El street art de Pixel Pancho en el DF
Por: Verónica Chávez Aldaco
Lleva una hora y media pintando sobre el muro gris de la tienda Lemur de la Roma. Está montado sobre una escalera y con frecuencia intercambia botes de pintura en aerosol que mantiene sobre una tarima.
Sube y baja escalones, se mueve de un lado para otro. De pronto sale del lugar y está listo para conversar. Cruza la calle, se sienta en la banqueta, tranquilo, acompañado de un cigarro en su mano derecha y me presento para comenzar con la entrevista.
Viste un pantalón de mezclilla, combinado con un sombrero y una playera café, que complementa con unos Vans. Su aspecto me da la impresión más bien de un gringo antes que italiano, pero la hipótesis se cae cuando me revela su nombre real, Enrico.
Pero él prefiere ser llamado Pixel Pancho, sin pretensiones aunque en el mundo del street art lo consideren uno de los máximos exponentes.
Me cuenta que ha dejado su trabajo en países de Europa, y Norteamérica, como México, también en Marruecos y Rusia “pero me falta mucho aún para conquistar, entre comillas”, dice en un casi perfecto español que le debe a sus estudios en la Facultad de Bellas Artes de Valencia.
Al DF llegó por invitación para intervenir en el Festival Concreto que “antes se hacía en la Casa del Lago y (que) ahora se hizo en el Museo del Chopo. Me dieron esa posibilidad de trabajar y con el museo hacer un mural y una instalación y la verdad que fue muy divertido”.
Habla de una pintura de 5 por 7 metros en la que plasmó su estilo único de adornar las paredes del mundo con diseños robotizados de animales y del ser humano, exhibiendo un intento de éste por jugar a ser Dios al dotar a un robot de características humanoides. La instalación se refiere al mismo tema, pero en relieve. Tardó en montar ambos en una semana yse mostrarán hasta el 26 de mayo.
Él sigue fumando, y yo le pido que me cuente qué hizo en el DF mientras trabajaba en el Chopo. “Me fui a comer y vi un poco la ciudad, no pinté”, bromea, pues el graffiti clandestino ya no es su estilo.
“La verdad sólo me tomé un mezcal (en La Botica) en Downtown y de ahí pa’la cama tranquilito, porque estaba reventado de todo el día pintar de arriba pa’ bajo”, y le creo después de verlo sin parar durante tres horas y media pintando el mural de la tienda, sólo saliendo de ella para tomar un poco de aire.
Se hace tarde y me agradece la entrevista, pero yo insisto en una última pregunta “¿regresas después a los lugares que has intervenido?”, lo piensa y con firmeza responde “a veces pasa, pero lo que hay en la calle, se queda en la calle, y cambia en la calle, ese es su proceso. Si paso, claro que veré qué ha pasado pero son cosas que se abandonan. Si se puede ver alguna otra vez, qué bueno, pero si no, no es una obsesión, siempre es mejor mirar hacia adelante que hacia atrás”.
Así que entiendo su actitud cuando al filo de las 22:30 termina su intervención en Lemur sin muchos aspavientos y nadie aplaude. Él se escurre no sin antes echarle un último vistazo a su obra, y contemplar un esqueleto robotizado de color azul principalmente, abierto de la cabeza, en posición horizontal, que se extiende a lo largo del muro gris que ahora ha perdido nimiedad.
Tal vez nunca vuelva a ver su creación, porque ya tiene en mente regresar a su natal Turín para preparar más exposiciones, o tal vez sí, en algún nuevo viaje a México, que no sea precisamente para vacacionar en Cancún o Playa del Carmen, como ya lo ha hecho antes.