación; una cifra que parecería pequeña sin consideramos que, de los casi 350 mil estudiantes registrados, más de la mitad son mujeres. Fue hasta el año pasado que la Universidad dio a conocer un Protocolo de Atención en Casos de Violencia de Género, luego de una intensa presión pública. Entonces, los casos comenzaron a acumularse a un ritmo de dos denuncias por día: acosos, abusos, violaciones sexuales y otros casos que antes se contaban en voz baja por temor a represalias —incluso por parte los mismos académicos—, ahora se hacen cada vez más visibles.
Si el feminicidio es la máxima expresión de odio contra las mujeres, minimizar otro tipo de violencias machistas es ignorar las condiciones hostiles que enfrentan en su vida cotidiana; permitirlas genera la percepción de que la vida de una mujer no importa. Que este tipo de denuncias hayan sido minimizadas en un lugar como la UNAM, símbolo de libertad y razón, representa un síntoma funesto de lo que sucede más allá de sus límites.
No ha pasado tanto desde el 19 de abril, por ejemplo, cuando el Investigador Julio Muñoz Rubio, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, publicó en La Jornada una carta donde demandaba a los directores de las facultades de Ingeniería y Química de Ciudad Universitaria el cese el acoso sexual en CU: «Toda mujer que se interna caminando por ciertos lugares del anexo de Ingeniería y del edificio A de la Facultad de Química con falda, pantalones cortos o ropa entallada, es víctima de toda clase de improperios, silbidos e insultos de los estudiantes que se encuentran sentados en esos lugares».
Hoy, apenas dos semanas después, en el mismo punto que señaló el investigador Muñoz, hay una mujer muerta, seguramente asesinada, estrangulada con el cable de un teléfono.
La segunda vez que me mataron
Después de su asesinato, cada una de ellas fue condenada por sus circunstancias. A Nadia Vera se le encontraron rastros de marihuana en la sangre —según los datos que la Procuraduría General de Justicia de la ciudad filtró a algunos diarios nacionales—, motivo suficiente para que muchos olvidaran que fue violada antes de su asesinato. Lo mismo pasó con Mile Virginia Martín, a quien nadie le perdonó ser modelo y, encima, colombiana. A Yesenia Quiroz la juzgaron por tener apenas 19 años y vivir lejos de sus padres. A Alejandra Negrete pocos la mencionaron: para qué, si se ganaba la vida limpiando pisos ajenos. Todas ellas fueron asesinadas en el mismo departamento de la Colonia Narvarte junto a Rubén Espinosa, a quien le endilgaron ser fotoperiodista y tener rastros de cocaína en la sangre.
Lo mismo le pasó a Karla Saldaña cuando murió en el choque de Reforma, a bordo del BMW de Carlos Salomón Villuendas, quien atravesó la avenida a 185 kilómetros por hora y partió el auto a la mitad al estamparse contra un poste; a ella, la sociedad la acusó por salir de noche, sin avisarle a su esposo, por subir al auto de un desconocido, acompañada de otros hombres. Por andar de fiesta. Por ser de “cascos ligeros”. Por puta, murió por puta, clamaron a coro en las redes sociales.
Pero no siempre hace falta morir. El año pasado, cuando “Shamy” fue a denunciar su violación, en la agencia del Ministerio Público Especializada en Delitos Sexuales de la Ciudad de México le preguntaron si estaba segura pues, una vez levantada el acta, ellos podrían darle sus datos personales a su agresor. Cuando Carolina Hernández denunció la desaparición de su hija Beatriz, pidió a las autoridades activar la alerta Ámber —la última vez que la vio fue esa tarde, al acompañarla al paradero de Mixcoac para que siguiera su camino a la escuela—; con amenazas veladas le respondieron que no se preocupara, que seguro su hija estaba de luna de miel, que volvería en unos días, quizás en nueve meses y con un nieto para ella.
A “Laura” la encontró Verónica Cruz en alguna calle de Texcoco, Estado de México: tenía las pantaletas por encima de la falda de la escuela, sangraba de las piernas, los brazos, el busto y el cuello. Entre su novio, un amigo de su novio y otra chica, la violaron más de una vez. La patearon y luego la encobijaron. La dejaron en un cementerio y le tiraron una piedra en la cabeza esperando que no despertara. Verónica la animó a denunciar, pero Laura desistió: «estas cosas pasan, estas cosas sanan».
Cuando “Isabel” denunció los abusos que su padre cometía contra ella, su madre la acusó de desbaratar a la familia, su abuela la llamó buscona y le hicieron regalos para que desistiera de la denuncia. Y aunque “Isabel” no tiene más de 10 años, no cedió: hoy forma parte del programa Escudo de la dignidad, que permite a los niños entender que están siendo violentados, además de defenderse legal y emocionalmente de sus acosadores, desde los tres años.
Todo esto es real.
En nuestra ciudad se han abierto 299 averiguaciones por feminicidio desde el 2011, el año en que este delito fue tipificado. Tan sólo en los últimos tres años, se han registrado 136 casos más en el Estado de México. No sabemos, sin embargo, cuántos casos no llegan a formar parte de las cifras; muchas veces, aunque el asesino así lo quiera, las mujeres no mueren. Ni falta que hace: para las autoridades, para la sociedad, es como si, en vida, las mujeres no existiéramos.
«No nos callen más, déjenos gritar»
Decenas de velas rodean el teléfono público. De pronto una simple cabina se ha convertido en un objeto ominoso, aterrador de tan cotidiano. No hizo falta un cuchillo, tampoco una pistola; bastó el cable de un teléfono para asesinar a una mujer.
Hoy es cinco de mayo y cientos de mujeres se han reunido para recordar a la joven que fue encontrada hace dos días aquí, en este punto, en los caminos que comunican la Facultad de Ingeniería con la Facultad de Química en Ciudad Universitaria y exigir lo de siempre: que no se minimice el caso. Porque de ella también dijeron que iba sola, que había dejado la escuela y que debía materias. La Procuraduría capitalina publicó algunos tweets para comunicar que aquella noche estuvo en CU con su novio y otros amigos bebiendo y drogándose. Que a las cuatro de la madrugada su novio decidió irse y que ella lo siguió. Que discutieron y que él ya no supo de ella. Que era una mujer problemática.
Fueron su madre y su pareja quienes reconocieron el cuerpo y revelaron su nombre: Lesvy Berlín Osorio. Se llamaba así porque su padre, un inmigrante guatemalteco, no contaba con documentación al momento de su nacimiento y le negaron el derecho a bautizar a su hija con su apellido. Lesvy es el apellido de su padre, Berlín es su nombre.
Araceli Osorio, su madre, desmiente la información difundida: Lesvy Berlín no era drogadicta, ni alcohólica ni ignorante; tampoco paseaba perros para ganarse la vida, como la Procuraduría y algunos medios de comunicación informaron. Su hija quería ser “una ciudadana del mundo” y por eso hablaba inglés, francés, italiano, catalán y rumano. La investigación señala un homicidio. Y el de Lesvy es la averiguación número 300 tipificada como feminicidio. Pero peritos e investigadores aún no descartan el suicidio como segunda hipótesis. De una u otra forma, en México las mujeres siempre son responsables de su propia muerte.
Algunas de las presentes lloran, otras leen poemas. Magdalena Velarde habla sobre la muerte de su hija Fernanda Sánchez a quien, en el 2014, encontraron golpeada, ahorcada y con las venas cortadas en su casa de Cuautitlán Izcalli. No había ni una gota de sangre a su alrededor. Tenía cuatro meses de embarazo y otro niño de un año 10 meses. De ella, las autoridades también dijeron que fue un suicidio.
Huele a copal. Alguien pide un minuto de silencio. No, silencio no, sugiere Norma Andrade, madre de Lilia Alejandra García, desaparecida y asesinada en Ciudad Juárez en febrero de 2001: “No nos callen más, déjenos gritar”, dice. Y suenan los tambores. Y suenan los gritos.