El Senado aprobó la reforma a la Ley General de Salud, que permite a médicos o enfermeras declararse «objetores de conciencia» para negarse a practicar un aborto legal, y ahora nuestra ciudad está a punto de dar un paso atrás.
El programa de periodismo del CIDE y Chilango presentan, con apoyo de la Fundación Legorreta Hernández y la Fundación Ford, esta investigación que demuestra cómo, a 10 años de la despenalización del aborto en nuestra ciudad, la ley aún contiene puntos oscuros que dejan a las mujeres a merced de los estigmas, la indiferencia o la burocracia institucional.
Desde hace dos años, un recuerdo la persigue como un fantasma. «Siempre que tomo este camión me acuerdo —dice mientras pasea una mano por su vientre—. Fue como a esta hora, yo quería hacerlo temprano para poder irme a trabajar».
Martha mira por la ventana. El colectivo destartalado en el que viaja echa humo por la avenida Monte Líbano, en Lomas de Chapultepec. No puede evitar preguntarse cuántas personas serán necesarias para limpiar esas casas, cuántos empleados como ella trabajarán en aquella mansión amarilla, la que abarca una esquina completa, o en esa otra, la que parece una cabaña salida de un cuento.
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Dentro de una de esas casas de fantasía vive María José. Ella y Martha no se conocen, Majo jamás ha abordado uno de los camiones viejos que transitan frente a su casa. Cada tanto, sin embargo, también se queda en silencio y mira distraída por la ventana.
El procedimiento le costó alrededor de $50,000 hace tres años, consultas y estudios posteriores incluidos. Fue el menor de los problemas. Majo se deprimió tanto, que perdió el ánimo, el empleo y varias amistades. «No me arrepiento», asegura con la mirada perdida en el paisaje.
Afuera, en el jardín, su perro labrador juega debajo de un laurel. «Lo volvería a hacer, pero más segura de mí misma, sin ser tan dura conmigo. Nadie está obligada a tener un hijo que no quiere».
Martha tampoco se arrepiente de su aborto legal
En su caso, abortar fue un camino minado por la burocracia y la indiferencia. Al principio temía terminar en la cárcel. Fue uno de esos días en que cruzaba la ciudad rumbo a su trabajo cuando se enteró: «El aborto es legal», rezaba un anuncio espectacular de una clínica privada.
Atormentada por las dudas, Martha se tomó una mañana para visitar el Hospital General de Tláhuac. Si abortar era legal, supuso, podría solicitarlo en cualquier sitio. «Aquí no hacemos esas cosas», le dijeron tras horas de espera. Aunque en el Hospital Materno Infantil de Tláhuac pudieron haberla atendido, la remitieron al Hospital General Ajusco en Tlalpan. Tuvo que pedir otro permiso en el trabajo para formarse temprano. Fue inútil. «Aquí somos objetores», le dijo una enfermera antes de darle la espalda.
Negarse a prestar un servicio debido a creencias o convicciones personales, eso es la «objeción de conciencia». La primera semana de octubre se aprobó la adición de un artículo a la Ley General de Salud, mediante la cual se permite que médicos recurran a esta figura para no practicar un aborto legal. Presentada por el Partido Encuentro Social (PES), la iniciativa fue apoyada por diputados de todos los partidos, excepto del PRD.
No es nuevo. La objeción de conciencia se incorporó en los Lineamientos Generales de Organización y Operación de los Servicios de Salud Relacionados con la Interrupción Legal del Embarazo, en 2007, el año en que se estableció el derecho de las mujeres a interrumpir su embarazo en la ciudad durante las primeras 12 semanas de gestación.
Además, un médico puede rehusarse a recetar anticonceptivos o a practicar una esterilización si su religión se lo prohíbe. En cada país donde se ha legislado sobre el aborto legal en instituciones públicas existe esta figura.
Aunque el aborto ha sido despenalizado, una encuesta realizada por Parametría y publicada en mayo de 2017 indica que 67% de los mexicanos se opone y 42% cree que no debería ser legal, ni siquiera en un caso de violación.
El jueves 22 de marzo, con 53 votos a favor, 15 en contra y 1 abstención, el Senado de la República aprobó el derecho del personal médico a la objeción de conciencia, que le exime de practicar procedimientos que consideren moral o éticamente inaceptables. La propuesta fue aprobada en la Cámara de Diputados en octubre de 2017 y ya solo espera su promulgación.
El estigma de practicar un aborto legal va más allá: en 2013 Ipas, una organización internacional dedicada a combatir las muertes por aborto inseguro, realizó un sondeo sobre conocimientos, actitudes y prácticas sobre el aborto entre mil 085 médicos. El ejercicio reveló que 39% cree que un doctor que practica abortos es discriminado por sus colegas, 28% admitió no tener en alta estima a un médico que hace abortos y 27% dijo que no le diría a sus colegas si ofreciera ese servicio. En no pocas circunstancias, que un médico se declare objetor de conciencia tiene que ver más con el miedo al estigma que con una creencia o convicción.
La nueva reforma no especifica que, aunque los médicos pueden negarse al procedimiento, la misma ley los obliga a dirigir inmediatamente a la paciente con el especialista adecuado. De acuerdo con la ley, ninguna clínica que cuente entre sus servicios con la interrupción del embarazo puede declarar a todos sus médicos como objetores de conciencia. Pero eso fue lo que encontró Martha: «Aquí somos objetores», dijo la enfermera y, ante la brusquedad de la respuesta, no preguntó más.
«Estás bien bonita. Que duermas rico»
Martha no pudo contener la sonrisa. Para entonces sólo había tenido un novio. Diez horas diarias de limpiar las oficinas de una empresa automotriz no le dejaban ganas de hablar con extraños camino a casa. Pero Samuel le inspiró confianza. Apenas dudó antes de compartirle su teléfono. Desde entonces comenzó a recibir un mensaje cada noche, antes de dormir, y cada mañana, al despertar.
Samuel la acompañaba a veces hasta un par de cuadras antes de su casa. No la presionaba ni le arrebataba besos, no llevaba sus manos más allá de la frontera de sus costillas. Por eso fue aún más terrible cuando aquel chico de ensueño la arrojó sobre unos matorrales en una calle solitaria. «Yo no le dije que no, pero intenté quitármelo de encima –cuenta Martha–. Cuando me di cuenta, ya había pasado». Él no usó condón. Ella no sabía cómo usar uno y esa noche ni siquiera tuvo tiempo de considerarlo.
Durante semanas usó pantalones por el temor de que alguien viera los moretones en sus muslos. No volvió a oír de ese fugaz enamorado del que nunca supo el apellido. Tres meses después descubrió que estaba embarazada.
Martha pierde la mirada en los árboles que desfilan por la ventana del microbús que atraviesa Lomas de Chapultepec. A contraluz es posible distinguir las partículas de mugre que se posan sobre su nariz. Han pasado dos años. No quiere hablar más de lo ocurrido. Nunca.
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Cuando el aborto legal difícilmente es una opción
Hay mujeres para quienes el aborto difícilmente es una opción: no saben que existe esa posibilidad. Aun más: no sabían que podían quedar embarazadas hasta que lo estuvieron. Así lo explica Regina Tamés, directora del Grupo Información en Reproducción Elegida (GIRE): «Quienes deciden interrumpir su embarazo son mujeres socialmente vulnerables y económicamente limitadas. Pero no son las más rezagadas, ellas al menos llegaron al hospital».
Desde que inició su trabajo al frente de esta organización civil, Regina ha conocido decenas de casos como el de Martha: mujeres que se ven obligadas a buscar servicios privados ante la imposibilidad de realizarse un aborto en una institución pública, principalmente en los estados donde el servicio es negado aunque ya sea legal bajo ciertas condiciones. Algo que también ocurre en la Ciudad de México, donde las mujeres tienen que deambular de una clínica a otra en espera de ser atendidas, mientras el tiempo corre.
«La interrupción legal del embarazo está dentro de un marco del sistema de salud que en sí mismo no funciona –explica Tamés–. Hay quien sigue muriendo en el parto por violencia obstétrica… La interrupción legal del embarazo en ese sentido se suma a las fallas generalizadas».
Tamés reconoce, sin embargo, el avance logrado desde abril de 2007, con el «aborto legal» en la ciudad: es gratuito y no se necesita ser residente de la capital para tener acceso a él. El siguiente reto, afirma, es que las usuarias víctimas de atención deficiente, como Martha, interpongan una queja administrativa para sentar precedente. «Sería una pena que un programa tan valioso dé pasos hacia atrás cuando hay tanto que rescatar. Obligarte a estar embarazada un mes de un producto no deseado es la privación de una serie de derechos elementales».
Pero Martha no sabe qué es una queja administrativa. Jamás se le ocurrió que los hospitales donde había solicitado que se interrumpiera su embarazo estaban violando sus derechos. Supo qué era la menstruación gracias a un folleto impreso por una marca de toallas sanitarias y a sus 22 años nadie le había hablado de métodos anticonceptivos.
Dadas las 11 semanas que tenía de embarazo, los médicos estaban obligados a atenderla de inmediato pues, en sus condiciones, el aborto por medicamento no era ya posible. Cuando se entera de esto, Martha tuerce una sonrisa. Duda: «¿Cómo les iba yo a exigir eso si no les iba a pagar nada?».
Daniela Tejas, quien pertenece a Fondo MARÍA (Mujeres, Aborto, Reproducción, Información y Acompañamiento), una organización civil de la Ciudad de México, sostiene que la condición socioeconómica de las mujeres es determinante en su decisión y en el proceso: «El dinero también determina qué tipo de atención reciben y cuándo. La experiencia de un aborto en ninguna circunstancia es sencilla, pero con menos educación y menos recursos, te enfrentas a una serie de obstáculos sociales e institucionales que lo pueden convertir en una experiencia traumática».
De acuerdo con el reporte Embarazo temprano, violencia sexual y aborto, realizado en noviembre de 2016 por Ipas México, las mujeres de escasos recursos, menos escolarizadas e indígenas «tienen nueve veces más probabilidades de tener un aborto inseguro que las mujeres con mayores oportunidades económicas, mayor nivel de educación y que no pertenezcan a grupos indígenas. Es decir, tienen nueves veces más riesgo de sufrir por sus complicaciones, de morir como consecuencia y de ser discriminadas y condenadas».
Martha sólo estudió hasta la secundaria, en San Francisco Tlaltenco, un pueblito en las orillas de la Sierra de Santa Catarina, en Tláhuac. En los límites con Valle de Chalco, Estado de México, rodeada por montañas y un volcán extinto, esta es una tierra estéril en varios sentidos. Con poco más de 361 mil habitantes, Tláhuac representa una de las demarcaciones con menor densidad poblacional de la ciudad.
Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 77.5% de sus habitantes vive en condiciones de pobreza y 45.6% padece la falta de acceso a servicios médicos. Los índices de marginación en Tláhuac se acercan a los de Oaxaca, uno de los estados más pobres del país.
Por eso no extraña que, aislada por los cerros y las carencias, Martha no supiera que podía interrumpir su embarazo sin peligro y que debía recibir ayuda en una clínica cercana. Lo fue descubriendo poco a poco, mientras atravesaba la ciudad luego de abordar tres camiones de asientos incómodos, cruzar 14 estaciones de Metro y caminar 20 minutos a paso veloz; lo supo a través de anuncios espectaculares, rumores e información que lograba atisbar a través de las jaquecas y las náuseas que tenía que ocultar cada día, cada noche, luego de esforzarse por sostener la mirada de su madre sin decirle la verdad, después de correr en las madrugadas al patio trasero para vomitar cuando aún no amanecía.
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«Aprende a cerrar las piernas»
Amanece. Son las 6:00 de la mañana y ya hay 20 mujeres esperando su turno para ser atendidas en la Clínica de Salud Sexual y Reproductiva, dentro de la Clínica Comunitaria Santa Catarina, en Iztapalapa. Las pacientes llegan acompañadas por sus madres, sus novios, sus hermanas. La callejuela es tan angosta, que tienen que replegarse hacia el muro para no ser arrolladas por los autos.
Esta es una de cuatro clínicas en la Ciudad de México especializadas en la práctica de la interrupción legal del embarazo y salud sexual en general. Es, en teoría, una de las mejores, pues es el único servicio que ofrecen, no comparte espacio con otros pacientes, todo el personal se aboca a una sola tarea y, en el mismo lugar, se puede practicar cualquiera de los métodos para interrumpir un embarazo y darle seguimiento a la intervención.
Es una fila silenciosa. A ella se acercan mujeres que, en voz muy baja, prometen ultrasonidos y otros servicios de forma gratuita. Se trata de empleadas de Decide-ILE, «un Programa de atención integral a la mujer, diseñado para proporcionar ayuda, servicios e información a toda aquella mujer que presenta un embarazo no deseado», según se lee en los folletos que ofrecen. Decide-ILE es, en realidad, uno de varios nombres que usa una organización para persuadir a las mujeres de que no aborten.
En las oficinas de esta organización en la colonia Anzures no hay que hacer largas filas para ser atendida. Quien acuda aquí, en menos de 10 minutos estará dentro de un «consultorio» en cuyas paredes cuelgan carteles donde los fetos aparecen con dientes, pies y manos, además de sensaciones de placer y dolor, ya a las 12 semanas.
Según el testimonio de dos mujeres que culminaron la consulta con Decide-ILE, después del ultrasonido a las pacientes se les proyecta un video. «Prácticamente te pasan imágenes de bebés muertos», dice una de las entrevistadas, a quien le llamaron varias veces después para tratar de convencerla de dar en adopción al producto de su embarazo no deseado.
Ahora, en Iztapalapa, los primeros haces de luz caen sobre los grafitis de los muros afuera de la clínica. Todas ignoran a quiénes ofrecen los folletos de Decide-ILE. Son ya las 7:00 de la mañana y una de las trabajadoras sociales cuenta 15 mujeres; le pide al resto que regresen otro día. Quien decida someterse a un aborto ese día, dejará la clínica alrededor de las 11:00 de la mañana.
En tres horas 15 mujeres tendrán que atravesar una de las decisiones más difíciles de su vida. Doce minutos cada una para llenar su expediente médico, tener un ultrasonido, una entrevista sobre su vida sexual y los métodos anticonceptivos que usan, una charla sobre planificación familiar y la primera ingesta del medicamento abortivo.
«¿Y tú qué haces aquí?, ¿te quieres morir en el intento?», le dice una trabajadora social a una veinteañera que, de inmediato, baja la mirada: este es su quinto aborto. El lugar es tan pequeño que todas terminan un poco salpicadas por las historias de las otras. Una mujer entrada en los 40 explica a la doctora que tuvo ya cinco hijos por parto natural, no quiere más. «Bueno, usted tenía que haber pedido ayuda hace tiempo, ¿qué no sabe de métodos anticonceptivos?», la regañan.
«Si llegaste hasta aquí es porque quieres hacerlo, si no, salte porque tenemos a otras que atender», dice una enfermera a una chica que no logra contener sus lágrimas. «Abre las piernas, pero saliendo de aquí lo que tienes que hacer es aprender a cerrarlas», se escucha. «Ella ya es cliente frecuente, ¿sabías que lleva otros cuatro abortos?», advierte otra de las trabajadoras al novio de una paciente. «¿Alguna no es de la Ciudad de México?», pregunta alguien. Una chica delgada y de ojos sumidos levanta la mano. Es del Estado de México. «Si ves alguna señal de alerta, si sangras demasiado, no vengas aquí porque no llegas. Ve a tu clínica más cercana pero no digas, ni por error, que te tomaste la pastilla porque te meten a la cárcel. El medicamento no sale en los análisis de sangre: aunque te amenacen, no digas que abortaste».
Después de tres intentos, Martha finalmente fue atendida en una clínica no especializada pero con los servicios para practicarle un aborto legal en Ticomán. Le ofrecieron acudir a una cita en las siguientes cinco semanas para una aspiración manual. Para entonces, Martha tendría 16 semanas de embarazo: cuatro más del límite legal. El mismo doctor que, argumentando falta de médicos disponibles retrasó su intervención, le ofreció una solución. Si acudía a la clínica privada en la que él trabaja, ese mismo día podía resolver «su problema». Sólo tendría que pagar $3,000.
La situación es antigua. Un año después de la despenalización, en 2008, la Comisión de Derechos Humanos capitalina documentó personal insuficiente y no capacitado ni sensibilizado en las clínicas. Para intentar subsanar este problema, la Secretaría local de Salud (Sedesa) organizó unos 100 cursos de capacitación y sensibilización, y comenzó gestiones para contratar a más especialistas.
La insuficiencia de gineco-obstetras no objetores en la bolsa de trabajo, según palabras de la misma dependencia, es uno de los problemas más graves. De acuerdo con una solicitud de información, desde 2007 un total de 267 médicos se han declarado objetores de conciencia. Desde entonces sólo hay 19 enfermeras y 20 médicos que realizan aborto legal en toda la ciudad.
El hospital que más interrupciones realizó el último año es el Centro de Salud México España, con 3,603 interrupciones hechas por apenas dos médicos, dos enfermeras y dos trabajadoras sociales. Donde menos se han practicado es, justo, en el hospital de Tláhuac.
Jorge es un gineco-obstetra empleado en la Clínica del Centro de Salud T-III Beatriz Velasco de Alemán, uno de los centros donde se realizan abortos. Él se declaró objetor desde 2007. Tiene 22 años de experiencia en la profesión y dos hijas que rondan los 20 años. Niega ser indiferente a los derechos reproductivos de las mujeres, incluso declararse «completamente en desacuerdo» con el aborto. Su problema es otro: «Llegué a escuchar a las enfermeras referirse a un colega como ‘El doctor matabebés’. Yo no quiero que me conozcan por eso, que me señalen o me ofendan por ofrecer ese servicio», cuenta.
Y aunque no tiene una opinión negativa sobre los médicos que practican abortos, prefiere no exponerse al juicio: «¿Cómo le voy a explicar a mis hijas cuando se embaracen que también soy ‘El doctor matabebés’?».
«Un aborto legal no es la salida fácil»
«No importa quién seas, de dónde vengas o cómo haya sido», me dice Majo desde el sillón de su sala en Lomas de Chapultepec. «Es muy cruel creer que es la salida fácil, como dicen. No es fácil aceptarlo, no es fácil vivir con eso».
Las circunstancias de Majo son radicalmente distintas a las de Martha. Ella, por ejemplo, cursó la preparatoria en el colegio Miraflores, la escuela donde estudiaron los hijos del presidente Enrique Peña Nieto, un lugar de tradición conservadora, donde aún se separa a niños y niñas para hablar sobre la menstruación.
Sus amistades pertenecieron siempre a cierta élite económica y solía encontrarse con sus familias durante las vacaciones de invierno en Aspen o en los cruceros de Miami. Fueron esas mismas amigas entrañables quienes la acompañaron aquella noche, cuando celebraba su ascenso profesional. Javier, el hombre del que quedó embarazada, era cercano a su círculo social.
Incluso hoy en día es amigo de una de ellas. Los recuerdos son difusos, el vodka de los cocteles corría por su garganta y comenzó a nublarle el juicio. Aunque alcanzaba a sentir el roce de las manos de Javier en sus piernas, nunca pudo objetar: el alcohol le restaba conciencia. No se dio cuenta cuando él la cargó y la llevó hasta un pasillo oscuro.
Ahora sólo recuerda el extraño olor de su saliva y despertar al otro día en la cama de su amiga, con el maquillaje derretido sobre su cara y las piernas tapizadas de rasguños. Majo guarda silencio por varios minutos. No quiere recordar más detalles sobre lo que sucedió aquella noche ni cómo se enteró de todo. Tampoco quiere volver al momento en que se supo embarazada, dos meses y medio después. Decidió el aborto legal cuando las 12 semanas reglamentarias ya habían pasado.
«Hay una batalla que no es políticamente correcta, pero tiene que hacerse», explica Regina Tamés, «y es que 12 semanas es poco tiempo. Las mujeres saben que están embarazadas pasadas las cuatro o seis semanas, si les va bien, el margen de maniobra es muy limitado».
Majo tardó aún más. Después de contarle todo a su madre, ella le insistió durante días que le diera un nieto aunque no estuviera casada. Sus amigas incluso le sugerían que Javier, un «niño de buena familia», seguro se haría responsable por ella y por el bebé. Pero Majo no soportaba la idea de volver a verlo. Cuando su madre supo que la decisión estaba tomada, no pudo evitar echarse a llorar, pero la acompañó a la clínica.
Muchas de sus amigas, en cambio, no volvieron a dirigirle la palabra. «Para ellas soy una asesina», dice.
Cuando asistió a la clínica privada, el médico no se opuso a realizar la interrupción pese a las 16 semanas transcurridas. Le explicó con un libro de medicina en mano las etapas de desarrollo del embrión: «Estamos a tiempo». Sin embargo, durante el ultrasonido, cuando puso sobre su vientre el transductor abdominal, el doctor apuntó con su dedo una silueta oscura en el monitor: «Ahí está tu bebé». Tu bebé.
Durante días, Majo no dejó de soñar con esa pequeña mancha: «Mi bebé, ese era mi bebé, era un bebé, yo lo maté».
María de los Ángeles, su madre, también recuerda esa figura en el monitor. La idea de un nieto perdido la devastó, pero no quiso presionar a Majo: «Ni mi hija ni nadie debería ser obligada a tener hijos y perder la oportunidad de vivir un embarazo con emoción y con esperanza».
El personal de las clínicas públicas es capacitado con frecuencia para dar trato digno a las pacientes. Los abusos, sin embargo, aún ocurren. Los empleados de los hospitales privados, por su parte, no cuentan con supervisión alguna; basta con que las clínicas tengan los permisos otorgados por la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris).
Entre 2007 y 2012 Cofepris no hizo ninguna visita de vigilancia a ninguna clínica privada, según información entregada vía transparencia. Y entre 2013 y 2016 hizo 34 verificaciones, 18 derivadas de denuncias. Tampoco existen datos de cuántas clínicas privadas están autorizadas para practicar aborto legal, y ninguna organización se atreve a arrojar una cifra. Por si fuera poco, la Sedesa tampoco sabe cuántos de sus médicos trabajan al mismo tiempo en hospitales públicos y privados, ni cuenta con mecanismos para evitar que aquellos que se declaran objetores de conciencia en las instituciones públicas no practique el aborto legal en clínicas privadas.
Majo me pide que la acompañe al jardín. Quiere acariciar a Sancho, su labrador. Una empleada sale con nosotros y limpia las sillas donde nos sentamos, antes de traernos dos vasos de té helado. Majo continúa enlistando a las personas que ha dejado de ver desde que «eso pasó» y ya van más de 20.
Lleva 28 minutos con el vaso en la mano sin darle un solo trago. A contraluz es posible distinguir cientos de partículas de polvo que caen sobre su rostro.