David Castillo tiene los ojos hinchados. Quizás es el polvo… o las más de 30 horas sin dormir o el llanto. Tiene apenas 23 años, es bombero voluntario de Atizapán de Zaragoza y ya estuvo en las ruinas de Álvaro Obregón, de Monterrey esquina con Viaducto y ahora aquí, en Bolívar y Chimalpopoca.
«Me tocó rescatar cuerpos en cada uno de los derrumbes —reconoce con culpa, como si no quisiera darse ningún mérito—. A mí me enseñaron a hablar poco y actuar mucho. Este es mi instinto, mi instinto de bombero. Estar aquí, pasando sueño, hambre, frío, lo que sea. ¿Por qué?, porque la vida de otra persona vale lo mismo que la mía, nada más por eso. ¿Que cómo sentí de ver la ciudad así? Si te digo la verdad, sí lloré. De impotencia, lloré».
Alrededor de David hay una escena poco frecuente: El movimiento ordenado y silencioso; la inmediatez para guardar silencio y obedecer indicaciones, hasta la buena cara de los policías; el compañerismo y la empatía extendidos por todos los rincones –«hidrátense, carnalitos», «¿ya comiste algo, m’ijo?»– también son insólitos. Mujeres han llegado desde toda la colonia a ofrecer comida gratis. Todo esto sería un regocijo si al final de la calle, en el número 168, no hubiera un edificio caído y decenas de personas bajo los escombros.
«Trabajaban unas 60 personas, en total –cuenta una vecina–, casi todas mujeres. El problema es que para entrar había que pasar por dos puertas de seguridad, con huella digital. Sólo podían salir de una en una. El edificio se cayó unos minutos después del sismo, pero no tuvieron tiempo para salir. Yo las conocía a todas ellas porque vendo dulces y refrescos. Ellas me compraban, pero también eran mis amigas, a todas las conocía».
Al final de las hileras humanas, en la esquina de Bolívar y Chimalpopoca, lo que antes era un edificio de cuatro pisos hoy es sólo una montaña de escombro y pedazos de piedra, añicos de vidrio. Dentro del inmueble laboran varias empresas. Allí tenían su base de operaciones una empresa de videocámaras para automóviles, una fábrica de sandalias, una maquiladora textil y una importadora de juguetes. Cuatro pisos enteros se vinieron abajo y este miércoles sólo queda cascajo entre los que se amontonan los rollos de tela, las sandalias, los escombros.
A un lado del inmueble, el patio de la Escuela Primaria Simón Bolívar sirve ahora para sacar, de mano en mano, las cubetas llenas de cascajo hacia los camiones de volteo.
«Yo vivo aquí, en frente de la fábrica —cuenta Ricardo Peña, con la ropa todavía manchada por el yeso. Ha pasado toda la mañana entre las ruinas—. Estaba arreglando el cofre de una camioneta cuando sentimos la primera sacudida hacia arriba y corrimos a resguardarnos en medio de la calle. Vi cómo los empleados del Aurrera salían gritando. A mí me vino a la mente la escuela primaria, los niños. Quise ir a ver cómo estaban y, cuando me di la vuelta, vi cómo se vino abajo el edificio. Todos corrimos. El cielo se puso oscuro por unos 30 segundos. Oscuro, así, oscuro. ‘¡Los niños, los niños!’, gritaban algunos. La mayoría de los maestros ya los habían desalojado. Quedaron sólo unos cuantos niños atrapados. Al parecer pudieron sacar a todos, pero los trabajadores quedaron atrapados».
La primera noche en Bolívar y Chimalpopoca
Una maquinaria humana. Han pasado unas nueve horas desde el terremoto que derrumbó unos 40 edificios en la ciudad, entre ellos el de Bolívar y Chimalpopoca. Todavía es martes y en las instalaciones del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas de la Colonia Obrera hay unas 200 personas reunidas. Cargan palas, picos, cubetas, cascos. Un enjambre de motociclistas llega desde algún hospital: estudiantes de medicina y paramédicos.
«¿Cómo que ya no necesitan ayuda?», se queja un muchacho, albañil de 22 años, fornido y con la pala en su mano. «Pero si dicen que hay más de 100 personas atrapadas en los escombros».
Ha oscurecido. Son las nueve o las diez de la noche en la colonia Tránsito, a unas cuadras de la Obrera. La información, hasta el momento es que una fábrica de textiles se ha colapsado, con una docena de trabajadoras, adentro. Pero si las cuatro empresas que laboraban en el lugar estaban operando, dicen los rescatistas, una docena de personas parece poco.
Por eso ahora, en la esquina de Bolívar y Chimalpopoca hay alrededor de 800 personas. Quizá más. Enjambres de rescatistas, policías, amas de casa, esperan su turno para ayudar a acarrear escombros o víveres. Hay personas de la comunidad asiática, de la comunidad judía, sacerdotes y boy scouts apoyando en las labores. Alguien anuncia que ofrecerá su casa como albergue provisional. Otro más ofrece su carro hacia Tlaltelolco, por si alguien quiere retirarse. Una voz a lo lejos pide baterías para las lámparas. No hay una coordinación real, acaso la pura voluntad y la desesperación son capaces de generar un orden así: improvisado, orgánico. La maquinaria suda y transpira, entre el polvo y el miedo, con la adrenalina a tope.
«Hasta ahorita se han rescatado ocho personas, creo que ya nueve. Pero nosotros no sabemos si están vivos o muertos», dice uno de los granaderos que acordonan la zona de desastre. «Ojalá y ahora sean diez», le responde otro uniformado al escuchar los aplausos a lo lejos.
Los últimos rescates
Los puños en alto significan silencio. Los rescatistas necesitan quietud para escuchar a posibles personas atrapadas. De vez en cuando, los puños se abren para aplaudir: cada que se detecta a una persona o cada que una es rescatada y puede salir rumbo a la ambulancia.
Doris camina con las orejas gachas por el cruce de Bolívar y Chimalpopoca. Es una pastor belga malinois entrenada para detectar más de 10 tipos de aromas. Como ella, Eduardo Sarza Escamilla, su dueño, ha pasado la noche sin dormir. «Doris ayudó a ubicar más de cuatro cuerpos y ayudó a rastrear a dos personas que están intentando sacar», dice con orgullo.
Las horas pasan. Hasta el momento se han sacado un total de 14 cuerpos. El número oficial de personas vivas rescatadas aún no es oficial. Se han prohibido las cámaras por respeto a las víctimas. Desde una azotea, sin embargo, alguien rompe la regla y otro amenaza con descalabrarlo con una de las piedras del desastre.
«Yo vengo de Nicolás Romero, ahí en Naucalpan —dice Jonathan, de 25 años, con la cara devastada—. Caí acá porque no tenía nada que hacer en mi casa, la neta. Le dije a mi jefe: ‘órale, nomás póngame los 40 varos pa’l pasaje’. Todos los de protección civil nos ocuparon a nosotros, los jóvenes. No fue por compasión pues. Fue por ocuparme, por hacer algo, por ser útil».
Ahora son las ocho y media de la noche del miércoles. Un par de ambulancias acaban de salir de los escombros para transportar dos nuevos cuerpos hacia el Instituto de Ciencias Forenses. Han pasado casi 32 horas desde el sismo y se tienen detectados tres puntos bajo los escombros donde aún hay gente con vida. Las labores nocturnas continúan, aunque todavía hacen falta linternas y baterías. Además, llueve. Muchos de los rescatistas verán de nuevo el amanecer. Para entonces cientos de personas seguirán aquí. A las ocho de la mañana encontrarán otros cuatro cuerpos, sin vida. El número total de cuerpos encontrados: 21. El número de personas rescatadas, con vida: cinco. Por ellas habrá valido la pena todo.
Jueves sin novedades
No hay novedades en Bolívar y Chimalpopoca. Jueves. Nueve de la noche. Tres cuerpos acaban de salir a bordo de ambulancias hacia el Instituto de Ciencias Forenses. Un rescatista ha caído de los escombros y ahora recibe atención médica. Se han perdido casi por completo las esperanzas de encontrar más personas. Hoy el Ejército impide, casi por completo, el acceso de voluntarios. Pero todavía, de vez en cuando, los puños se levantan, pidiendo silencio. Hay quien habla de nueve personas aún con vida, entre los escombros, pero es difícil saberlo a ciencia cierta. La maquinaria pesada entra a remover escombros en algunos puntos, pese a las protestas de muchos. Aún no se sabe cuántos trabajadores y trabajadoras siguen bajo los escombros. Las empresas no han otorgado una lista de sus empleados.
Llueve de nuevo. El Instituto de Ciencias Forenses lanza un comunicado: de los 62 cadáveres que llegaron a lo largo de estos días, 51 ya fueron entregados a sus familiares. 11 cuerpos todavía permanecen en el Instituto, cuatro aún sin identificar: cuatro mujeres y un hombre. Algunos están en un estado irreconocible. Una de estas últimas personas llegó de los escombros de Bolívar, es de origen asiático.