Por Erick Baena Crespo
Sentada al filo de la cama, en una habitación a oscuras, María Elena, de 47 años, tuvo la certeza de que algo malo estaba a punto de ocurrirle. Era un presentimiento: ese hormigueo nervioso que hace días no la dejaba en paz. Para su infortunio, semanas después, lo que parecía una simple superstición se convirtió en realidad, el hecho que cambió su vida para dedicarse a investigar la desaparición de personas.
Una mujer de baja estatura, de piel apiñonada, tocó a la puerta de su casa, ubicada en la colonia Portales, para solicitarle trabajo como empleada doméstica. Sin pedirle referencias, conmovida por la situación de aparente precariedad de la mujer, María Elena decidió darle trabajo y alojamiento. Al otro día, María Elena y su hija, Angélica, salieron a las 8:00 de la mañana a cobrar a sus clientes los manteles que vendían a domicilio. Regresaron hasta la 1:00 de la tarde.
En ese lapso, la supuesta empleada doméstica aprovechó un descuido del resto de los familiares que estaban en la casa para robarse a Elenita, de dos años de edad. Antes esculcó entre los documentos personales del hogar y sustrajo el acta de nacimiento de la niña.
María Elena, con ayuda de familiares, amigos y vecinos, comenzó una intensa campaña de difusión para dar con el paradero de su nieta. Llegó, incluso, a aparecer en programas de radio y televisión. Los hechos ocurrieron el 19 de noviembre de 1994. Era una época convulsa: ese año asesinaron a Luis Donaldo Colosio, ocurrió el error de diciembre, la devaluación del peso y la crisis económica. Fue el mismo año en que el EZLN tomó 28 municipios en Chiapas. El mismo año que María Elena dejó de ser una comerciante para convertirse en la abuela que busca desaparecidos.
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María Elena Solís, fundadora de la Asociación Mexicana de Niños Robados y Desaparecidos A.C. (AMNRDAC), tiene una voz cavernosa que rebota en las esquinas de la sala de juntas, produciendo un eco suave. Es una mujer que frisa los 70 años, pero posee una agilidad pasmosa.
Afuera, en la sala-comedor—la asociación opera en un departamento ubicado en División del Norte 2315, improvisado como oficina—, hay una pared tapizada con los formatos de búsqueda y las fotografías de cientos de víctimas de desaparición de personas: niñas, niños, adultos y ancianos con gestos sonrientes, serios, acongojados, tristes, incómodos. Rostros cuyo ceño varía tanto debido a que los familiares, desesperados, entregan la primera imagen de sus desaparecidos que tienen a la mano.
Desaparición de personas: el caso de Elena
A través de la pared porosa, filtrándose entre las fisuras, como un grito apagado con la palma de la mano, brotan los sollozos de una mujer que platica con el terapeuta en la habitación contigua.
—El peor dolor que puede sufrir un ser humano es la pérdida de un hijo, interviene María Elena.
Por las oficinas de la Asociación ha visto desfilar a cientos, si no es que a miles, de padres de familia de niños, jóvenes y adultos desaparecidos. Los «afectados», como ella les llama, llegan abatidos, consumidos por la duda, con los últimos gramos de esperanza. A la fecha, ha encontrado —o recuperado— a más de 1,500 niños y adultos, incluida su nieta, a la cual recuperó tras 50 días de búsqueda.
El 4 de enero de 1995, recuerda María Elena, se puso de rodillas ante una imagen de Jesucristo y le dijo: «Devuélveme a mi nieta y te prometo que daré mi vida entera para buscar a otras personas». En aquellos largos 50 días no hubo una jornada, afirma, que dejara de hacer algo para encontrarla. Ese mismo día, en la delegación Tláhuac, la policía preventiva del aún Distrito Federal había rescatado a Esmeralda, otra niña de dos años, que también había sido robada.
Al enterarse, María Elena se comunicó con los padres de la menor para conocer el caso. Descubrió que el modus operandi era el mismo: una mujer les pidió trabajo como empleada doméstica y se llevó a su hija.
—Nosotros le debemos mucho a la familia de Esmeralda —confiesa María Elena—, sin lo que ellos hicieron quizá nunca hubiéramos encontrado a mi niña.
Los padres de Esmeralda pegaron volantes en Milpa Alta y, en ese lugar, una persona que atendía un comercio les dijo que en el pueblo de San Agustín, aparentemente, se vendían infantes.
Uno de los tíos de Esmeralda, Agustín, acudió al lugar acompañado de su esposa y se hicieron pasar por compradores. Argumentaron que no podían tener hijos. Una mujer los atendió y les mostró a Esmeralda, por quien les pidió una cantidad de dinero irrisoria.
—¡Agarra a la niña y súbete! —le ordenó Agustín a su esposa, quien arrastró a la niña al interior del auto. Mientras tanto, Agustín agarró a la presunta secuestradora de los pelos, la subió al auto y arrancó. Después la presentó en la delegación Tláhuac, donde relató lo ocurrido. La mujer, identificada como Angelina Mayer, fue trasladada a la agencia 59 del Ministerio Público. Ahí la interrogaron y la detuvieron. Fue sentenciada a 28 años de cárcel. Con ese hecho, la banda liderada por Rodolfo Noriega fue desmantelada.
—Desafortunadamente, él salió libre en 2004, dice María Elena con indignación.
El 9 de enero de 1995 la nieta de María Elena fue rescatada. Había sido vendida a una pareja recién casada que vivía en la delegación Xochimilco. Elenita ahora tiene 24 años, está casada y es madre de una niña. No recuerda lo sucedido, a pesar de que le dejó secuelas: no soporta el encierro.
Tras vivir el trance, María Elena Solís fundó ese mismo año la Asociación.
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«Sin un peso ni saber nada de estatutos y demás», confiesa. Todo lo que sabe —incluso la jerga legal— lo aprendió en el camino.
Ahora elabora oficios, da asesoría jurídica, acompaña a los afectados en sus recorridos por las sedes del Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO). También se reúne con fiscales, para ejercer presión sobre el avance en las investigaciones. «Vivir una experiencia así —dice— es un infierno habitable en el que, día tras día, tratas de sobrevivir con la ausencia».
El 50% de los casos que atiende en sus oficinas padecen dos de los mayores flagelos: pobreza y marginación social.
Beatriz
Alejandra Suárez conjuga el verbo en futuro simple cuando responde sobre la edad de su hija. No sabe mucho del futuro —como nadie puede predecir con exactitud el mañana—, pero prefiere nombrar una fecha posterior, en lugar de anclarse al presente: «En octubre cumplirá dos años», dice.
Puede ser su manera de alejar a los demonios de la resignación, de nombrar el porvenir, de imaginar el día que vuelva a tener a su hija entre sus brazos. Y no como ahora, que lo único que sostiene entre la yema de sus dedos son las fotocopias de una averiguación previa. Es una mujer de piel cobriza, con 25 años a cuestas y unas ojeras profundas, ocasionadas por las noches en vela.
Llegó a la Ciudad de México en agosto de 2016, proveniente de la región mixteca de Oaxaca. Alejandra, hasta hace unos meses, se dedicaba a vender mazapanes afuera de las estaciones del Metro. Esa era su rutina: ir y venir de una estación a otra, hasta el 3 de septiembre de 2016, el día que una mujer le robó a su hija, Beatriz Cruz Suárez, de apenas 11 meses de edad.
Alejandra es madre de otras dos niñas: Alexa, que cumplirá cuatro años en marzo de 2018, y Grisel, que cumplirá seis años en abril de 2018. Su esposo trabaja en un puesto ambulante ubicado en el Centro Histórico. Días antes de los hechos, Alejandra estaba afuera del metro Polanco vendiendo sus productos, cuando una mujer, de entre 35 y 40 años, de piel morena y baja estatura, que estaba ataviada con chaleco reflejante color anaranjado y botas empolvadas, se le acercó.
—¿Buscas trabajo? —le preguntó.
—¿Por qué? —respondió Alejandra.
—Es que conozco a una señora que necesita alguien que le haga la limpieza.
Alejandra, desconfiada, le dijo que no estaba interesada. Pretextó que estaba al cuidado de sus tres hijas.
–No importa, la señora acepta muchachas con hijos.
La mujer del chaleco, apresurada, le dijo que en ese momento no podía llevarla con la señora, debido a que tenía que volver a su trabajo, pero le propuso a Alejandra que la esperara ahí hasta las 6:00 de la tarde, su hora de salida. Alejandra no la esperó y se dirigió a otra estación del Metro.
El 3 de septiembre, al mediodía, Alejandra regresó al metro Polanco a continuar vendiendo. Traía a su bebé en un rebozo y a sus otras dos hijas tomadas de la mano. La mujer del chaleco apareció de nuevo.
—¿Por qué no me esperaste ese día? —le reclamó.
—No pude, se me hizo tarde —improvisó Alejandra.
—¿Qué crees? Hablé con la señora y me dice que sí te va a dar trabajo.
—No creo que pueda, tengo a mis tres hijas y no tengo con quién dejarlas. Y la verdad son un poco traviesillas. Y no sé si la señora va a querer o no.
—Yo creo que sí te deja.
Alejandra se quedó callada. La mujer cambió de tema y le confió que también era madre de tres niños, que le podía regalar ropa, zapatos, comida. Luego le propuso:
—¿Por qué no me acompañas al Metro Tacuba para comprarle algo a tus hijas?
—Gracias, así estamos bien —respondió Alejandra.
La mujer del chaleco insistió, molesta:
—Pero por qué desconfías de mí. ¡Te juro por Dios que no te voy a hacer nada! Yo también vengo de pueblo.
La mujer del chaleco logró convencer a Alejandra. Se trasladaron hasta la estación Tacuba, de la Línea 2. Al salir, caminaron entre los puestos ambulantes. Encontraron un puesto de ropa para bebé y la mujer del chaleco compró algunos artículos que le obsequió a Alejandra. Entraron a una iglesia y cambiaron el pañal de la niña. Al salir de la iglesia, la mujer le dijo a Alejandra:
—¿Qué crees? Me anda del baño. ¿Me acompañas?
Alejandra asintió. En el trayecto sintió desconfianza, pero al mismo tiempo se percibía atrapada en una situación de la que quería salir de la forma más amable posible.
La mujer del chaleco entró a un baño público y salió unos minutos después. Una de las hijas de Alejandra le pidió ir al baño también.
—Ve con ellas, aquí te espero y si quieres déjame a tu bebé —le dijo. Alejandra respondió que no era necesario, que estaba acostumbrada a cargar con sus tres hijas.
La mujer del chaleco repitió, como si estuviera imitándose a sí misma, la misma frase que le había dicho antes:
—En serio que no te voy a hacer nada, ¿por qué desconfías de mí?
Esas palabras, como un hechizo maligno, pero eficaz, surtieron efecto y Alejandra se quitó el rebozo y le entregó a su bebé.
Alejandra entró al baño con sus hijas. Cuando salió, la mujer del chaleco se había esfumado. Alejandra le preguntó al encargado de los baños, alarmada, casi gritando, por la mujer.
—¿Qué no venía contigo? —le respondió el joven, extrañado.
Alejandra se dirigió hacia el Metro Tacuba. Corrió arrastrando a sus otras dos hijas. Entró y le preguntó al policía de los torniquetes si no había visto a la mujer del chaleco. El oficial la dejó entrar a los andenes, pero no la encontró.
Más tarde, Alejandra Suárez levantó una denuncia en la agencia 59 del Ministerio Público. Pasaron seis horas para que la atendieran.
En el apartado IX.2 “Consideraciones para la activación” de la Alerta AMBER se lee: «La activación de la Alerta será de manera inmediata, sin dilación alguna con previa evaluación de las circunstancias del caso que se trate». En este caso, no ocurrió así.
Alejandra no traía a la mano una fotografía de su hija y, debido a eso, la alerta no se activó, sino hasta más de 24 horas después.
A las 10:30 de la noche Alejandra pudo, finalmente, levantar su denuncia. A la fecha, cuatro meses después de la desaparición, las autoridades no han tenido noticias del paradero de la niña.
«Están buscando si esta mujer trabajaba en las obras de los alrededores. Han enviado oficios a las obras, para que muestren fotografías de las mujeres que trabajan o hayan trabajado ahí», dice Alejandra.
Una cámara de seguridad registró los hechos, sin embargo, la imagen de la mujer del chaleco no es nítida, lo que imposibilita su identificación, afirman los investigadores. Parece que, en ese momento, la suerte, el azar, jugó del lado de los delincuentes.
Alejandra solicitó a las autoridades el video para entregárselo a la Asociación y tratar de difundirlo. Le dieron un disco, pero sin el archivo.
Tres veces por semana ella acude al Ministerio Público a solicitar una actualización de su caso. La respuesta siempre es la misma, pero pronunciada de formas distintas, monocordes: «Tiene que esperar los resultados de la investigación».
«Es muy complicado vivir así, sin saber nada de ella. Nos ha sido difícil porque, para buscarla, dejamos de trabajar casi dos meses», confiesa Alejandra.
—¿Qué es lo más difícil para ti?
—Olerla todavía. En la casa tengo su ropa, su cobija, que todavía tienen su olor.
Alejandra vuelve a conjugar la palabra en futuro simple: «El miércoles mi hija cumplirá un año cuatro meses».
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Irving
El celular vibró una, dos, tres veces. Anabel Torres, madre soltera de entre 40 y 45 años, respondió. Escuchó, al otro lado de la línea, la voz de su amiga Gabriela.
—¡Ana: tu hijo está en Tierra Blanca, a un lado de las canchas!
—¡Júralo!
—¡Te lo juro, ahí está tu hijo! Vete ahorita.
Yo acabo de pasar en la combi: trae una sudadera blanca y pantalón de mezclilla azul. Anabel salió apresurada de su casa, corrió unas cuadras y llegó a las canchas, agitada, aspirando con fuerza un aire sulfuroso. Vio a un joven recargado en un poste, se acercó a él y lo jaló. Falsa alarma.
Gaby aún estaba en la línea. Anabel, al borde del llanto, le dijo:
—¡No es mi hijo, Gaby! Sé que quieres ayudarme, pero no es él.
Irving de Jesús Corona, de 20 años, su hijo, desapareció el 16 de julio de 2016.
Aquel día, Irving, su mamá y sus dos hermanos estaban de visita en la casa de la abuela, ubicada en la colonia San Miguel Teotongo, sección Torres, en la delegación Iztapalapa, a la altura de la autopista México–Puebla.
Anabel tenía que irse a trabajar.
—Voy a ir a ver a mi papá —le dijo Irving.
—¿Estás seguro?
«Se lo pregunté —acota Anabel— porque su papá no lo acepta a él. Siempre lo ha negado. Es una carga para él».
Anabel explica que, curiosamente, su exesposo vive en la misma calle que su mamá, a escasos 20 o 30 metros. Ella y sus hijos radicaban en Pachuca, pero a raíz de la desaparición de Irving tuvieron que regresar a casa de su madre.
Llevan cinco meses en la Ciudad de México, lapso que han invertido en una búsqueda infructuosa, de sol a sombra.
«Tenemos que buscar, salir, caminar por todos lados, preguntar. Entrar a lugares inhóspitos, en donde hay mucha adicción, muchos niños de calle. Hemos caminado de día, hemos caminado de noche. Y pues no hay razón de su paradero».
Anabel habla en plural porque, en sus búsquedas, la acompañan sus dos hijos: Amairani, de 16 años, y Jorge Luis, de 17.
Han pegado volantes en postes, camiones y los han repartido entre sus vecinos de la zona. «Metemos el miedo a los bolsillos porque son zonas delictivas, como Lomas de Zaragoza —dice Anabel—. Hemos entrado ahí a preguntar por él y hasta nos han corrido a punta de pistola».
Cuando Anabel se dirigió al Centro de Atención a Personas Extraviadas o Ausentes (CAPEA) para levantar un acta, la señorita que la atendió le dijo: «Pero es que su hijo es adicto, a lo mejor anda por ahí, no se preocupe». No pudo levantar su denuncia hasta que intervino la Asociación de María Elena Solís.
Habla, con la voz entrecortada, de las duras, terribles, visitas al INCIFO:
—Nos dicen: «Ven a reconocerlo porque aquí está». Y uno se presenta con el corazón en la mano, hecho pedazos. He entrado a ver los cuerpos. Se parecen en la nariz, en los ojos, pero traen tatuajes o perforaciones que mi hijo no tenía.
—¿Cree que algo grave le sucedió?
—Tengo miedo de que su papá le haya hecho algo. En frente de la casa en la que él vive tenía un terreno baldío, que estuvo abandonado muchos años. Después de la desaparición de Irving, instaló un zaguán, levantó una barda a la que le puso concertina y emparejó el terreno. Algo que, durante años, nunca había hecho. Me pregunto por qué lo hizo y si tiene algo que ocultar.
Anabel tiene un temor, una sospecha, pero sin elementos ni pruebas para acusar a su exesposo. Tiene la teoría —la más dolorosa— de que Irving tuvo una discusión con su padre y que terminó mal.
—¿En algún momento le preguntaste a tu exesposo por su hijo?
—El señor no me da la cara. Mi hijo el más chico le dijo: «Oye, Carlos, mi hermano no aparece». Y el señor le respondió: «por ahí ha de andar».
Hay objetos que se atesoran, aunque ocasionen un profundo dolor. Eso le sucede a Anabel con las pertenencias de su hijo, que las tiene guardadas en cajas de cartón.
—Yo trato de no entrar al cuarto porque tan sólo con ver sus zapatos y su ropa… Simplemente te preguntas —lo dice ya llorando— ¿cuándo va a regresar? No sé si lo voy a encontrar vivo, si me va a volver a decir:
«La jefa es la jefa».
—¿Así le decía?
—Siempre eran sus palabras, en frente de todos y con todos.
—¿Qué le gustaba hacer a Irving?
—Le gustaba dibujar. Le gustaba hacer trabajos manuales con cera de Campeche y popotillo. Hacía figuras, muy padres. Otras con papel maché. Siempre hacía algo para su mamá.
—¿Cómo se vive con la ausencia de su hijo?
—Yo digo que no es vivir. Es seguir en pie porque, si no seguimos en pie, ¿quién lo busca? Si yo caigo, arrastro a mis hijos y no podemos hacerlo. Mi otro hijo, el menor, dejó de estudiar para poder buscar a su hermano. Y mi hija está estudiando en una escuela de belleza, por las tardes, y por las mañanas se sale conmigo a pegar volantes. Nos hacemos los fuertes. Sólo sé que debemos de seguir caminando.