Transeúntes
En casi todo el DF las banquetas son pequeñísimas, casi simbólicas, o se encuentran invadidas por autos, puestos de comida, mesas de restaurantes o vendedores. Ser peatón es un reto, un deporte extremo. Aquello de que “el peatón tiene la preferen- cia” es tan verídico como que el hada de los dientes existe y es chilanga.
La extraña vez que un automovilista le cede el paso a un transeúnte lo hace con un enorme gesto displicente, como recordándole que pudo haberlo arrollado de haber querido.
Los peatones podrían caminar horas sin encontrar un bote de basura funcional –a veces aparece alguno, pero repleto, destruido o con un dueño que no permite usarlo–. A esto achacan varios el hecho de tirar basura en la calle. Los más civilizados (casi heroicos) se quedan cargando sus desperdicios hasta que encuentran dónde tirarlos: lapso que puede durar alrededor de tres días.
La invasión publicitaria a la que se enfrenta un transeúnte parece un paso previo al apocalipsis. Desde los canales “oficiales” –vallas, espectaculares, parabuses, letreros trans- portados por individuos, bici- cletas, autos, motos y otros medios de transporte, por mencionar algunos–, hasta los extraoficiales –volantes, folletos, grafitis, anuncios en postes, teléfonos públicos, bardas, mantas y demás–, se anuncia cualquier suerte de producto o servicio. Últimamente ocurre un fenómeno en el cual grandes empresas optan por saltarse al lado no legal o no regulado de la publicidad e invadir las calles y banquetas con calcomanías, afiches o pintas.
Los baños públicos gratuitos son aun más escasos que los botes de basura. Pero en el metro, gasolineras o mercados pueden encontrarse servicios de entre 3 y 5 pesos (incluyen cuatro cuadritos de papel higiénico). Algunos de éstos son provistos en casas privadas aledañas a zonas de congregación masiva. La opción en parques y plazas públicas, como Coyoacán, es comprar algo en tiendas y restaurantes cercanos para que les permitan quitarse, además de dichos pesos, el otro peso de encima.